abril 30, 2015

Camilo ya no fuma


A un hombre de vicios todos los días se le presentan mil modos para recaer. Pareciera que la voluntad se ha retirado del hombre vicioso. Nada más falta el salto de una idea, un impulso incontrolable para que el vicio se enseñoree. Y cuando hay conciencia del mal, cuando el exceso lleva al filo del precipicio, no faltan las circunstancias y las motivaciones exteriores para recaer. Como si fuésemos las piezas de otros seres que juegan con nuestras pasiones y debilidades, como si el diablo verdaderamente metiera sus cerdas en nuestras copas de vino. Por hablar de un vicio, el alcohol: ¿cuántas veces un parroquiano se promete antes de entrar en la taberna tomarse dos o tres copas y al último sale bien borracho? ¿Cuántas veces se promete tomar poco y termina por beber hasta descubrir que más allá de la euforia no hay nada más que el vacío y el sinsentido?
En los otros días entré en una taberna para tomarme dos litros de cerveza, “¡dos litros nada más!”, me dije ya temiendo que la voluntad me abandonara o que el diablo llegase a mover algunas piezas para disponer todo aquello para una borrachera. Y así me pintó desde el principio. Yo, que soy amigo de tabernas pero poco conocido en ellas, me senté a la barra al lado de un viejo conocido. Él bebía sus copitas de whisky, y yo pedí mi primera cerveza. Hasta aquí no hay nada de particular, platicando los dos, cada quien con su bebida. Sin embargo, el diablo ya había tramado una treta. “¿Sabes quién está por llegar ahorita?”, me preguntó el Topo, que así le dicen a mi conocido. Hundí mi buche, alcé los hombros y le dije que no sabía. “¡Camilo Peñaloza!”, y echó una sonrisa ladina, inspirada por el diablo. Camilo es un amigo mío, es un señor que me dobla la edad. Llevo ocho años de conocerlo, y la conversación, el primer entretenimiento inventado por el hombre que lo enaltece, nos ha acercado a los linderos de la buena amistad. Tomador, charlista de empuje, fumador impenitente, siempre que nos reunimos, por la mucha cerveza y vino que se bebe mientras platicamos, no salgo bien librado. Por eso empecé a platicarles de las muchas trampas que se tienden a los hombres bien intencionados. Cuando el Topo me dijo que Camilo estaba por llegar sentí un natural temor que aquello terminase en francachela. “Ahorita viene, voy por él”, dijo el Topo y salió. Mientras tanto yo me pedí la segunda caguama. Un parroquiano, viendo el lugar que había dejado el Topo, fue a sentarse ahí. Ya estaba algo tomado. Me observó un momento y me dijo: “¿Sabe usted por qué me cambié de lugar? ‒solo se contestó‒, porque aquel señor que está a mi lado le apesta el hocico. Ya me tiene atarantado con su aliento de mortandad”. Le hice un gesto de comprensión. Luego añadió: “…y eso que es contador, no debe ser así, es un profesionista”. Y luego, ya con confianza, me preguntó: “Y usted ¿qué es… licenciado, arquitecto…?” Vaya pregunta difícil de contestar. Hace unos meses trabajé en un despacho contable y cada vez que me preguntaban a qué me dedicaba contestaba bien fácil: “Soy auxiliar contable”. Pero ahora qué podría decir sin dejar de ruborizarme. Pero aquel borracho vio mi turbación y de inmediato se volvió a contestar: “No se preocupe, usted es amigo, es un buen amigo”.
Llegó Camilo. Pasaban ya las siete de la tarde. El Topo recuperó su lugar, y el borrachín que había estado platicando conmigo, volvió al lado del contador de mal aliento. Camilo Peñaloza pudo haber inventado las tabernas pero no las frecuenta tanto. Más bien es tomador en donde hay motivo para iniciar una charla, en el lugar donde encuentra camaradería y cuando hay algo que contar. Su conversación suele tener dos vertientes: la primera, como un cronista oral que da cuenta de las familias criollas de la ciudad, de sucesos, de personajes pintorescos, y algo propio de su generación, la transición de pueblo a ciudad del viejo Pungarabato; y la segunda, sobre sus aficiones y trabajos: futbolero (fue portero del Juventus en la liga regional, y siempre un acalorado chivista), cinéfilo, herrero, farmacéutico, comerciante y, desde hace diez años, gerente de casas de empeño. Su voz es torrencial, estentórea; su plática es clara, contundente, hilarante, a veces con picardía, siempre mordaz. Su plática es de quien tiene buena memoria para aprisionar a las palabras.
Las fuentes de su personalidad están en su padre Prisciliano la Pichanga y en los personajes pintorescos que conoció de niño. Desde muy chico acompañaba a su padre a vender legumbres a las plazas de Coyuca y Tlapehuala. Tal vez de ahí su gusto por la plática viva, la frase chocarrera, pero también los dichos y la sentencia que se escuchan en las plazas populares. Su padre fue un hombre que la tristeza nunca flanqueó. Dicharachero, bebedor, en su casa siempre hubo qué comer, en las primeras décadas de la segunda centuria del siglo xx, años que la miseria y el hambre eran muy notorios por estas tierras. A su hijo Camilo le regalaría de niño, fue por cuestiones de trabajo, un viaje a la ciudad de México, cuando un viaje a la capital era un gran acontecimiento. Luego se retiró de comerciante e invirtió en fierro y echó andar una herrería. Y, como personaje de Las mil y una noches, donde la fortuna cae a los más despreocupados, el fierro subió de precio, y la Pichanga se vio pujante en su negocio.
Su otra fuente, el principal de los personajes pintorescos que conoció fue Ñel Pérez, panadero del pueblo. Cuando lo conoció ya estaba viejo y era tembloroso, vestía manta siempre impecable y con su paliacate amarrado al cuello. Era colorado y de ojos de color. Recuerda que aparecía en las calles con un canasto sobre la cabeza vendiendo pan que él mismo hacía. Era llevado con la gente y se tomaba muy en serio la llevada. Iba por el camino muy abusado por si alguien le decía algo. De pasada, de varias cuadras de distancia, alguien le gritaba: “Ñel, fresco!”. Se paraba, dejaba de despachar si era el caso y contestaba también con voz en cuello: “Hijo de tu puta madre, ve y dile a tu madre que se bañe porque horita voy a ir a cogerla”. Así era por todo el camino, despachaba más mentadas de madre que pan. Él lo admiraba, ahora recuerda, casi era su ídolo.
Tales son las fuentes de la personalidad de Camilo. El altamiranense que voz en cuello soltaba las palabras más impúdicas y disolutas, el llevado, su fuerte no era el albur, era el grito pelado: “¡Hijo de tu puta madre!” “¡Mierda!” “¡Hijo del cocho!” “¡Hijo de la verga!”.
Las nuevas generaciones que desconocen la intención a veces no ofensiva de estas frases, dichas como al aire, como para sí mismo, se avienen mal con ellas y Camilo a menudo se ve envuelto por sus palabras en pequeños desastres y rencillas cotidianas.
Antes de volver al Camilo que está sentado a la barra de la taberna conviene saber que de niño escuchó las prédicas del evangelio, y de joven se hizo allegado de curas, sin embargo en sus años de madurez ha derivado en un agnosticismo entendido en su concepción popular, ni cree y ni descree. También conviene saber que a pesar que de niño escuchaba por la noche historias de espantos y apariciones no cree en fantasmas, ni en el diablo, pero escucha estas historias cuando se ofrece, regaña a quienes las cuentan por creerlas, y por último, él las relata con tanta intensidad como si fuesen de primera mano.
Aquella tarde Camilo había pedido más cervezas. ¡Pobre de mí!. El diablo, gran conocedor de los hombres, y por poco padre de ellos, ya debía haber movido algunas piezas para mi caída. Debo decir que no siempre son caídas, muchas veces he salido triunfante. Ya en el inicio del fragor, Camilo nos lanza una pregunta: “¡Cochos! ¿no han notado nada raro en mí?” El Topo y yo nos fijamos en él. Vestía pantalón de mezclilla y playera de cuello. El borracho que me había hecho plática, y que estaba al pendiente de lo que hablábamos se acercó y, pícaro, le dijo a Camilo: “¿Qué pasó, Camilo? Nosotros te teníamos como muy hombre”. Se rio, dio un giro riéndose, nosotros apenas le respondimos con una sonrisa, y luego se apartó. Camilo siguió sobre su asunto. El Topo por fin le dijo: “Un poco más delgado”, porque Camilo siempre está en lucha con los kilos de más. Ha bajado hasta 30 kilos pero los ha recuperado. Sube de peso, pero luego baja, se mantiene a la raya. “¡Ya no fumo, hijos de la verga!”. Varias veces ha tratado de dejar de fumar pero vuelve a recaer. Sin embargo, esta vez ya no recaerá. Sin caer en el prurito por la idea de una vejez sin sufrimiento, cosa muy común en las personas de nuestras sociedades modernas, que se cuidan en extremo para llegar más allá del dolor y de la muerte, Camilo ha llegado a una verdad: tiene que dejar el placer del sabor del tabaco para, en cambio, seguir disfrutando de los placeres de reposo: la serenidad y el bienestar físico.
Un suceso le ayudó a asirse en esta resolución, y tal suceso fue el germen de este texto. Después que nos dijo que ya no fumaba, me dijo: “Compa, te quería ver para contarte algo que quiero que escribas”. Es la segunda persona que me cuenta algo para que lo escriba. El primero fue Polilo Santamaría, muerto recientemente, que me contó una historia que tal vez nunca escribiré. Yo escribo por intuiciones que me llegan. A veces las ignoro, trato de esquivarlas, pero luego reaparecen, palpitantes para que las escriba. Escribo a sabiendas que no me leería ni mi abuelita, y no porque no supiera leer, sino porque no tendría tiempo para tales cosas. Al escuchar a Camilo de que quería contarme algo para que lo escribiera no dejó menos de asombrarme.
Y aquí va su historia, breve pero que lo ha tocado en el alma.
Muy de mañana o por la tardecita, para el caso da lo mismo; aunque la mañana es hermana de la alegría y la esperanza, y la tarde es austera y triste porque nos recuerda el fin de las cosas. Pero ahora que recuerdo debió haber sido por la tarde, y si no fue por lo menos diré que es la hora ideal de la muerte. Camilo subía las gradas que comienzan en el declive del cerro San Juan. Un hombre, un tanto mayor que él, se le acercó y le posó la palma de su mano en uno de sus hombros:
‒¿Quién se murió ahí? ‒le preguntó aquel hombre señalándole una casucha de las que abundan por esos rumbos.
‒¡Hijo ‘e puta! No lo sé. Yo vengo nada más a caminar ‒le contestó.
‒Pues ahí hay un muerto ‒le dijo aquel hombre como si le fuera en ello algo importante.
Camilo siguió su paso no sin algún desasosiego. Entretuvo sus pensamientos en los alrededores. El aire que corría recordaba los calores duros de esos días, el periodo más crítico de las secas. Vio aquella panorámica con casas y casuchas hechas con retazos de tristeza. Camilo se había encontrado a un par de adolescentes. El hombre que le dio la información no le despegaba la vista. Camilo interceptó a los jóvenes y les preguntó:
‒¿Hay muerto en esa casa?
‒Sí, señor.
‒¿Quién se murió?
‒Nuestra mamá, señor.
‒¿Quién era la madre de ustedes?
‒La taquera que vendía tacos en la avenida.
‒¿Qué le pasó?
‒Un paro cardiaco.
Ya pegados a los sesenta años cualquiera tiene sus muertos, (él ya enterró a sus padres y a dos de sus hermanas), Camilo no es de miedo, descree de cualquier aparición o voces del más allá, Camilo de pronto es impasible, pero en ese rato Camilo se sintió profundamente conmovido: “Me sentí como un animal”. Es la bruma que nos envuelve cuando nos topamos contra lo que no se puede.
Camilo dejará el placer del tabaco para sustituirlo por el placer de la tranquilidad de su casa, por el placer de su mujer y sus hijos. Y la conversación será su mejor paliativo: “Lo siento por mis amigos Edgardo y Noé que siempre que nos reuníamos a tomar luego me pedían cigarros”, Pero estoy seguro que cuando nos reunamos, como buen diablo, nos dirá: “Pero fumen, fumen, porque estos asuntos merecen meditarse y discutirse entre el humo del tabaco”.
Aquella tarde yo había bebido un poco más de dos litros de cerveza, “Camilo, no puedo seguir tomando, me voy”, “Adelante, compa ‒me contestó‒, luego nos vemos”. Esa tarde salí avante de las tretas del diablo. Agarré camino a mi casa para escribir este texto. ~


Nota: “No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer”. Epicuro “Panegirista de los ‘placeres en reposo’ (la serenidad y el bienestar físico), advirtió que sin ellos nadie puede disfrutar tampoco de los placeres en activo, es decir las arrebatadas alegrías del cuerpo y el alma”. Citado por Enrique Serna. “Placeres en reposo”. Letras Libres. Marzo 2015.

@Noeisraelb
  

abril 09, 2015

Desaparecido


Miguel Ángel Leonides Jaimes, un profesor de Ajuchitlán, desapareció camino a Chilpancingo.  Seis meses después, cuando ya sus restos descansaban en una fosa común, sus familiares dieron con él después de días duros de cargar con un familiar desaparecido.



El primer secuestro lo sufrió en carretera a la altura de la población Villa Nicolás. Iba en su primer carro que tuvo y que compró en cuarenta y cinco mil pesos. Lo llevaron a un camino de canal de riego, lo ataron de pies y manos, pero para su suerte los hombres que lo agarraron se descuidaron y ‒dice su padre‒: “Diosito lo ayudó para desamarrarse y huir”. La segunda vez que lo secuestraron fue en la carretera a Tlalchapa. Regresaba a ciudad Altamirano en un carro Jetta después de un mitin político. En esa ocasión también lo ataron de pies y manos, lo vejaron y lo golpearon. Los hombres que lo “levantaron” desaparecieron con el automóvil. Miguel Ángel Leonides Jaimes sobrevivió y después localizó su carro pero ya nada más el puro cascarón. Desanimado y turbado profundamente volvió a su casa a Ajuchitlán y dijo que no se volvería a comprar otro carro. Su padre dio gracias a Dios que sobrevivió a tal suceso. Miguel Ángel era profesor de escuela telesecundaria. Impartió clases en distintas poblaciones de Tierra Caliente. Había estudiado la licenciatura en Derecho en Chilpancingo en la Universidad Autónoma de Guerrero UAGro, donde terminó en el 2006. Estuvo un tiempo en esa ciudad trabajando en alguna dependencia gubernamental. Pero alguien le ofreció una plaza para profesor de telesecundaria y aceptó. Regresaría a su tierra natal: Ajuchtlán del Progreso.

      En el 2009 Miguel Ángel estaba nuevamente en la región de Tierra Caliente. En su pueblo se le reconsideró como el Profe. Era un hombre activo y ávido por salir adelante. En realidad estuvo más de diez años fuera de su pueblo porque en el 98 se había ido a ciudad Altamirano a estudiar la preparatoria No. 8 incorporada a la UAGro. De madre cocinera, que atendía un puesto de comida; de padre campesino y artesano de velas de cera que casi ya no se fabrican, Miguel Ángel presentó sus credenciales: no era alumno de excelentes calificaciones, pero sí un alumno que mantenía sus créditos pese a trabajar por las tardes y noches. No fue un alumno de dieces pero sí un alumno analítico y crítico que bien podía prender una discusión teórica con algún profesor corroído por la costumbre y la repetición. Miguel Ángel fue del número de los hombres que progresaron desde abajo, de la nada. Cuando apenas cursaba el primer año de la prepa, sus padres en viaje a Coronilla, una población de la sierra, que iban al santuario de la virgen que se encuentra en ese lugar, sufrieron un accidente y su madre falleció. Sin embargo, él terminó la prepa, se fue a Chilpancingo, se recibió de licenciado, se compró sus carritos, construyó y amplio modestamente la casa de su padre. Ahora dice este señor, don Zacarías Leonides: “La casa de mi hijo”. Casa de concreto de dos cuartos y un amplio corredor, una parte con losa y la otra con techo de láminas de zinc. Con sus treinta años, Miguel Ángel estaba saboreando la vida de un sueldo seguro, toda la vida estaba por delante.

      Seis meses antes de su tercer secuestro había hecho un viaje a California para ver a sus hermanos y familiares que habían emigrado de mojados. Las fotos que se sacó allá demuestran la alegría de la vida y del encuentro, el júbilo por andar en caminos y ciudades distintas. Un viaje que pareciera que le hubiera dicho: “Disfruta porque en seis meses las cosas se van a poner mal”.

       En junio de 2013 era profesor en el pueblo de San Miguelito perteneciente a San Miguel Totolapan. Tenía que hacer un viaje a Chilpancingo por trámites de la escuela. Como no tenía carro, esos viajes los solía hacer transbordando taxis y en transporte público. Salió el 21 de junio. Avisó a unas hermanas que vivían en Chilpancingo que se dirigía para allá. Pero no llegó y no volvió a llamar. Supieron de él porque les marcaron y una voz les dijo que tenían secuestrado a Miguel Ángel, que “esta vez no se nos escapa”, y les pidieron cien mil pesos como rescate para liberarlo. Zacarías Leonides, padre de Miguel Ángel, recibió la noticia. Cuenta que se pusieron a pedir cooperación en el pueblo, a pedir prestado y como quiera pudieron juntar la cantidad. Aunque les parecía poco dinero porque sabían de otros secuestros donde pedían cientos y hasta millones, se pusieron a esperar la llamada que les diera la instrucción de a dónde tenían que dejar el rescate.
Altar de Miguel Ángel Leonides Jaimes

Zacarías Leonides es un hombre que está en la vejez, es difícil calcularle la edad por su piel cobriza y porque nunca se despoja de su sombrero. Es bajo y redondo. Su sombrero de astilla y su camisa guayabera manga larga le dan la estampa del calentano criollo. Su tono de piel trigueño es cobrizo recalcitrante, típico de la gente que vive bajo los soles inclementes de esta tierra. Sus ojos son grandes y tristes cuando habla de su hijo Miguel Ángel, pero su compostura es maciza: para desplazarse en el pueblo lo hace en una bicicleta. Con un tono de voz parejo, con pocos ademanes y cuarteada su memoria platica que ni sus hijas que estaban en Chilpancingo y que nadie más recibió la llamada para reclamar el rescate. Fueron días duros por cargar con un desaparecido. El señor no entiende por qué su hijo fue a terminar así: “Él era un muchacho bueno”, “un profesor activo”, “muchos lo recuerdan y hasta lloran”. Será para siempre un misterio el lugar donde lo secuestraron por tercera vez, quiénes y por qué lo mataron. No presentaba golpes ni heridas. Todo parece indicar que lo asfixiaron.

      Su padre esperaba que su hijo regresara como las otras veces lo hizo. Pero pasaron los meses y nada se supo de Miguel Ángel. Don Zacarías platica tranquilo, alza su mano para apenas remover su sombrero sin quitárselo a pesar que llevamos buen rato sentados bajo la sombra, en el interior de su zaguán donde cuelga las velas de cera que fabrica y que están envueltas en papel de estraza listas para la venta. No se acuerda de muchas cosas y maltrata a su memoria. No se acuerda si fue en febrero o marzo del 2014 cuando el licenciado que andaba investigando el paradero de Miguel Ángel les dijo que en el Servicio Médico Forence (SEMEFO) de Chilpancingo había un expediente de un muerto que había sido encontrado en un paraje de la carretera a Tlapa “¿el 22?” “¿o el 23 de junio?” (otra vez don Zacarías se impacienta que su memoria se quiebre). La información de ese muerto coincidía en mucho con la de su hijo. Entonces fue a Chilpancingo, aquel cuerpo ya lo habían echado a la fosa común junto con otros 13 muertos. Lo desenterraron. Hicieron una prueba de ADN y el resultado coincidió en un 90%. Era su hijo. De los catorce que habían echado a la fosa común Miguel Ángel había ocupado el escalafón último, así es que tuvieron que sacar todas las cajas para sacar la suya. Los que les entregaron los restos les recomendaron no abrir la caja. Lo trajeron a Ajuchitlán, y don Zacarías, señalando el patio, dice que ahí fue tendido y velado según la costumbre. Pero se arrepiente de no haber abierto la caja: “¿Qué me podía pasar?, era mi hijo, así lo hubiera reconocido bien”. Pero no abrió la caja, en el trajín del velorio no le dio por pensar eso. Sigue contando: “Una comadre de mi hijo me dijo, ‘usted no abrió la caja, hay una posibilidad que ese muerto no sea mi compadre’. Por eso no pierdo las esperanzas que mi hijo vuelva un día”.
Don Zacarías Leonides

El altar de la casa, que está en el corredor, tiene en el centro un cuadro con la fotografía de Miguel Ángel, juvenil y risueño, y a lado derecho un cuadro con el retrato de su madre muerta hacía 15 años. Los dos cuadros adornados con collares de flores de cempasúchil. Don Zacarías sale del corredor con toda la carga de sus recuerdos que torturan su memoria fracturada. Dice que tiene que salir a una reunión para recibir su apoyo de “65 y más”. Traspasa el zaguán y monta en su bicicleta y se pierde en una calle sin pavimento, entre casas de hombres que llevan la vida entre mil fuerzas y ocupaciones. Rumbos a donde Miguel Ángel Leonides Jaimes ya no volvió con vida. □