agosto 31, 2019

El crimen de los birrieros




La señora Domitila Damasceno hubiera sido la mujer más rica. Vendía birria y ¡vaya que vendía cantidades que le dejaban buenas ganancias! Fue, digamos, de las pioneras de esto de vender tacos de birria. Y no nos referimos a la tortilla con su ración en medio, sino al platillo, con su salsa “pico de gallo” y su buen bonche de tortillas. “Vamos a echar un taco de birria”, se decía y se dice todavía.
Ella empezó como ayudante de las viejas tortilleras, las mujeres que vendían en la plaza tortillas echadas a mano; pero con la llegada y expansión de las tortillerías, aquellas tuvieron que buscar otros modos de mantenerse antes de perderse en los tiznados vericuetos de la miseria.
Domitila, al parejo de otras mujeres, empezaron a vender birria. Y a todas les iba bien, pero no había tacos como los de doña Tila. Los vendía a montones. Guiada por su buena estrella atendía todos los días su puesto. Y todo iba en dirección para que acumulara dinero hasta para sus nietos.
Cuando construyeron el mercado nuevo, como ella instalaba su puesto en la acera del callejón que acondicionaron al comercio, las autoridades tuvieron que moverla. Ella pensó que era asunto de las otras birrieras que le tenían ojeriza y le echaban tirria. A regañadientes aceptó el nuevo lugar: enfrente de una esquina del mercado. ¿Quién diablos iba a ir al nuevo mercado?
Sin embargo, pareciera que el flujo del mercado se pensó para ella. Siguió vendiendo sus buenos tacos… No eran dos o tres chivos que mataba, como lo hacían las otras birrieras que con ello se levantaban con sus buenas ganancias, sino eran siete, diez, hasta quince chivos diarios que vendía.
Con todo esto, doña Domitila Damasceno, con el tiempo, hubiera sido la mujer más rica. No lo fue por sus hijos, que no dejaban de meterse en problemas que ella terminaba por pagarlos.
Tanto mejor le iba a doña Tila cuanto más se echaban a perder sus hijos. Eran tres, ya hombres, ya casados, ya con hijos. Se volvieron borrachos, se entregaron a oscuros sentimientos, se hicieron bravos y peleoneros. Eran seguidas las reyertas que acometían en el barrio. Barrio de calles apacibles, de noches donde la tranquilidad pasaba sin levantar ni siquiera el polvo. Atardeceres lánguidos con vistas sublimes de un cerro que oculta los fulgores bravos de estas tierras.
Mero en la tardecita, aparecían los Damasceno con sus dagas y hachuelas en el patio de la casa paterna. En un dos por tres mataban y desollaban la primera docena de chivos. Era el trabajo de ellos. Además de salar y enchilar la carne. Ya en la madrugada su madre ponía a cocer la birria. A las ocho de la mañana, ella, con sus ayudantes, que eran sus nueras, ya estaba despachando a los primeros comensales. A los hijos les quedaba todo el día para emprender parrandas y pleitos de borrachos.
Doña Tila, mientras doblaba y amasaba billetes, no dejaba de sufrir por aquellos hijos que había echado al mundo, pero jamás le pasó, ni un tantito así, el crimen que cometerían.
Una noche, después de estar todo el día desaparecidos, los Damasceno volvían a su casa. Habían atravesado toda la ciudad. Ya estaban en el barrio, donde toda la gente los conocía. Eran eso de las once de la noche, cuando la noche dormía, dormía taimada para ser testigo primera del acto de vileza. Noche sin luz en la calle ancha. El suelo frío. La tierra temerosa de beber la sangre del crimen. Sabe Dios cuanto habían bebido y qué se habían metido. Los Damasceno iban dando tumbos y no les alcanzaba la calle para avanzar. A dos cuadras de su domicilio les salió un perro que, ladrándoles, se les echó encima. Los tres reaccionaron no sin susto, pero luego lo tomaron a regocijo. Empezaron a fintear al perro, que lo mismo avanzaba que reculaba pero no dejaba de ladrarles con fuerza.
El perro era de una pareja de ancianos que vivía en una casa de adobe. Esta era solo de una pieza con su corredor. En el frontispicio de la casa había una ventana, donde los viejos despachaban una pequeña miscelánea, donde lo más que vendían eran refrescos que la gente acompañaba con galletas saladas y chiles envinagre. De eso se mantenía la pareja de ancianos. Una cerca de alambre de púas circulaba el pequeño patio de la casa. De ahí salió el tenebroso perro.
Los dos ancianos escucharon de inmediato los ladridos desaforados. “Es la mala hora, viejo, no salgas”, dijo la viejecita, pero el hombre se levantó y sin prender la luz, agarró un palo de escoba y salió por la puerta de alambres de púas. Llamó al perro y este obedeció no sin antes echar un aullido que la anciana, desde adentro del cuarto, sintió que era un aullido humano. El anciano avanzó hasta la mitad de la calle, meneando el palo para que el perro no volviera a salirse. Esto sin necesidad porque el perro, desde que oyó la voz de su dueño, se metió y se refundió hasta su rincón. Pero en eso los Damasceno agarraron al viejo. Calientes por las rebatingas que habían hecho con el perro, y ciegos por sus vidas disipadas, rodearon al viejo y lo tumbaron. El palo que traía, ellos lo partieron en tres pedazos y lo empezaron a golpear. El anciano echó un chillido que a la anciana le sonó igual al aullido del perro. Los Damascenos lo golpearon hasta matarlo. Mientras el lamento de moribundo se fue apagando, aquellos se perdieron en su carrera homicida.
No amanecieron. Los tres se fueron. Por la tarde se llevó a enterrar al anciano. Los vecinos vieron pasar, las lágrimas les brillaban en los ojos, un silencio desolador que fue abriéndose camino por delante de la caja de muerto, que la llevaron a hombros, hasta llegar al panteón. Todavía quien recuerda este asesinato se le sabe la boca a tristeza. No ha habido un duelo más triste en el barrio de La Costita.
Doña Domitila siguió con sus buenas ventas: diez, hasta quince chivos diarios, pero ya no pudo reponerse de la amargura del destino de sus hijos. Seguido partía sus ganancias para mandarles dinero porque siempre le hablaban para pedirle. Uno cayó en la cárcel, era a quien más le mandaba.
Aún vive doña Tila, pero no es una mujer rica. Es una mujer acorralada por la vejez y la desesperanza, casi a punto del desplome.
Los Damascenos, para el camino que agarraron, vivieron mucho, llegaron a más de sesenta y cinco años. El último que murió se infartó, meses antes había matado a un cantinero que le andaba bajando a su querida; otro murió de cirrosis, y el otro, murió en la prisión. Ninguno volvió.



julio 31, 2019

Espejo cotidiano




En una esquina del mercado “Lázaro Cárdenas”, a la buena hora de las ocho de la mañana, en medio del tráfico y del trasiego de tricicleros, dos hombres lidiaban con sus destinos. El primero es José Mula Chacón, hombre pasado de los sesenta que vive de la mendicidad. Carga consigo una carpeta con certificados médicos falsos y recetas hechizas para pedir por la salud de ese hijo, de ese hermano o de esa “su mujer”, que cayeron bajo triste fortuna y que no tienen ningún peso para pagar y comprar la medicina. Su vida empieza temprano, a primera hora, cuando se persigna y pide que sea un día de caridad. El segundo es Genovevo Rodríguez y Rodríguez, también anciano, más viejo que el primero. Desde la madrugada grande se dedica a triciclero. Así es que a las nueve de la mañana, ya trae en su bolsa dinero para un kilo de longaniza, un kilo de carne, una bolsa de chiles y jitomates; sin embargo, no compra nada de esto; acaso un atole con dos gorditas para no andar a ráiz. Después de las diez, si está libre de achaques, se dedica a beber en la taberna de estos tiempos: el Mudelorama, trasunto voraz de la marca Modelorama. Ahí es conocido como el Profesor. Un profesor jubilado. Saca una credencial que conserva de sus buenos tiempos donde luce joven e institucional y nadie duda del Profe. Profesor de secundaria, de las materias de inglés, de civismo, de historia… El Profesor ha desarrollado esa enfermedad llamada alcoholismo.
El primer golpe que planeaba dar José Mula Chacón era robarse una cocacola de la tienda de abarrotes de la esquina del mercado. Mañas le sobran. Todos los días puede robar una coquita. Sus padres en alguna perdida mañana de azucena pensaron para él una vida esplendorosa. Soñaron con los ojos abiertos un destino venturoso para su hijo: que fuera un hombre de bien, que no llegara a timar a nadie. Él mismo tuvo ese sueño y lo trató de hacer realidad. Desde párvulo trabajó como cual más. El recuerdo de su piel fuerte y brillosa en el ring lo persigue. Fue una celebridad en las clandestinas ligas del boxeo. Desde allí sus labios abultados, belfos maltratados por la resequedad, la pobreza y la desventura. A sus sesenta y cinco años, buscando asaltar la caridad, más que un boxeador derrotado, da la impresión de un camello, que en medio del desierto, va con rumbo al destierro. Hasta hace algunos años le gustaba platicar de la brillantez de su paso fugaz por el boxeo. Ahora esa etapa de su vida ha quedado relegada en su memoria, en espera, acaso, para último ungüento de extremaunción el día que la muerte lo invite a partir. Pero ahora está muy ocupado como para caer en las trampas de la nostalgia. Camino al mercado, siente el deseo imperioso del escurrir del refresco por su gaznate.
Genovevo Rodríguez y Rodríguez ya lleva dinero para estar en paz todo el día en el Mudelorama. Ahí contará a los parroquianos que él conoce los troncos de las familias viejas de la ciudad. Platicará de toda una vida en la Ciudad de México. Nadie duda eso de “Profe”, de caídos están llenas las plazas; pero ya beodo, empieza a desvariar. Su pensión llega puntual, viste desangelado, pero presume que en Navidad estrena cambia de ropa y zapatos. No es hablantín como pudiera pensarse. Deja que su interlocutor platique, más aún él mismo gusta de hacer preguntas. El Profe se ríe, echa una risita llena de picardía. Dirá que él es de los Rodríguez ricos, los Rodríguez de grandes comercios, los Rodríguez encumbrados en la burocracia; su mirada se va a lo lejos, sus ojos brillan, él es pobre, su espalda atortugada se levanta soberbia: “¡Pero que yo les vaya a pedir algo… ni por pienso!” Los ojos chispeantes reflejan coraje, luego ríe el muy pícaro. De él no se sabe si tuvo mujer e hijos. Todo indica, por el peso de sus espaldas, por su mirada apenas alzada, que vive solo.
José Mula Chacón sí tiene su mujer y un hijo. Este era su primor. También él soñó un porvenir de azucena para su hijo. Pero el muchacho nunca dio muestras de inteligencia. No le interesaron ni los guantes. Luego se fue a vivir con una mujer en un cuarto de renta. Y de ahí empeoró. El muchacho se agüeró como los huevos que no logran empollarse. Mula dice que esa malvada mujer, “mujer de la calle”, un brebaje le dio, un hechizo le hizo. “Dios lo socorra todos los días, dice Mula, siquiera es un buen cargador de fémures y cuadriles de res en el mercado.”
Todas las mañanas sale del cuarto de vecindad con su mujer. Se separan pasando unas cuadras. Él se va lejos, agarra rumbos lejanos. Su mujer se queda en la plaza de armas. Ahí, si agarra cliente, la mujer se echa sus volados. Las horas de espera son largas. Y ella necesita echarse una cocacola de vidrio. Es una guacha a lado de Mula Chacón. A pesar que ella ahorita anda en los cincuenta, para él es una guacha. Se la llevó cuando ella tenía 15 años. Esto de echarse los volados no siempre lo hacía. Después que desarrolló “la azúcar” y “la presión” su cuerpo se descompensó y se descompuso. De gorda y bombacha, quedó una cáscara que apenas logra llenar los pantalones de licra que se pone para llamar la atención de los hombres otoñales que buscan una brizna de placer en la forja de la lujuria. No les cobra caro. Ella sabe entender cómo el dinero escasea. Mula le quiso enseñar la mendicidad, pero resultó que a ella no le gustó eso de andar echando tamañas mentiras. Mejor, sentadita en las jardineras de la plaza de armas, espera sus voladitos.
Esa mañana, José Mula Chacón fue sorprendido en flagrancia cuando robó la cocacola. Fue visto por el hermano del dueño de la tienda cuando se la echaba en la bolsa. Era una coquita de trescientos cincuenta y cinco mililitros. Alcanzó a caminar hasta la mitad de la calle.
―Devuelva lo que se embolsó ―gritó el celoso y abusado comerciante, quien le dio alcance.
―No traigo nada, hermanito ―contestó el inculpado, lleno de miedo, como si fuera la primera vez que robara.
―Devuelva al refrigerador lo que se robó, anciano imbécil ―le volvió a gritar. El hombre no se le puso de frente, sino de perfil, alistándose para darle un tremendo descontón.
Mula, quien ya no recuerda nada de su gloria de boxeador, ratero toda la vida, quería que la tierra si abriera y se lo tragara en medio de aquel mundo que observaba. Por fin sacó la botellita y se dirigió a depositarla de donde la había agarrado.
Genovevo Rodríguez y Rodríguez, en la contraesquina, montado en su triciclo, vio todo hasta que Mula se perdió en la multitud. Vio la escena como un espejo cotidiano e hiriente. Luego el mundo volvió a su barullo: la acera estaba llena de gente que iba y venía; abajo de la banqueta, un puesto de tamales y atoles; luego, una camioneta nuevecita estacionada que obstaculizaba el flujo. Genovevo esperaba para acortar en sentido contrario. Al fin pudo, y, al pasar cerca del chofer de la camioneta, hombre de media vida, le gritó:
―¡Muévete, pendejo!
―¿Qué dijiste, anciano imbécil? ―contestó el hombre de la camioneta, ya abajo; y Genovevo, pedaleando con más fuerza, le volvió a gritar:
―¡Que te muevas, pendejo!
El hombre como que lo reconoció o aplacó su furor, y se volvió a subir. Genovevo Rodríguez y Rodríguez platicará en la taberna del Mudelorama de este individuo:
―Lo conozco. Viene saliendo mi sobrino. Ha medrado en el ayuntamiento. Dígame, ¿cómo de su sueldo va a sacar para comprarse una camioneta de agencia? ¡Así son mis familiares ricos!
Y beberá todo el mediodía. Y con sus ojos sedientos platicará con maledicencia y se reirá pícaramente hasta que el sueño lo doble.

Ilustración: obra del escultor Juan Muñoz (Torregrosa, 1953-2001)


junio 27, 2019

Una página del calor




Altamirano es un valle redondo de calor. El circo de cerros y montañas dejó este valle para que el calor llegara en grandes oleadas. Y llega de inmediato como el rumor, los chismes, las murmuraciones, las verdades que se platican a bajita voz porque ahí todo mundo se conoce o por lo menos todos saben algo de los troncos familiares de donde descienden las nuevas generaciones.
El calor llega al movimiento suave de las hojas de los árboles. Llega para mortificación de la gente. Y la gente sucumbe, su pensamiento se vuelve obtuso. Y no tiente de otra que entretener el aire caliente que envuelve todos los cuerpos en el sopor de las dos de la tarde en adelante. La gente de ahí es disparatera y se ufana de ello. A grito pelado, a todas horas dicen disparates; y se divierten, se ríen con una risita que les dura toda la tarde y que rompe la monotonía del acechante calor. Pareciera que esas risitas hicieran más llevadera la vida en aquel valle de resolanas y reverberante calor.
Altamirano es un valle angustiante que, sin embargo, todos los días se puede tocar con las yemas de los dedos el alba cargada de esperanza. Se puede ver ahí, en los días de grande calor, cómo el sol se despliega con su disfraz de azafrán. Hay que levantarse temprano para ver cómo riega su luz recalcitrante. El sol, que nos atraviesa como alfil, en diagonal, quiere enseñarles el rumbo a los alacranes, al poniente, sin embargo, ellos se aferran en su rincón de mortificante calor.
Ahí todo es parejo para la vida y el comercio, para el billete y los negocios. Antes se oía de lomas y promontorios, pero el crecimiento de la población aplanó todo, excepto los montículos de la ignominia.
Altamirano es un pueblo próspero. El valle lo sabe, pero su gente lo ha olvidado. La gente, muy entretenida por escalar en el reino de los grandes comerciantes, ha olvidado los dos ríos que circundan al valle, que corren todos los días para no acabar con la fe y la esperanza. El Cutzamala, ya de cauce raquítico y contaminado; el Balsas, aun con los dagazos que le dan los ribereños, impetuoso e irreverente (en 2013 nos recordó su inconcebible cauce natural). Los dos como dioses: misteriosos, sabios, humildes y proveedores; y que no ignoran de las carreras que pegan los lugareños nada más para no perder la fe del fin de los tiempos.  Esa gente ha olvidado las cosas sencillas; por ejemplo, buscar alivio de las dolencias de la vida en las aguas del río, ha olvidado ir al río para aplacar el instinto que los encamina al peligro y la perdición. El calor puede contra todo, menos con los ríos, ahí se deshace y se convierte en un haz lleno de esperanza que fructifica la tierra.
Les decía que después de las dos de la tarde la gente es contumaz y retobada. Es gente difícil para hacerla entrar en entendederas. En todos los lugares hay gente necia y testaruda como la de aquí, en otros lugares no sé de donde les venga; aquí les viene por la gota espesa y pegajosa que se resiste a resbalar de la frente.


marzo 01, 2019

Pungarabato, ese pueblo de importancia: Apuntes para la historia antigua y colonial de Phunguari-huato (“Pungaravato”-Ciudad Altamirano)





Todo comenzó entre 1420 y 1440, cuando los Mechhuaca, Phorhépechas o Tarascos, al mando de Hiripan, Tangaxoan y Hiquingaje, consolidan el imperio que llega hasta la Tierra Caliente. “Es la Tierra Caliente penosísima (…) porque, fuera de ser el calor demasiado, es muy enferma y llena de malas sabandijas”, escribiría, dos siglos después, el Visitador Diocesano Francisco Arnoldo de Yssasi Mier. Además de indicar que en sus ríos caudalosos hay “muchos caimanes y lagartos feroces que despedazan y se tragan a los hombres”. Pero fue por aquellos años, que los phorépechas colonizaron y repoblaron el ancestral: Phunguari-huato, Pungaravato, Pungarahuato, “como se le conoció e identificó en el transcurso de los siglos”. La expansión del imperio, no sobra decirlo, tenía “la intención de asentarse permanentemente en el sitio, de practicar su cultura, de hablar su lengua y de adorar sus deidades, destacando Punguarancha”, Dios de la guerra, y que el doctor Carlos Arias Castillo (Altamirano, 1957) sostiene que de tal nombre se desprende el topónimo de Pungarabato.

febrero 09, 2019

Los pobres que esperaron al presidente López Obrador

Anciano en retirada aún cuando López Obrador no terminaba su discurso.


Esperaron horas al presidente Andrés Manuel López Obrador. Lo esperó el gobernador Héctor Astudillo Flores y toda la gente que lo acompaña. Lo esperaron los presidentes municipales de los municipios de Tierra Caliente. Lo esperaron políticos y grilleros profesionales. Lo esperaron los funcionarios del gobierno enfundados en chalecos con el rótulo: “Siervos de la nación”. Lo esperaron burócratas municipales, cientos de simpatizantes, curiosos y buscadores de lo asombroso. Lo esperaron los pobres que pudieron salir de sus casas. En los amplios terrenos de la unidad deportiva de Altamirano estaban los pobres, por todos lados asomaban sus caras, apacibles, concentrados en la espera de ese personaje que ven con fervor mesiánico, y que encarna, para ellos, esa frase propagandística: “La esperanza de México”.

enero 21, 2019

Elogio a la biblioteca pública





Una biblioteca es un lugar que nos puede ayudar a no sucumbir. Para medir el quilataje de una ciudad debe empezarse por revisar los estantes de su biblioteca. Oír el silencio que la resguarda. Ver el techo lo suficientemente alto para que las ideas salten y vaguen figurándose que lo hacen en la bóveda celeste. Ver el catálogo de libros que se han fraguado en la tradición de los clásicos y el estudio de las ciencias liberales. Contagiarse del espíritu que no se conforma con lo terrestre y lo material.
Cuando una biblioteca cierra, cuando sus libros son destruidos o dispersados por desidia, cuando una biblioteca está en manos de personas, no digamos que no le tienen amor a los libros, sino que no entienden y no  se explican cómo puede haber un espacio con libros arrumbados y amontonados, pudiendo ocuparse ese espacio para otras cosas más entretenidas o productivas; cuando lo anterior sucede, el mundo se detiene, el día se oscurece, y no hay inteligencia, ni sensibilidad que ayude al hombre en su paso atroz. No sabe que hay algo más allá de la cotidianidad, algo que permite desterrar el aburrimiento: el libro, un instrumento que nos permite enchanchar la imaginación para enfrentar nuestra realidad.

enero 14, 2019

El león




Hace tiempo yo visitaba a una familia de Buenavista, un rancho con recuerdo de huertas de mangos y limoneros. La familia la componían un matrimonio joven con cuatro hijos, el mayor de ellos era un adolescente, y los abuelos: unos ancianos que todas las mañanas buscaban huevos de gallinas en los nidos, y que se dedicaban al comercio de servilletas y manteles en la ciudad.  Sus rodillas con reúmas, sus manos laboriosas y sus palabras que hablaban de un pasado mejor recordaban sus vidas en los trabajos del campo.
Buenas horas entretuve escuchando sus pláticas. Pero yo llegaba con Martín, hijo de los viejos; y con su mujer: Catalina. Eran personas amables, buenos anfitriones y nunca los miré con dificultades para conseguir sus alimentos. Y eso que servían sabrosos platillos, cada comida era un banquete. Habían hecho su casa en dirección y a unos metros de la casa de los abuelos. Así es que siempre que visitaba a Martín, esperaba las buenas horas de charla con los viejos.