julio 31, 2019

Espejo cotidiano




En una esquina del mercado “Lázaro Cárdenas”, a la buena hora de las ocho de la mañana, en medio del tráfico y del trasiego de tricicleros, dos hombres lidiaban con sus destinos. El primero es José Mula Chacón, hombre pasado de los sesenta que vive de la mendicidad. Carga consigo una carpeta con certificados médicos falsos y recetas hechizas para pedir por la salud de ese hijo, de ese hermano o de esa “su mujer”, que cayeron bajo triste fortuna y que no tienen ningún peso para pagar y comprar la medicina. Su vida empieza temprano, a primera hora, cuando se persigna y pide que sea un día de caridad. El segundo es Genovevo Rodríguez y Rodríguez, también anciano, más viejo que el primero. Desde la madrugada grande se dedica a triciclero. Así es que a las nueve de la mañana, ya trae en su bolsa dinero para un kilo de longaniza, un kilo de carne, una bolsa de chiles y jitomates; sin embargo, no compra nada de esto; acaso un atole con dos gorditas para no andar a ráiz. Después de las diez, si está libre de achaques, se dedica a beber en la taberna de estos tiempos: el Mudelorama, trasunto voraz de la marca Modelorama. Ahí es conocido como el Profesor. Un profesor jubilado. Saca una credencial que conserva de sus buenos tiempos donde luce joven e institucional y nadie duda del Profe. Profesor de secundaria, de las materias de inglés, de civismo, de historia… El Profesor ha desarrollado esa enfermedad llamada alcoholismo.
El primer golpe que planeaba dar José Mula Chacón era robarse una cocacola de la tienda de abarrotes de la esquina del mercado. Mañas le sobran. Todos los días puede robar una coquita. Sus padres en alguna perdida mañana de azucena pensaron para él una vida esplendorosa. Soñaron con los ojos abiertos un destino venturoso para su hijo: que fuera un hombre de bien, que no llegara a timar a nadie. Él mismo tuvo ese sueño y lo trató de hacer realidad. Desde párvulo trabajó como cual más. El recuerdo de su piel fuerte y brillosa en el ring lo persigue. Fue una celebridad en las clandestinas ligas del boxeo. Desde allí sus labios abultados, belfos maltratados por la resequedad, la pobreza y la desventura. A sus sesenta y cinco años, buscando asaltar la caridad, más que un boxeador derrotado, da la impresión de un camello, que en medio del desierto, va con rumbo al destierro. Hasta hace algunos años le gustaba platicar de la brillantez de su paso fugaz por el boxeo. Ahora esa etapa de su vida ha quedado relegada en su memoria, en espera, acaso, para último ungüento de extremaunción el día que la muerte lo invite a partir. Pero ahora está muy ocupado como para caer en las trampas de la nostalgia. Camino al mercado, siente el deseo imperioso del escurrir del refresco por su gaznate.
Genovevo Rodríguez y Rodríguez ya lleva dinero para estar en paz todo el día en el Mudelorama. Ahí contará a los parroquianos que él conoce los troncos de las familias viejas de la ciudad. Platicará de toda una vida en la Ciudad de México. Nadie duda eso de “Profe”, de caídos están llenas las plazas; pero ya beodo, empieza a desvariar. Su pensión llega puntual, viste desangelado, pero presume que en Navidad estrena cambia de ropa y zapatos. No es hablantín como pudiera pensarse. Deja que su interlocutor platique, más aún él mismo gusta de hacer preguntas. El Profe se ríe, echa una risita llena de picardía. Dirá que él es de los Rodríguez ricos, los Rodríguez de grandes comercios, los Rodríguez encumbrados en la burocracia; su mirada se va a lo lejos, sus ojos brillan, él es pobre, su espalda atortugada se levanta soberbia: “¡Pero que yo les vaya a pedir algo… ni por pienso!” Los ojos chispeantes reflejan coraje, luego ríe el muy pícaro. De él no se sabe si tuvo mujer e hijos. Todo indica, por el peso de sus espaldas, por su mirada apenas alzada, que vive solo.
José Mula Chacón sí tiene su mujer y un hijo. Este era su primor. También él soñó un porvenir de azucena para su hijo. Pero el muchacho nunca dio muestras de inteligencia. No le interesaron ni los guantes. Luego se fue a vivir con una mujer en un cuarto de renta. Y de ahí empeoró. El muchacho se agüeró como los huevos que no logran empollarse. Mula dice que esa malvada mujer, “mujer de la calle”, un brebaje le dio, un hechizo le hizo. “Dios lo socorra todos los días, dice Mula, siquiera es un buen cargador de fémures y cuadriles de res en el mercado.”
Todas las mañanas sale del cuarto de vecindad con su mujer. Se separan pasando unas cuadras. Él se va lejos, agarra rumbos lejanos. Su mujer se queda en la plaza de armas. Ahí, si agarra cliente, la mujer se echa sus volados. Las horas de espera son largas. Y ella necesita echarse una cocacola de vidrio. Es una guacha a lado de Mula Chacón. A pesar que ella ahorita anda en los cincuenta, para él es una guacha. Se la llevó cuando ella tenía 15 años. Esto de echarse los volados no siempre lo hacía. Después que desarrolló “la azúcar” y “la presión” su cuerpo se descompensó y se descompuso. De gorda y bombacha, quedó una cáscara que apenas logra llenar los pantalones de licra que se pone para llamar la atención de los hombres otoñales que buscan una brizna de placer en la forja de la lujuria. No les cobra caro. Ella sabe entender cómo el dinero escasea. Mula le quiso enseñar la mendicidad, pero resultó que a ella no le gustó eso de andar echando tamañas mentiras. Mejor, sentadita en las jardineras de la plaza de armas, espera sus voladitos.
Esa mañana, José Mula Chacón fue sorprendido en flagrancia cuando robó la cocacola. Fue visto por el hermano del dueño de la tienda cuando se la echaba en la bolsa. Era una coquita de trescientos cincuenta y cinco mililitros. Alcanzó a caminar hasta la mitad de la calle.
―Devuelva lo que se embolsó ―gritó el celoso y abusado comerciante, quien le dio alcance.
―No traigo nada, hermanito ―contestó el inculpado, lleno de miedo, como si fuera la primera vez que robara.
―Devuelva al refrigerador lo que se robó, anciano imbécil ―le volvió a gritar. El hombre no se le puso de frente, sino de perfil, alistándose para darle un tremendo descontón.
Mula, quien ya no recuerda nada de su gloria de boxeador, ratero toda la vida, quería que la tierra si abriera y se lo tragara en medio de aquel mundo que observaba. Por fin sacó la botellita y se dirigió a depositarla de donde la había agarrado.
Genovevo Rodríguez y Rodríguez, en la contraesquina, montado en su triciclo, vio todo hasta que Mula se perdió en la multitud. Vio la escena como un espejo cotidiano e hiriente. Luego el mundo volvió a su barullo: la acera estaba llena de gente que iba y venía; abajo de la banqueta, un puesto de tamales y atoles; luego, una camioneta nuevecita estacionada que obstaculizaba el flujo. Genovevo esperaba para acortar en sentido contrario. Al fin pudo, y, al pasar cerca del chofer de la camioneta, hombre de media vida, le gritó:
―¡Muévete, pendejo!
―¿Qué dijiste, anciano imbécil? ―contestó el hombre de la camioneta, ya abajo; y Genovevo, pedaleando con más fuerza, le volvió a gritar:
―¡Que te muevas, pendejo!
El hombre como que lo reconoció o aplacó su furor, y se volvió a subir. Genovevo Rodríguez y Rodríguez platicará en la taberna del Mudelorama de este individuo:
―Lo conozco. Viene saliendo mi sobrino. Ha medrado en el ayuntamiento. Dígame, ¿cómo de su sueldo va a sacar para comprarse una camioneta de agencia? ¡Así son mis familiares ricos!
Y beberá todo el mediodía. Y con sus ojos sedientos platicará con maledicencia y se reirá pícaramente hasta que el sueño lo doble.

Ilustración: obra del escultor Juan Muñoz (Torregrosa, 1953-2001)