En
una esquina del mercado “Lázaro Cárdenas”, a la buena hora de las ocho de la
mañana, en medio del tráfico y del trasiego de tricicleros, dos hombres
lidiaban con sus destinos. El primero es José Mula Chacón, hombre pasado de los
sesenta que vive de la mendicidad. Carga consigo una carpeta con certificados
médicos falsos y recetas hechizas para pedir por la salud de ese hijo, de ese
hermano o de esa “su mujer”, que cayeron bajo triste fortuna y que no tienen
ningún peso para pagar y comprar la medicina. Su vida empieza temprano, a
primera hora, cuando se persigna y pide que sea un día de caridad. El segundo
es Genovevo Rodríguez y Rodríguez, también anciano, más viejo que el primero.
Desde la madrugada grande se dedica a triciclero. Así es que a las nueve de la
mañana, ya trae en su bolsa dinero para un kilo de longaniza, un kilo de carne,
una bolsa de chiles y jitomates; sin embargo, no compra nada de esto; acaso un
atole con dos gorditas para no andar a ráiz.
Después de las diez, si está libre de achaques, se dedica a beber en la taberna
de estos tiempos: el Mudelorama, trasunto voraz de la marca Modelorama. Ahí es
conocido como el Profesor. Un
profesor jubilado. Saca una credencial que conserva de sus buenos tiempos donde
luce joven e institucional y nadie duda del Profe.
Profesor de secundaria, de las materias de inglés, de civismo, de historia… El Profesor ha desarrollado esa enfermedad
llamada alcoholismo.
El
primer golpe que planeaba dar José Mula Chacón era robarse una cocacola de la
tienda de abarrotes de la esquina del mercado. Mañas le sobran. Todos los días
puede robar una coquita. Sus padres en alguna perdida mañana de azucena
pensaron para él una vida esplendorosa. Soñaron con los ojos abiertos un
destino venturoso para su hijo: que fuera un hombre de bien, que no llegara a
timar a nadie. Él mismo tuvo ese sueño y lo trató de hacer realidad. Desde
párvulo trabajó como cual más. El recuerdo de su piel fuerte y brillosa en el
ring lo persigue. Fue una celebridad en las clandestinas ligas del boxeo. Desde
allí sus labios abultados, belfos maltratados por la resequedad, la pobreza y
la desventura. A sus sesenta y cinco años, buscando asaltar la caridad, más que
un boxeador derrotado, da la impresión de un camello, que en medio del
desierto, va con rumbo al destierro. Hasta hace algunos años le gustaba
platicar de la brillantez de su paso fugaz por el boxeo. Ahora esa etapa de su
vida ha quedado relegada en su memoria, en espera, acaso, para último ungüento
de extremaunción el día que la muerte lo invite a partir. Pero ahora está muy
ocupado como para caer en las trampas de la nostalgia. Camino al mercado, siente
el deseo imperioso del escurrir del refresco por su gaznate.
Genovevo
Rodríguez y Rodríguez ya lleva dinero para estar en paz todo el día en el
Mudelorama. Ahí contará a los parroquianos que él conoce los troncos de las
familias viejas de la ciudad. Platicará de toda una vida en la Ciudad de
México. Nadie duda eso de “Profe”, de caídos están llenas las plazas; pero ya
beodo, empieza a desvariar. Su pensión llega puntual, viste desangelado, pero
presume que en Navidad estrena cambia de ropa y zapatos. No es hablantín como
pudiera pensarse. Deja que su interlocutor platique, más aún él mismo gusta de
hacer preguntas. El Profe se ríe,
echa una risita llena de picardía. Dirá que él es de los Rodríguez ricos, los Rodríguez
de grandes comercios, los Rodríguez encumbrados en la burocracia; su mirada se
va a lo lejos, sus ojos brillan, él es pobre, su espalda atortugada se levanta
soberbia: “¡Pero que yo les vaya a pedir algo… ni por pienso!” Los ojos chispeantes
reflejan coraje, luego ríe el muy pícaro. De él no se sabe si tuvo mujer e hijos.
Todo indica, por el peso de sus espaldas, por su mirada apenas alzada, que vive
solo.
José
Mula Chacón sí tiene su mujer y un hijo. Este era su primor. También él soñó un
porvenir de azucena para su hijo. Pero el muchacho nunca dio muestras de
inteligencia. No le interesaron ni los guantes. Luego se fue a vivir con una
mujer en un cuarto de renta. Y de ahí empeoró. El muchacho se agüeró como los
huevos que no logran empollarse. Mula dice que esa malvada mujer, “mujer de la
calle”, un brebaje le dio, un hechizo le hizo. “Dios lo socorra todos los días,
dice Mula, siquiera es un buen cargador de fémures y cuadriles de res en el
mercado.”
Todas
las mañanas sale del cuarto de vecindad con su mujer. Se separan pasando unas
cuadras. Él se va lejos, agarra rumbos lejanos. Su mujer se queda en la plaza
de armas. Ahí, si agarra cliente, la mujer se echa sus volados. Las horas de
espera son largas. Y ella necesita echarse una cocacola de vidrio. Es una guacha a lado de Mula Chacón. A pesar
que ella ahorita anda en los cincuenta, para él es una guacha. Se la llevó cuando ella tenía 15 años. Esto de echarse los
volados no siempre lo hacía. Después que desarrolló “la azúcar” y “la presión”
su cuerpo se descompensó y se descompuso. De gorda y bombacha, quedó una cáscara
que apenas logra llenar los pantalones de licra que se pone para llamar la
atención de los hombres otoñales que buscan una brizna de placer en la forja de
la lujuria. No les cobra caro. Ella sabe entender cómo el dinero escasea. Mula
le quiso enseñar la mendicidad, pero resultó que a ella no le gustó eso de
andar echando tamañas mentiras. Mejor, sentadita en las jardineras de la plaza
de armas, espera sus voladitos.
Esa
mañana, José Mula Chacón fue sorprendido en flagrancia cuando robó la cocacola.
Fue visto por el hermano del dueño de la tienda cuando se la echaba en la
bolsa. Era una coquita de trescientos cincuenta y cinco mililitros. Alcanzó a
caminar hasta la mitad de la calle.
―Devuelva
lo que se embolsó ―gritó el celoso y abusado comerciante, quien le dio alcance.
―No
traigo nada, hermanito ―contestó el inculpado, lleno de miedo, como si fuera la
primera vez que robara.
―Devuelva
al refrigerador lo que se robó, anciano imbécil ―le volvió a gritar. El hombre
no se le puso de frente, sino de perfil, alistándose para darle un tremendo descontón.
Mula,
quien ya no recuerda nada de su gloria de boxeador, ratero toda la vida, quería
que la tierra si abriera y se lo tragara en medio de aquel mundo que observaba.
Por fin sacó la botellita y se dirigió a depositarla de donde la había
agarrado.
Genovevo
Rodríguez y Rodríguez, en la contraesquina, montado en su triciclo, vio todo
hasta que Mula se perdió en la multitud. Vio la escena como un espejo cotidiano
e hiriente. Luego el mundo volvió a su barullo: la acera estaba llena de gente
que iba y venía; abajo de la banqueta, un puesto de tamales y atoles; luego,
una camioneta nuevecita estacionada que obstaculizaba el flujo. Genovevo
esperaba para acortar en sentido contrario. Al fin pudo, y, al pasar cerca del
chofer de la camioneta, hombre de media vida, le gritó:
―¡Muévete,
pendejo!
―¿Qué
dijiste, anciano imbécil? ―contestó el hombre de la camioneta, ya abajo; y
Genovevo, pedaleando con más fuerza, le volvió a gritar:
―¡Que
te muevas, pendejo!
El
hombre como que lo reconoció o aplacó su furor, y se volvió a subir. Genovevo
Rodríguez y Rodríguez platicará en la taberna del Mudelorama de este individuo:
―Lo
conozco. Viene saliendo mi sobrino. Ha medrado en el ayuntamiento. Dígame, ¿cómo
de su sueldo va a sacar para comprarse una camioneta de agencia? ¡Así son mis
familiares ricos!
Y
beberá todo el mediodía. Y con sus ojos sedientos platicará con maledicencia y se
reirá pícaramente hasta que el sueño lo doble.