Del cerro viene una especie de rugido. Los cerros tienen sus ruidos. Es el aire de la tarde que sale como bocanada de sus cuevas y grietas. “Va a llover” ‒alguien dice‒ pero el cielo se ve despejado…
De camino a Santo Domingo,
apenas despegando de la carretera, poco después del panteón de Coyuca, vi una
de las vistas más bonitas de este año: el verdor del paisaje, los bosques y los
maizales en sus distintos y mejores tonos, la lejanía verde, llena de esperanza
de las montañas y la claridad del aire cuya intensidad anunciaba una buena
tarde de viaje. El cielo alto y azul, y, desperdigada, una revolución de nubes
blanquísimas, ¡qué he dicho!, del color de la hora en que bajan los ángeles.
En
contraste de la temporada de secas, por los meses de abril y mayo, donde los
campos y los cerros parecen muertos de raíces y de savia, en cuyo suelo apenas
se ven barañas y breñales sospechosos, el verano, “las aguas”, como los
campesinos le llaman, para el que se detiene y ve, es glorioso. Una temporada
de sembraduras donde el cielo hace olvidar las rudezas de estas tierras.
Ver
aquella vista de las cinco de la tarde era suficiente para detenerse y
regresarse a casa. Un momento como ese necesitan los artistas para comenzar la
obra que tanto les inquieta y cuyo pergeño han venido contemplando.
Pero
con la familia a cuestas, uno no puede andarse con estas cosas y hay que seguir
el camino. La luz de la tarde empieza a descansar en la hierba y en los árboles
y el aroma de la tarde corre junto al de los bosques y al de las florecitas
silvestres.
Ya
otras veces he ido a Santo Domingo. Recordaré una en especial, en los ocho días
del esposo de una tía abuela mía. Eran las dos de la tarde y un grupo de
hombres estábamos bajo la sombra de un mezquite. Se platicaba y se bebía.
Marcos, un tío abuelo, que venía de Las Tinajas, para hacer a hablar a uno de
los viejos que estaban ahí, le dijo:
‒Yo
sé porque te viniste de Las Tinajas… por el difunto Gonzaga…
Y
aquel viejo, de ochenta y tantos años, achicado pero macizo, correoso, güero,
sumidos los cachetes y de ojos chiquitos, contó, no por gusto de presunción
sino por exponer un asunto del que no le hubiera gustado participar:
‒Sí,
yo maté a Gonzaga. Pero mero me la cargaba. A donde fuera, a donde me lo
encontrara, ahí estaba echándome chifletas y bravatas. Él era mayor a mí diez
años. Habíamos sido amigos de parranda. Su coraje empezó cuando empecé a vivir con la viuda de Yoyo García. Yo no sabía qué hacer. Le
dio por dedicarme canciones por la bocina de la cuadrilla y de ahí me mandaba
mensajes retadores. No sabía cómo quitármelo de encima. Se me había ido el
sueño. Por eso lo maté. Y me fui de Las Tinajas, me fui a Zihuatanejo. Entonces
yo tenía 16 años.
Los
que escuchábamos, que estamos acostumbrados a oír tales historias, pero no
tanto de voz del malhechor, veíamos con atención a aquel viejo que despedía un
olor revuelto a sudor y a vaqueta. A leguas se miraba que sus manos gruesas y
rasposas sabían de suertes de vaquero y sembrador. Sin ufanarse, pero tampoco
sin arrepentimiento, mira con sus ojillos como diciendo: “Qué feo que las cosas
se dieran de esa forma…”. Luego, añadió:
‒Con
mi vida, yo podría hacer un libro…
Alguien
me señaló a mí, y yo traté de ocultarme, de desaparecer dándole unos tragos
gordos a la cerveza. Aquel viejo siguió contando detalles que se me hicieron
inaudibles. Marcos, taimado, astuto, picaba para que aquel hombre se
desahogara. Y este siguió platicando sucesos y la experiencia que bien cabrían
en su libro de vida. Lo bueno, que nadie tomó en serio que yo podría ayudarle a
escribirlo.
La casa a donde llegamos
está cerca del cerro. Es un predio con tres casas: la paterna, casa de adobes y
de tejas; y dos de concreto donde viven los hijos con sus respectivas familias.
Las tres tienen contiguo al frente amplios y macizos tejabanes de láminas de
zinc. Atravesamos el patio. Veo a los viejos, es un decir, andan en los sesenta
años y están robustos. Sentados en una cama tendida con una sábana hecha de
retazos de tela, pasan la tarde con dos mujeres que a su vez cuidan a unos
niños. El suelo está húmedo. Los bordes del patio están invadidos por el bosque
luciente que siempre sale en las buenas temporadas de aguas. El sol ya se
oculta detrás del cerro. La hermana de mi mujer la recibe con gusto. Y,
mientras los niños juegan, yo contemplo la milpa que sembraron en el corral, ya
con elotes tirándole a toqueres.
Grano sazón que ya en masa, con azúcar y harina dan unas tortillas sabrosísimas
llamadas también toqueres. La luz que
declina me trae un recuerdo: en algún día del primer lustro de los noventa, un
par de burros, el mocho y el canelo, avanzan pisando el suelo pardo
de la nochecita cargados de costales de elotes… elote tierno que dura una
pasadita… y al otro día el abuelo, hombre grande y de tendones macizos; aunque
ya con achaques de la azúcar, correoso aún, en cuclillas, cortando con una
mocha, de un tajo fino y sonoro, el cabo de los elotes, y uno ahí sentado, sacando,
escogiendo las mejores hojas para los huchepos, tamales excepcionales que se
comían en mi infancia, país distante de ensueños recurrentes.
Del
cerro viene una especie de rugido. Los cerros tienen sus ruidos. Es el aire de
la tarde que sale como bocanada de sus cuevas y grietas. “Va a llover” ‒alguien
dice‒ pero el cielo se ve despejado, aunque las nubes se han tornado grises. El
cerro es grande y puntiagudo, hace fijarse en la maravilla de la naturaleza. El
pueblo vive del río balsas, y de ahí se contempla en la rusticidad del cerro: pueblo
de agricultores y pescadores. Pueblo que sabe del regocijo y fiesta del regreso
de los hijos que se fueron a los Estados Unidos. En las laderas del cerro se
ven tumbas, pedazos que los
campesinos desmontan para sembrar, donde se ve la estatura pareja de la milpa.
‒Aquí
no hay trabajo ‒dice el hombre de sesenta años que por su pergeño tiene roles
de patriarca‒. Fuera de la siembra y el ganado que uno pueda tener, no hay
trabajo.
Él y
su mujer ahora están solos, acostados en la cama, la mujer está del lado del
corazón y el hombre platica boca abajo.
‒El
año ha traído buen temporal para los agricultores. Recuerda al año de la
creciente, el 2013, cuando el río inundó todo el pueblo y las tierras de
sembradío. La creciente se llevó todo. Mucha gente perdió hasta sus animalitos.
‒Y a
unos se les cayó la casa… pero el gobierno los ayudó, les construyó…
‒Pero
unas casas chiquitas, señor, nomás para apantallar… ¿ya las vio usted?
“Menos
aquí, aquí no llegó la corriente del río, porque estamos en lo alto, al pie del
cerro.
“Recuerda
al 2013 porque desde ahí vamos uno y uno, mire usted: ese año todo se perdió,
pero el 2014 fue un año de abundantes y parejas aguas, hubo buenas cosechas.
Luego, el 2015 trajo temporal de lluvias pobre, hubo sequía…
“Y
para acabarla de amolar, llegó el Chicungunya, esas enfermedades que se llevan
bien con la rudeza de estas tierras. Hombres fuertes dejaban de trabajar hasta
tres días. Es terrible tres días de descuento para una familia que va al día…
Muchos viejitos murieron, no por causa directa del Chicungunya, pero sí de
otros males irremediables que desencadena.
“Pero
ya ve cómo el 2016 ha sido buen año. Los bajiales están ricos de elotes,
calabaza y comba… ha sido un año bueno”.
La
noche ha caído y la conversación se agota. Los viejos nuevamente están con las
mujeres, una es hija que está de visita y la otra nuera. Están asando elotes en
una parrilla que el hijo mayor trajo en una buena ocasión de los Estados
Unidos. Han tardado en prender la lumbre, porque la leña y, aun, las barañas
con que se hace luego el fuego, están húmedas; pero ya se escucha el chisporroteo
mientras la sombra silenciosa de una mujer abanica un pedazo de cartón
echándole viento a la parrilla.
La
hermana de mi mujer, mientras ha platicado sobre su trabajo en la oficina de
hacienda y crédito público de Ciudad Altamirano, sobre sus niños, que son los
niños más traviesos que se han visto, sobre el Chicungunya que este año le
volvió, sobre que tal vez a sus cuarenta y uno ya se le desarrolló la azúcar, sobre lo difícil que es vivir en
el mismo predio con los suegros, ha cocinado un caldo rojo de pescado liso y
langostinos, que nos alistamos a comer un este viaje por el año bueno. ~