abril 20, 2021

La Virgen María en advocación de Modesta Ayala


Un hombre pobre vaga errante lejos de su patria. Su vestimenta y su calzado no mienten de tiempos de penuria. Es un paria. Es un desterrado hijo de Eva. Entonces a su miseria y sed aparece en el camino un ojo de agua, una mujer, una fuente que le volverá la fe y la esperanza.

Este es el argumento de la canción “Modesta Ayala”, cuyo personaje femenino, una aparición que solo la fe y el amor pueden comprender, le dice al pasajero que anda “errante y como misionero” en las calles de la ciudad de Iguala en un día de 1903 ó 1904, que se dirija a Tetecala, su tierra. Ahí, le promete, ella verá por él.

En efecto, el hombre se dirige en su búsqueda. Y en aquel pueblo, por gracia de Modesta Ayala, la vida le cambia: encuentra trabajo y un lugar donde establecerse.

Poco después este hombre movido por la gratitud bien podía decir: “Aquel día mi vida cambió gracias a la Virgen María en advocación de Modesta Ayala.” No es blasfemia. El desenlace de la canción me dará razón.

La vida, guiada por la fortuna y atravesada por la circunstancia está llena de actos inexplicables, de experiencias místicas. Los testimonios de los milagros de la Virgen María en todas sus advocaciones son un ejemplo. A todos nos llega la historia de aquella persona que estando en algún peligro, en algún paraje umbroso del alma o en la adversidad aplastante de la enfermedad, una mujer aparece casualmente y con su sola presencia o con sus palabras da el norte, el remedio para que la vida fluya.

No es de extrañar que en los pueblos donde hay un santuario de alguna Virgen lleguen personas en busca de una mujer que les ayudó a salir de algún peligroso atolladero. No llevan dirección porque la mujer, desinteresada, no quiso darla. Y ante la insistencia nada más soltó el nombre de su pueblo y algunas señas de su casa. Pero aquellas personas no paran en su búsqueda. Le deben la curación de su cuerpo. Recorren el pueblo y los alrededores y no dan con ella. Parece imposible encontrar a alguien con esas referencias vagas. Pero las personas insisten que, en mirándola, la reconocerán de inmediato. Entonces, ya cansados o por casualidad, entran en la iglesia del lugar, y las referencias vagas de pronto se vuelven evidencias: Las paredes de mi casa están cubiertas de platos. Frente a mi casa está la única palma real que hay en el pueblo. Y ya en el altar, extasiados, caen de hinojos y reconocen a la enfermera, a la auxiliadora, que en cuyas manos y palabras hallaron curación.

Un día al escuchar la canción “Modesta Ayala”, interpretada por los Hermanos Záizar, sospeché que tal personaje, “Esa joven tan linda y hermosa”, no era más que la Virgen que se apareció para socorrer al hombre menesteroso. Amorosa y caritativa, mujer cuya sola presencia da alegría a la vista, es fuente de vida y  esperanza para el solitario desfallecido. “Modesta Ayala” es un canto popular que durante más de un siglo, el mexicano, en su ánimo de desterrado y en su pobre y triste condición humana le hace incesante coro.

De vuelta a la historia de la canción, Modesta Ayala, cumplida su misión, y antes de que suban los humos mundanos del hombre, pura y casta, se esfuma. Antes que el pasajero que socorrió le declare sus amores, ella, noble y religiosamente, desaparece:

“Con tres días que estuve en su casa

esa joven perdió su existencia.

Para que hubiera sido mi esposa

Dios inmenso no dio su licencia.”

 

 


Vicenta

Afuera debe estar el aire fresco que en lo alto mueve las ramas de la cahuinga del camino y las hojas de los cueramos del patio. Y más arriba las nubes cargadas de los aguaceros que hacen falta por caer. Y más arriba el cielo gris, el cielo marchito… 



 

Aquí estoy dentro de esta caja de muerto. Es una tarde tierna de septiembre, si es que el tiempo no ha desbarajustado mi memoria. Pero del día que me sacaron de mi casa a curar no deben haber transcurridos tantos… Y fue un día de septiembre. Afuera debe estar el aire fresco que en lo alto mueve las ramas de la cahuinga del camino y las hojas de los cueramos del patio. Y más arriba las nubes cargadas de los aguaceros que hacen falta por caer. Y más arriba el cielo gris, el cielo marchito… Acá abajo también debe haber corazones tristes. Escucho los primeros rezos para prender el luto… Yo estoy tranquila, acabo de salir como de un sopor de sueño interrumpido. Y desde ahí se me ha aguzado el sentido. Nada más no puedo mover mi cuerpo. Por un rato sentí que estaba encerrada en mi cuarto. Con llave y con tranca. Al cuidado de que no se acercara Margarito, mi pobre ruco que debe estar triste. Debe estar acarreando las maderas para hacer mi sepulcro. Debe estar tomando mezcal. Parece que lo estoy viendo… Me arrejunté con él cuando yo tenía los 15. Nunca he hablado como ahora, impulsada por la franqueza. Yo siempre oprimí mis palabras. Él venía no sé de cuantos vicios y de cuantas mujeres. Ya era grande el señor, y yo una muchacha que se quedaba pensativa y que nadie podía sacar del ensimismamiento. Nada más mi hijo Jorge, porque ya tenía yo un hijo. Yo decía entre mí que adónde iría a dar con mi hijo de brazos. Y en mi casa, mi madre y mis hermanos mirándome con coraje y diciéndome no sé cuántas maldiciones que tenía que cumplir. Yo tuve una cara larga, la boca chueca y un párpado caído. Y muchos decían que tenía chueco el entendimiento. Pero esto es mentira, si bien Dios no me dio la inteligencia de otros, para mis cosas nunca me faltó el buen sentido. Luego muchas personas dijeron que cómo no debía estar yo loca si me había huido con ese Margarito que tenía fama de que también no estaba en sus cabales. Yo tuve mis razones para dejarme engatusar de ese hombrecito. Le di dos hijas. Y cuando me llegó la menopausia le cerré mi cuarto con el candado y con la tranca. Entonces él echaba sus rondines todas las noches para sorprenderme en la hora en que salía a tomar agua o a hacer de los orines. Pero yo me las ingeniaba para que esto no ocurriera… Ya para el amanecer pegaba mi oreja en la puerta para saber cuándo se retiraba y entonces yo me preparaba para salir. Eso quise hacer hace rato. Pensé que estaba encerrada en mi cuarto. Temerosa de la salacidad del hombre. Escuché pasos que iban y venían, trozos de pláticas aprisionados por el aire lívido del corredor. Traté de levantar mi cuerpo pero no pude. Entonces volteé a los lados y todo era oscuridad. No pude ver ni la palma de mi mano y entonces supe que estoy muerta en esta caja de muerto.