Hace
algún tiempo, en la avenida principal de mi ciudad, mientras caminaba o
esperaba a alguien, me interceptaron tres jóvenes: el mayor de ellos no pasaba
los 23, y el menor era un muchachillo de 13; bien vestiditos, con portafolios
cada uno, y uno de ellos bien entrenado para hablar de sus cosas. Eran Testigos
de Jehová. Yo, que en otras ocasiones les recibo sus revistas y folletos, y
aunque leyendo de soslayo, me doy cuenta de sus afanes contradictorios, sus
trampas verbales, sus enmarañadas buenas intenciones, en esa ocasión no dejé ni
siquiera que el mediano de los muchachos me abordara con sus preguntas
recurrentes del cataclismo final. “A unas cuadras de aquí –les dije, ya algo
iracundo- está la biblioteca municipal. ¡Vayan a leer ahí la Biblia, pero
también a los Clásicos; vayan a liberarse y a conocerse a ustedes mismo! (que
es el punto de libertad más estimado a donde puede llevar la literatura, esto
no se los dije)”. El mayor de ellos, tranquilo, hábil, queriendo dominar la
situación con una sonrisa de oreja a oreja (quien sabe si fingida, pero sí algo
burlona), me dijo: “Lo hacemos, caballero; dígame ¿de qué tema quiere que
hablemos?” El diablo también nos hace hablar educadamente y con buenas
intenciones. Si el diablo está en contra de algo después de Dios es contra el
arte.