noviembre 13, 2015

Dos anécdotas de desprecio a la lectura y una lamentación



Hace algún tiempo, en la avenida principal de mi ciudad, mientras caminaba o esperaba a alguien, me interceptaron tres jóvenes: el mayor de ellos no pasaba los 23, y el menor era un muchachillo de 13; bien vestiditos, con portafolios cada uno, y uno de ellos bien entrenado para hablar de sus cosas. Eran Testigos de Jehová. Yo, que en otras ocasiones les recibo sus revistas y folletos, y aunque leyendo de soslayo, me doy cuenta de sus afanes contradictorios, sus trampas verbales, sus enmarañadas buenas intenciones, en esa ocasión no dejé ni siquiera que el mediano de los muchachos me abordara con sus preguntas recurrentes del cataclismo final. “A unas cuadras de aquí –les dije, ya algo iracundo- está la biblioteca municipal. ¡Vayan a leer ahí la Biblia, pero también a los Clásicos; vayan a liberarse y a conocerse a ustedes mismo! (que es el punto de libertad más estimado a donde puede llevar la literatura, esto no se los dije)”. El mayor de ellos, tranquilo, hábil, queriendo dominar la situación con una sonrisa de oreja a oreja (quien sabe si fingida, pero sí algo burlona), me dijo: “Lo hacemos, caballero; dígame ¿de qué tema quiere que hablemos?” El diablo también nos hace hablar educadamente y con buenas intenciones. Si el diablo está en contra de algo después de Dios es contra el arte.