La
señora Domitila Damasceno hubiera sido la mujer más rica. Vendía birria y ¡vaya
que vendía cantidades que le dejaban buenas ganancias! Fue, digamos, de las
pioneras de esto de vender tacos de birria. Y no nos referimos a la tortilla
con su ración en medio, sino al platillo, con su salsa “pico de gallo” y su
buen bonche de tortillas. “Vamos a echar un taco de birria”, se decía y se dice
todavía.
Ella
empezó como ayudante de las viejas tortilleras, las mujeres que vendían en la
plaza tortillas echadas a mano; pero con la llegada y expansión de las
tortillerías, aquellas tuvieron que buscar otros modos de mantenerse antes de
perderse en los tiznados vericuetos de la miseria.
Domitila,
al parejo de otras mujeres, empezaron a vender birria. Y a todas les iba bien,
pero no había tacos como los de doña Tila. Los vendía a montones. Guiada por su
buena estrella atendía todos los días su puesto. Y todo iba en dirección para
que acumulara dinero hasta para sus nietos.
Cuando
construyeron el mercado nuevo, como ella instalaba su puesto en la acera del
callejón que acondicionaron al comercio, las autoridades tuvieron que moverla.
Ella pensó que era asunto de las otras birrieras que le tenían ojeriza y le
echaban tirria. A regañadientes aceptó el nuevo lugar: enfrente de una esquina
del mercado. ¿Quién diablos iba a ir al nuevo mercado?
Sin
embargo, pareciera que el flujo del mercado se pensó para ella. Siguió
vendiendo sus buenos tacos… No eran dos o tres chivos que mataba, como lo
hacían las otras birrieras que con ello se levantaban con sus buenas ganancias,
sino eran siete, diez, hasta quince chivos diarios que vendía.
Con
todo esto, doña Domitila Damasceno, con el tiempo, hubiera sido la mujer más
rica. No lo fue por sus hijos, que no dejaban de meterse en problemas que ella
terminaba por pagarlos.
Tanto
mejor le iba a doña Tila cuanto más se echaban a perder sus hijos. Eran tres,
ya hombres, ya casados, ya con hijos. Se volvieron borrachos, se entregaron a
oscuros sentimientos, se hicieron bravos y peleoneros. Eran seguidas las
reyertas que acometían en el barrio. Barrio de calles apacibles, de noches
donde la tranquilidad pasaba sin levantar ni siquiera el polvo. Atardeceres
lánguidos con vistas sublimes de un cerro que oculta los fulgores bravos de
estas tierras.
Mero
en la tardecita, aparecían los Damasceno con sus dagas y hachuelas en el patio
de la casa paterna. En un dos por tres mataban y desollaban la primera docena
de chivos. Era el trabajo de ellos. Además de salar y enchilar la carne. Ya en
la madrugada su madre ponía a cocer la birria. A las ocho de la mañana, ella,
con sus ayudantes, que eran sus nueras, ya estaba despachando a los primeros
comensales. A los hijos les quedaba todo el día para emprender parrandas y
pleitos de borrachos.
Doña
Tila, mientras doblaba y amasaba billetes, no dejaba de sufrir por aquellos
hijos que había echado al mundo, pero jamás le pasó, ni un tantito así, el
crimen que cometerían.
Una
noche, después de estar todo el día desaparecidos, los Damasceno volvían a su
casa. Habían atravesado toda la ciudad. Ya estaban en el barrio, donde toda la
gente los conocía. Eran eso de las once de la noche, cuando la noche dormía,
dormía taimada para ser testigo primera del acto de vileza. Noche sin luz en la
calle ancha. El suelo frío. La tierra temerosa de beber la sangre del crimen. Sabe
Dios cuanto habían bebido y qué se habían metido. Los Damasceno iban dando
tumbos y no les alcanzaba la calle para avanzar. A dos cuadras de su domicilio
les salió un perro que, ladrándoles, se les echó encima. Los tres reaccionaron
no sin susto, pero luego lo tomaron a regocijo. Empezaron a fintear al perro, que lo mismo avanzaba
que reculaba pero no dejaba de ladrarles con fuerza.
El
perro era de una pareja de ancianos que vivía en una casa de adobe. Esta era
solo de una pieza con su corredor. En el frontispicio de la casa había una
ventana, donde los viejos despachaban una pequeña miscelánea, donde lo más que
vendían eran refrescos que la gente acompañaba con galletas saladas y chiles
envinagre. De eso se mantenía la pareja de ancianos. Una cerca de alambre de
púas circulaba el pequeño patio de la casa. De ahí salió el tenebroso perro.
Los
dos ancianos escucharon de inmediato los ladridos desaforados. “Es la mala
hora, viejo, no salgas”, dijo la viejecita, pero el hombre se levantó y sin
prender la luz, agarró un palo de escoba y salió por la puerta de alambres de
púas. Llamó al perro y este obedeció no sin antes echar un aullido que la
anciana, desde adentro del cuarto, sintió que era un aullido humano. El anciano
avanzó hasta la mitad de la calle, meneando el palo para que el perro no volviera
a salirse. Esto sin necesidad porque el perro, desde que oyó la voz de su
dueño, se metió y se refundió hasta su rincón. Pero en eso los Damasceno
agarraron al viejo. Calientes por las rebatingas que habían hecho con el perro,
y ciegos por sus vidas disipadas, rodearon al viejo y lo tumbaron. El palo que
traía, ellos lo partieron en tres pedazos y lo empezaron a golpear. El anciano
echó un chillido que a la anciana le sonó igual al aullido del perro. Los
Damascenos lo golpearon hasta matarlo. Mientras el lamento de moribundo se fue
apagando, aquellos se perdieron en su carrera homicida.
No
amanecieron. Los tres se fueron. Por la tarde se llevó a enterrar al anciano. Los
vecinos vieron pasar, las lágrimas les brillaban en los ojos, un silencio
desolador que fue abriéndose camino por delante de la caja de muerto, que la
llevaron a hombros, hasta llegar al panteón. Todavía quien recuerda este
asesinato se le sabe la boca a tristeza. No ha habido un duelo más triste en el
barrio de La Costita.
Doña
Domitila siguió con sus buenas ventas: diez, hasta quince chivos diarios, pero
ya no pudo reponerse de la amargura del destino de sus hijos. Seguido partía
sus ganancias para mandarles dinero porque siempre le hablaban para pedirle. Uno
cayó en la cárcel, era a quien más le mandaba.
Aún
vive doña Tila, pero no es una mujer rica. Es una mujer acorralada por la vejez
y la desesperanza, casi a punto del desplome.
Los
Damascenos, para el camino que agarraron, vivieron mucho, llegaron a más de sesenta
y cinco años. El último que murió se infartó, meses antes había matado a un
cantinero que le andaba bajando a su querida; otro murió de cirrosis, y el
otro, murió en la prisión. Ninguno volvió.