En una
ciudad, no hace mucho, vivía un poeta pobre y desconocido. Sus días eran un
verso y su vida eran palabras. Sus mejores horas y su luz las aprovechaba para
leer poetas antiguos. Y releía lo que él hubiera querido escribir. De tanto a
tanto, también escribía sus cosas; por ahí guardaba sus carpetas, sus
manuscritos, que él llamaba: “Obras”, no por presunción, si usted lo hubiera
conocido, era el hombre más verdadero, con los pies bien puestos sobre la
tierra. Pero de una forma tenía que llamar esos manuscritos dispersos, y desde
un principio los llamó su “obra”.