noviembre 30, 2014

Desfile chusco: una tradición decadente


De una escuela preparatoria se espera la educación formal, la enseñanza inspirada en la tradición de los clásicos (¿qué puede enseñar un maestro universitario?: lo mismo que un profesor de primaria: a leer). Y también conocimientos técnicos y prácticos. Eso se espera de la preparatoria # 8 de ciudad Altamirano, y no tendría ningún motivo para dudarlo (para eso está el personal y las instalaciones, que según el mito de las burocracias universitarias nunca serán suficientes: siempre habrá una aula que construir, muros que levantar), pero cada año que sé del “desfile chusco” me hace pensar en un adocenamiento de los profesores, una indiferencia que solapa la exhibición de los alumnos en algo que no tiene sentido porque tiene poco que ver con la educación. Un desfile que lanza a los alumnos a un despapaye ramplón, innecesario en una sociedad actual que vive un lebertarismo mal entendido, un libertarismo que se regodea en la falta de curiosidad por el saber y que jala hacia el vacío.
Para coronar una supuesta “semana cultural” se hace desfilar a todos los grupos de la preparatoria por las calles de la ciudad con disfraces y representaciones chuscas. Si los profesores parten del sentido antropológico de la cultura, que sostiene que esta lo es todo, caen en la vaguedad. Si parten del significado humanístico, que dice que la cultura son las bellas artes, los profesores andan en el limbo.
Desfilaron ¿23? ¿25? grupos con la gastada idea de motivarles la imaginación y la creatividad y porque ya es una tradición de dicha institución. La creatividad languidece en el desparpajo y los berridos que los jóvenes van dando por las calles. Solo basta saber el nombre de los grupos ganadores: “Las galletas comelonas”, “Minios” y “La iguana loca”. Otros títulos: “Seximbol y sus nacas”, “El desver”, “Los picapiedras”, “Espantapájaros”, “Gato ensombrerado”. La estridencia del desfile deja la idea, por lo menos en este evento, del poco compromiso espiritual y cívico de los maestros, que con su inercia empujan a los muchachos a echar mano de la frivolidad para pasar como bufones ante la gente curiosa que se amontona en las calles. Lejos quedó la mística de los profesores que quisieron elevar al populacho, y no bajarse a su nivel envilecido por la injusticia social.
La creatividad se pierde en la fragua de un desfile sin sentido. Y las tradiciones suelen ser buenas pero también decadentes. “El desfile chusco”, con todo y los profesores que se empeñan en mostrar “la imaginación de los alumnos”, y el dispendio de los contingentes, es una práctica decadente.
No dudo que los primeros años haya sido un golpe saludable de creatividad y una apoteosis de la libertad juvenil para protestar en contra de formas sociales que los ataviaban y tal vez contra prejuicios rancios. Quiero imaginar que el desfile en su primer año fue idea de los mismos estudiantes que jubilosos salieron a las calles de modo sorpresivo y espontáneo, o tal vez de un profesor audaz e inquieto que no se conforma con el adormecimiento en un sillón mullido de académico. Pero aquello poco tendría que ver con la imposición que los profesores y directores imponen verticalmente actualmente. Lo original ahora sería que un grupo de alumnos rompa con un desfile oneroso y sinsentido, o también, que un profesor audaz lo haga, con el riesgo de que se le excluya y sea malmirado.
        ¿Llegará un director que festeje la fundación de la preparatoria con una semana cultural que canalice el ímpetu juvenil en actividades propias del saber de inspiración clásica? Es difícil. Dice Gabriel Zaid que algo tienen las burocracias que desanima la creatividad. El desfile tiene su color, se luce por las calles, se ganan notas en los diarios locales, hay más chance para las poses de las fotografías. La semana cultural tiene su acto de inauguración y clausura, visitas de rectores y presidentes municipales, mesas de honor para hacerse escuchar, hay más chance para las poses de las fotografías.
Lo que queda del desfile es acaso el gasto que hacen los padres de familia en los disfraces de sus hijos. Gasto que se suma a la recreación-construcción física de chozas que se acostumbraban antes de la llegada de la modernidad y del progreso: jacales de paja de ajonjolí. Los estudiantes no tienen otra que sobrellevar más o menos el humor y las ideas de los maestros, y los padres de familia tienen que desembolsar... (mil pesos costó levantar cada choza, El Debate, 25-11-14). Cantidad que me parece queda corta, porque además de acarrear los materiales de la choza hubo trajes típicos de manta, se improvisaron fogones, hubo comida y aguas frescas, música de banda… Hacer una lectura sobre los usos y costumbres de nuestra región durante una hora, y después una discusión de media hora, dejaría un buen aprendizaje. Habría que admirar de esas chozas la vida sencilla y sin dispendio. Habrían de pensar los universitarios que se puede aprender, vivir sin carretadas de presupuesto.
Pero esos gastos es poco a comparación de lo que deja de producir la preparatoria durante una semana. Una pérdida que crece exponencialmente nada más al pensar en las instalaciones, el personal, el tiempo que es desaprovechado para revelarles a los alumnos que no hay de otra que leer.
Durante la semana cultural hubo además eventos deportivos, carrera de burros, palo encebado y cuche encebado, y por ahí, para que no sonora a estafa “la semana cultural”, también hubo concurso de música y oratoria.
¿Quién será el director que en vez de un oneroso “desfile chusco” concluya con un concurso de lectura grupal de un libro completo, y que después de una pequeña discusión presentasen el resumen por escrito de dicho libro? Es un evento que no luciría, pero no acarrearía mayor gasto, sería un evento que no aparecería en las páginas de los diarios, pero sería un evento digno de los ideales de la universidad. ̴

Nota: Ya en el siglo XIX, Carlyle (1795-1881) escribía: “La verdadera universidad hoy es una colección de libros”. Lo más que puede hacer un maestro universitario por nosotros es lo mismo que un maestro de primaria: enseñarnos a leer (Los héroes, V). Citado por Gabriel Zaid, Futuro de la universidad. Reforma, 28-09-14.



    

¿Qué pasó en Guerrero?

· Guerrero no es México, pero Iguala sí era como todos los municipios del Estado de Guerrero, donde los capos tenían el control de las direcciones de seguridad y aun sacaban tajadas del erario público.

·Los presidentes municipales no es que fuesen aliados o socios de los capos. Estaban sojuzgados bajo la sombra incómoda de los capos. Y si no decían nada era porque en su nula transparencia también ellos podían medrar y aspirar a otros puestos públicos.

· Diez años tuvieron los capos para desaparecer a 43 estudiantes normalistas. Diez años que tuvieron luz verde y el disimulo de coroneles del ejército y altos mandos de la policía federal.


Ciudad Altamirano no es Iguala, pero por la entrega de la seguridad pública a los capos es como si lo hubiera sido. El escenario tenebroso para desaparecer a 43 estudiantes estaba preparado en cualquiera de las ciudades principales del Estado.

En Ciudad Altamirano los capos empezaron a sonar en el 2004. De Huetamo y San Lucas, municipios de Michoacán, llegaban de arribada esbirros que se hacían llamar zetas; y del lado de Coyuca de Catalán, llegaban otros que se identificaban como de la banda de los pelones. La gente empezó a hablar de sus poses temibles, de sus armas; y pronto, de su saña y sus ambiciones desmesuradas.

La ciudad empezó a ser sitio de enfrentamientos. Los crímenes entre las bandas enturbiaron la claridad de aquellos días. Nadie pensó que las escenas de levantones y asesinatos del 2004 apenas eran el preludio de la ambición e irracionalidad de los capos, de la extorsión y el secuestro. Un desbocar de unos hombres en el mal puro: en el vacío y sinsentido. Diez años de estupor, de zozobra, de miedo, y en muchos ciudadanos, de indignación. Diez años que saltó del cuño una moneda que subyuga con un tintineo pavoroso e indignante: que de un lado resalta el perfil corrompido, oneroso del gobernante; y del otro, la sombra ominosa de los capos.

Pero ¿de dónde salieron los capos?, ¿quiénes son?, ¿por qué su ensañamiento?, ¿su desprecio por la vida humana?. Quiero hablar de los años que precedieron la llegada de los capos, de la década de los noventa, tiempo que me tocó vivir mi infancia y adolescencia.

Ciudad Altamirano era una pequeña ciudad, pujante en lo comercial, con ciudadanos orgullosos del progreso que había alcanzado en los últimos 30 años. Treinta años no son nada pero en ese tiempo quedaba poco del antiguo y rústico Pungarabato. En esas tres décadas se construyeron los edificios que albergarían las escuelas, las burocracias, los hospitales públicos y privados, y comercios a grande escala. Ciudad Altamirano se convirtió en el emporio de Tierra Caliente. Había un festín de burócratas favorecidos, profesionistas, médicos, comerciantes que en pocos años se podían levantar alcázares.

Sin embargo, por el otro lado, por más que el sector progresista brillaba por su lujo, era notable el socavón de la pobreza y desigualdad.

En los noventa empezaron a morir los campesinos de la última generación que tuvieron un auténtico amor a la tierra, un arraigo por la vida del campo. Campesinos que guardaban formas de producción y de convivencia arcaicas. Mostraban respeto a la tradición y a los mayores, compartían sus experiencias y vivían plenamente en el pueblo. No fue una generación de campesinos de convivencia idílica. Siempre hubo muertes por venganza, por honor. Muchos de ellos platicaban por experiencia de sus mayores el paso por estas tierras del grito funesto de “¿quién vive?” que causó discordias y muertes entre hermanos y compadres. ¡Qué generación, qué sociedad vive sin sobresaltos, sin tragedia! Luego no dejaron de contar la violencia regional que les tocó saber durante el transcurso de sus vidas, los últimos tres cuartos del siglo pasado: pleitos por las tierras, reyertas inspiradas por el exceso del alcohol, desgracias familiares. Fue la última generación de campesinos que utilizaron formas de trabajo rudimentarias, muchos se resistieron a utilizar pesticidas y abonos químicos para producir la tierra. Con sus antiguos modos de producción, no comprendían muy bien la complejidad de la sociedad moderna con su aplastante progreso.

Ahora recuerdo su visión de las cosas, todo venía degenerando. Hombres que creían que el pasado fue mejor, intuían que tiempos malos sobrevendrían. Tal vez su pesimismo era por su condición propia: el abandono del campo era notorio. Sus hijos no compartieron la mística por la vida y el trabajo del campo. Estos fueron absorbidos por las muchas ocupaciones de las ciudades, y una gran mayoría, terminó en los Estados Unidos. Tal vez por eso su pesimismo y sus malos augurios. Sin embargo, los campesinos de esta generación que llegaron a saber de la violencia de los capos, no dejaron menos de desconcertarse. Hombres de a pie no dejaban de ver con desconcierto que unos hombres bajaran de una imponente camioneta, armados para matar y levantar. Se quedaron perplejos como cualquiera que diez años después se ponga a indagar la fuente primigenia de la irracionalidad de los capos.

De niño yo llegué a escuchar que la cocaína proveniente de Colombia no toda iría a parar a los Estados Unidos, sino tendría que buscar mercado en nuestro propio país. No tardó mucho. En los noventa los consumidores de cocaína eran tan notorios como los narcotraficantes que transportaban marihuana y goma de amapola a la frontera y al país vecino. Estos últimos cuando volvían triunfantes de sus viajes se confundían entre las personas de los grupos progresistas. El éxito y el dinero son falsos valores que a menudo ofuscan la vista de muchos, y adormecen la conciencia social. El lujo y el dispendio que ostentaban los narcotraficantes inspiraban el espejismo de grandeza que hizo pensar a muchos, que años después habrían de morir enrolados en las bandas, que la riqueza, aunque fuese pasajera, bien se podía conseguir en un viaje de droga a la frontera, en un golpe de suerte. Espejismo de muchos que abrevaba en las circunstancias de pocos: residencias modernas, carros y camionetas flamantes, afamadas fincas, ricos ranchos.

Esos narcotraficantes que empezaron a aparecer con sus coletazos de audacia en los 80 y ya para los noventa tenían sus historias y hazañas esplendorosas, en los primeros años del 2000 los que no mutaron en capos, fueron asesinados. Su dinero y su suerte se esfumaron con la llegada de las bandas. Los que sobrevivieron, unos aún con riqueza, cayeron en traiciones, destierros, secuestros y muertes troces.

Los capos se cebaron en la sangre. No diré de malos porque repetir que a los que matan y secuestran son malosos o sospechosos es como ir justificando cualquier atentado contra vida humana.

¿Dónde abreva el rencor vivo, la maldad pura de los capos? ¿Dónde está el surtidor de irracionalidad, vacío y sinsentido? Bien podemos decir como Rubén Darío: en el hombre hay mala levadura.

El liberalismo, la democracia liberal, el libertarismo llevado a la satisfacción de los deseos individuales más ínfimos, se suspenden ante esta vorágine de pasiones ciegas y pareciera que se esfuman en los aires del desánimo. Los capos, con sus impulsos macabros; los gobernantes, preocupados por la ganancia inmediata son a la hora de estamparse en la moneda avasallante hijos legítimos del individualismo galopante y desbocado que nuestra sociedad actual parece ponderar. Un individualismo que cuando mucho da por pensar nada más en el núcleo primigenio: el cónyuge y los hijos. Cierra las puertas porque las demás cosas suceden en la calle, al vecino. Los lazos comunitarios se rompieron en una sociedad que fragua bajo su mojigatería el egoísmo más recalcitrante: pensar en el yo, que es lo más importante y los demás que se las arreglen como puedan. Aún podemos ver esos lazos entrañables en pequeñas poblaciones que comparten actividades o en grupos que tienen intereses virtuosos afines, grupos que son nada en las grandes ciudades, donde el individualismo hace caminar con el rostro patibulario.

Aunque los capos salieron de las hendiduras de un submundo tan misterioso como irracional, y los gobernantes de escenarios distintos: de buenas familias, con estudios universitarios, del fogueo con políticos duchos en la verbosidad y demagogia comparten el fuego del individualismo mal entendido que implacable, devorador consume el propio seno de donde ha surgido.

Es bueno ser optimista y actuar en ello para no caer en un optimismo ramplón. Hay que esperar el progreso, más bien dicho hay que aprovechar las oportunidades para concretarlo. Como la lamentable desaparición de los 43 que ha indignado a amplios sectores de la sociedad.

Aunque pareciera que el gobierno se resiste a implantar el Estado de Derecho, aunque haya un amplio sector de la sociedad, que montado en el individualismo desbocado, se dirija a la nada; una moneda corrompida y brutal no puede predisponer ni comprar a todos. Los hombres que encarnan la justicia, por muy mala levadura que haya en su simiente, no nada más se encuentran en las páginas de la historia. Ni en cielos inalcanzables. A menudo nos los encontramos en la vida cotidiana y nos sorprenden. De ahí que no todo sea nubarrones, por más que cubran el cielo una década. De esos hombres nacerá el Estado de Derecho que tanto urge a los mexicanos. ̴


@Noeisraelb

noviembre 02, 2014

Rogaciano Dávalos



A Charácuaro yo vengo
a contarles un corrido;
no en balde los entretengo,
a un señor va dirigido:
don Rogaciano es su nombre
y Dávalos su apellido.

El nació en cuna muy pobre,
huérfano de niño quedó;
de arriba Dios la vida obre,
aunque puro y tiesas comió.
“Quiero que un día me sobre”,
dijo, y del pueblo se marchó.

Llegaba el mediodía
y no tenía qué comer.
Era cuando se decía:
“que se acabe el mundo en pan,
para siquiera ese día,
morir lleno morir en paz”.

En México algún trabajo,
en el Norte de bracero,
sin olvidar el atajo
porque volvía certero.
Su mujer, también sus hijos
lo esperaban con esmero.

Un día tal vez cansado
no volvió al extranjero;
se puso a criar su ganado
y a cultivar su potrero.
Y sus hijos, por su lado,
hallaron propio sendero.

Vive tranquilo el ranchero.
Cuando visita Huetamo,
luce su fino sombrero;
aunque una vaca parida,
según costó, yo refiero
que fue buen regalo en vida.

Gusta tomar pero poco
con sus amigos tranquilo.
No tiene miedo tampoco,
la vida pende de un hilo.
Habladores valen poco,
es una verdad de a kilo.

No habla ni se la aperfuma,
de estos versos gusta aprender:
“¡El cuervo con tanta pluma!,
y no se pudo mantener;
el escribano con una
sí mantuvo novia y mujer.

Deporte de mucha gente
fue la pelota tarasca
en toda Tierra Caliente;
en patios de charamasca
fue tirador muy potente
difícil que otro nazca.

Hace un año la creciente
que toda su casa inundó.
Su hijo estuvo al pendiente
y a sus padres nada faltó.
Hoy Rogaciano presente,
platica lo que sucedió:

“Septiembre del año trece,
el río todo se llevó.
Este río crece y crece,
hasta que las casas cubrió.
Por poco desaparece
este pedacito de Dios”.

Vuela paloma del prado,
vuela vuela por el llano;
si ves un perro a su lado,
se trata de Rogaciano,
es que lleva su ganado,
es un ranchero calentano. ̴


octubre 26 2014