Una
biblioteca es un lugar que nos puede ayudar a no sucumbir. Para medir el quilataje de una ciudad debe empezarse por revisar los estantes de su
biblioteca. Oír el silencio que la resguarda. Ver el techo lo suficientemente
alto para que las ideas salten y vaguen figurándose que lo hacen en la bóveda
celeste. Ver el catálogo de libros que se han fraguado en la tradición de los
clásicos y el estudio de las ciencias liberales. Contagiarse del espíritu que
no se conforma con lo terrestre y lo material.
Cuando
una biblioteca cierra, cuando sus libros son destruidos o dispersados por
desidia, cuando una biblioteca está en manos de personas, no digamos que no le
tienen amor a los libros, sino que no entienden y no se explican cómo puede haber un espacio con
libros arrumbados y amontonados, pudiendo ocuparse ese espacio para otras cosas
más entretenidas o productivas; cuando lo anterior sucede, el mundo se detiene,
el día se oscurece, y no hay inteligencia, ni sensibilidad que ayude al hombre
en su paso atroz. No sabe que hay algo más allá de la cotidianidad, algo que permite
desterrar el aburrimiento: el libro, un instrumento que nos permite enchanchar
la imaginación para enfrentar nuestra realidad.