octubre 31, 2014

Retrato del Diablo




A Miguel Mani, que ya es maestro.

El Diablo al mostrarnos el camino del mal nos indica cuál es el camino del bien de que nos hemos separado.
Manuel Payno. El fistol del Diablo, v, iv.

Aunque puede presentarse como una mujer que con la boca borneada entrega a un hombre una olla de monedas de oro o como un niño que en nítido sueño susurra qué camino tomar (como profundo conocedor de las pasiones humanas se las juega audazmente con sus artimañas para que el hombre encuentre a su paso intrigas, sinsabores y desgracias), su apariencia más recurrente es la del hombre de media vida, de cuarenta y pico años.

En los magníficos salones viste elegante pero con sobriedad; entre el populacho, siempre se le encuentra de aspecto distinguido.

Su rostro afable, luego agudo; su mirada perspicaz, luego siniestra; su sonrisa ladina, luego maliciosa; su tez pálida, luego encendida al tramar asechanzas; su compostura fuerte, sus brazos nervudos y vellosos; hacen pasar inadvertido el destino legendario de sus pies. Viéndole su calzado que termina casi en punta da la impresión que está a punto de hundirse en un remolineo de tornillo al abismo último de la tierra.

No pasa de la sonrisa maliciosa. La carcajada acentúa mal en un caído. Es uno de los infundios que le han hecho. No hay en él regodeo por la desgracia. Después de tender la trampa con sus hilos acechantes, acaso al principio de la caída, desaparece al instante. De por sí caído, no puede regodearse en el lodo del abismo del cual quisiera desprenderse.

Una arma del diablo es la noche y más precisamente el sueño de los mortales. La primera arma es su libertad para andar por la tierra y merodear a los hombres. La noche le recuerda el abismo de donde viene. De ahí que la media noche esté teñida de historias de la malahora. Aunque una vecina mía me contó de niño que el diablo se le apareció en un mediodía pobre, y que se ofrecía, sin compromiso, a ayudarle para que le diera de comer a sus cinco hijas hambrientas. La mujer rechazó el ofrecimiento, y el diablo, que por ese tiempo montaba a caballo, desapareció dejando una nube de polvo.

Durante el sueño los hombres se encuentran inermes. Ahí se encuentra el reposo y la inspiración. Pero ahí suele llegar el diablo a sus cabeceras y como un excelente malabarista de los sentimientos humanos, como un rifero que se sienta a la mesa para leer el futuro, hace mil sugestiones: son las pesadillas y los sueños siniestros. La serpiente que perdió a Eva antes fue víctima porque el demonio se le introdujo en forma de negro vapor mientras dormitaba (Milton. El Paraíso perdido, ix).

Viajante todos los siglos no debe sorprender que decida pasar largas temporadas en un solo lugar. Ya establecido entre los hombres, toma café hirviente, fuma porque el humo le va bien a su personalidad sombría. No desprecia los licores y cerveza de nuestros tiempos, pero son suyas las cavas originarias del vino puro y espumoso: chorro de sangre de toro prieto que calma la sed y atempera los humores. Es un excelente conversador que destantea con sus planteamientos falaces, escandaliza con personajes egoístas e irracionales, y, finalmente, sus historias descarnadas marchitan la flor, ahuyentan despavorido al colibrí y atribulan al espíritu más templado.

Orgulloso de que sabe muchos secretos del mundo, no lee, y cuando lo hace, es de modo conciso, como quien busca un dato, como quien busca el cabo suelto en un manual de técnica.

No lee literatura culta y ve con desprecio al amor. Mentiras y desvaríos diría de lo uno y de lo otro. Para él mientras menos se hable de estos temas es mejor. El poco interés por el arte y el descalabro cotidiano del amor, lo hacen fuerte, se siente amo de los hombres. Pero he aquí su punto débil. Quien explora en la poesía (por mencionar una veta del arte) sin otro propósito que encontrar los veneros de las pasiones humanas terminará por saber y comprender al ser humano. El Diablo, que siente que este conocimiento nada más a él le pertenece, se pone celoso y no le hace mucha gracia. Un filósofo de nuestro tiempo ha dicho que Luzbel es el santo patrono de los artistas. No es que sea un protector, sino que el hombre es libre, como el ángel caído, y el hombre en su corta existencia puede aventurarse a la no fácil empresa de comprender un poco el indescifrable corazón humano, y a partir de ahí compartir esa experiencia íntima por medio del arte.

En cuanto al amor, es el sentimiento sublime por excelencia, el tiempo y el espacio donde el hombre rompe las cadenas que lo atan, vuela los candados de las puertas que lo encierran y sale a reconocerse libre. Hay en el hombre que concreta el amor algo celestial y ahí el Diablo no puede estar, no tiene nada qué hacer. Aprovechará la mengua para volver y renovarse en sus fuerzas.

Hay tiempos en que el Diablo aparece radiante repartiendo su oro como si se tratara de granos de maíz, granos de ilusorio brillo y valor; sin embargo, los hombres, jubilosos, como primer día de feria, discretos pero ávidos extienden la palma de su mano para recibir su parte. El diablo reparte su oro cuando el gobernante esquilma a su pueblo, cuando un líder religioso se extravía de su discurso teológico por la riqueza y su dominio, cuando la guerra brota, cuando el hombre desvela su inteligencia para destruirse a sí mismo y a la naturaleza, cuando el hombre deja de seguir su estrella y se anquilosa, cuando prende el celo y la desconfianza, cuando se enciende la ira y la venganza, cuando arde la saña y los excesos de la carne, cuando humea la ingratitud y el orgullo.

Hábil bailarín, consumado músico: sobre todo de música tocada en violín y piano. Toca las notas más dulces, las más melancólicas y las más terribles. Quien ha tratado de tocar como él se ha fatigado en balde. Para el registro de las notas escritas en la pauta, los dedos se acalambran, la vista se cansa y la memoria se retarda. Ufano diría que quien quiera tocar aun alguna de sus cancioncillas, así el ejecutante más diestro, tendría que practicar de cuatro a cinco años. Como bailarín, cuando estuvo de visita en Tierra Caliente varias mujeres de la vida alegre, que quedaron muy contentas por las monedas que les dejó, quedaron con el cuerpo ahuatado y la picazón les tardó semanas.

No está tan ocupado como puede suponerse, porque en realidad no necesita de mucho para que los hombres se desenvuelvan bajo su dominio. No puede variar el curso de la vida. No sabe el destino de los hombres pero la carga de tantas generaciones lo hace un fatídico especulador de almas que pareciera que difícilmente escaparán de sus garras.

Para ocupar su tiempo libre se dedica al comercio. Los productos y los lugares son tan diversos como el mundo. Hace 168 años llegaba a Orleáns en un buque para recoger un cargamento de algodón que le daría una ganancia de 80 mil pesos. Hace 94 años fletaba un hatajo de mulas en la costa de Guerrero para transportar cargas de café a la Ciudad de México. Tal vez en este recorrido pasó por Tierra Caliente y aquí se quedó un buen rato con nosotros entretenido por el material humano (acababa de pasar el grito siniestro de guerra “¿Quién vive?”, pero todavía los hombres se mataban por honor y pleitos rancios, por lo demás gente rústica pero hospitalaria), pero también se quedó por los sones y gustos tocados en violín, uno de sus instrumentos favoritos.

Al diablo le gusta aparentar ser amigo de los hombres, y aun, que le digan con toda franqueza “amigo”, no tanto porque se envanezca de que se le busque para tratos y favores, sino, como criatura del mismo numen que hizo al hombre, guarda una íntima esperanza de salvarse junto con este. ̴


Octubre 31 2014

octubre 10, 2014

Retrato de una persona que le han amputado una pierna


Sentado en una silla de ruedas, vestido con ropa ligera de convaleciente; la extremidad cortada cubierta con algún trapo que deja visible el muñón vendado ante sus lágrimas silenciosas, deja atrás la pálida y triste habitación del hospital. Sale ensimismado pero con un semblante tranquilo que poco a poco recuperará el arrebol de la esperanza. Aunque salga sin pierna, aunque el horizonte sea turbio, la salida de aquella habitación le anuncia íntimamente el encuentro con el fulgor de los días de sol.
Cuando sale de su ensimismamiento su semblante es de asombro porque está dispuesto a reconocer las cosas y los nombres como después de una larga ausencia. Es afable, en un principio no busca comprensión, sino él empieza a comprender al mundo.
Sale del hospital con semblante augusto, propio de la franqueza cuando no hay nada que fingir, nada que disimular.
Llega a su cuarto donde una mullida cama lo espera como hacía tiempo no lo esperaba. El cuarto está descombrado. Apenas con lo indispensable para el convaleciente. Los primeros días en casa son soporíferos. Los ratos que está despierto sabe que es de día por el movimiento de sus familiares y por la poca claridad que entra en su cuarto. De pronto siente que tiene sus dos piernas y, por lo tanto, que no hay por qué estar tirado, ¡hay que levantarse!, pero recuerda de su sueño, prende la luz a horas de la madrugada y se desengaña: ve que ha perdido su pierna para siempre.
Entonces su mirada, que estará por un tiempo encerrada en cuatro paredes, verá pasar los recuerdos que le llegan. Los sueños, que son engañosos unas veces; otras, reveladores, le ayudarán a contemplar más límpidos los recuerdos de sus buenos tiempos. Se da cuenta que tuvo un paraíso que ha quedado en el pasado, inalcanzable.
Su mirada ve hacia lo alto, nada más hasta el cielo raso. Podría mirar el cielo azul, profundo; pero aún no se anima a salir.
El amanecer lo encuentra con su mirada resignada porque ya comprendió que a pesar de la risa y de las cosas buenas que le ocurren al hombre, se termina por perder. Ese amanecer le susurra que a pesar de su resignación tendrá aún días de intenso fulgor.
El recurrente y suave sueño de sentir su pierna cabal lo hace salir al patio de su casa. Sus vecinos y familiares lejanos empiezan a visitarlo. Llegan apenados, graves, como se asiste a un duelo; esperan encontrarlo compungido, pero para sorpresa de ellos los recibe sonriente, casi jubiloso. Si él se atreviera se levantaría de la silla de ruedas y podría andar, pero el miedo del visitante lo impide, quien, temeroso del prodigio, corre a su encuentro.
Por fin llega el fulgor de los días de esperanza y empieza a platicar, a recordar en voz alta, a reír, a hacer alguna manualidad, a cantar… su rostro de pronto recobra su color natural y la alegría llega, y una buena tarde, pide que lo saquen a la banqueta de su casa para ver quién sube y quién baja.
Estará ahí con su mirada puesta al paisaje. La tarde cae parda y turbia. En un rato cesa la alegría y se abre en su corazón la rajadura de su tristeza. Entonces el horizonte se le figura como la visita de un ser amado muerto: vertiginoso, borroso. Es cuando siente haber perdido su pierna. Su mirada está en lo alto, baja la cabeza de vez en cuando para responder un saludo de alguien que pasa. Pero entre más va cayendo la noche él concentra su mirada hacia el cielo. Ve pasar las parvadas de aves, apacibles en solitario e imponentes en parvada. Ya triste, quisiera ser un pájaro para volar a otros cielos.
Su cara larga, cara de palo, su mirada perdida en el abismo de su corazón, su gesto insensible ya al dolor y a los reveses que le vendrán, recuerdan la fragilidad del ser humano. La desgracia, el infortunio llegan de repente. ¡Quién sabe el día en que llegarán! La pose de un amputado melancólico aproxima la imagen del hombre que está a punto de sucumbir, que no es otra que la de una ave de bocado codiciado en las cocinas y que solitaria posa en una rama sin hojas a merced de la puntería de un diestro y acechante cazador.
Ya es de noche. Vio pasar por el cielo los últimos pájaros de su tristeza. Estos descansan en las copas de los árboles esperando el canto del amanecer. Él pide que lo metan a su cuarto y ahí esperará el sueño que le hace sentir que sus piernas están cabales y también el fulgor de la esperanza de otro día.


octubre 01, 2014

Presidentes sojuzgados

Un chofer de taxi termina su turno en la madrugada. Decide tomarse unas cervezas, y ya bien amanecido, cuando la actividad comercial de la ciudad es radiante; camino a su casa choca el taxi con otro carro en la entrada del Boulevar Lázaro Cárdenas. La discusión comienza. No hay acuerdo entre los choferes. Luego llegan agentes de tránsito. El taxista, hablantín, tal vez ya borracho empieza a echar habladas que él estaba muy bien con “la gente”, que no sabían con quién estaban hablando. Enseguida llega una patrulla de policías municipales y se enteran de las habladurías. Poco después llegaron unos hombres armados y se llevaron al taxista.

La familia del taxista se da cuenta y dan por hecho que se lo llevaron a la cárcel. Lo van a buscar a la comandancia y ahí les informan que ya lo han soltado. Que se había ido caminando. Su mujer lo esperó toda la tarde y noche pero no llegó. Supo de él hasta la siguiente madrugada que lo encontraron en el centro de la ciudad, descuartizado, y con un cartel donde se decían amenazas a un grupo armado enemigo de los que se ensañaron con el taxista.

Un accidente vial, una riña entre choferes, un tipo hablantín, tal vez irrespetuoso con los agentes, un caso que pudo haberse resuelto por la autoridad municipal fue delegado a otro poder, terrible e incómodo que son los capos.

Esto pasó no hace muchos años en Ciudad Altamirano. ¿Qué ha pasado con la autoridad de los presidentes municipales que están lejos de un liderazgo denodado y de valor civil?. La simulación, el decir que todo está bien, que todo corre como la molicie y despilfarro que viven los tres años que duran sus cargos, es la estrategia que los presidentes han utilizado para enfrentar a las bandas.

En Tlatlaya la madrugada del 30 de junio ocurrió un supuesto enfrentamiento que duró alrededor de dos horas, aunque hay quien sostiene que no hubo tal enfrentamiento, que el ejército acribilló a sangre fría a 22 personas. Y ante este hecho, Ariel Mora, presidente municipal, dice muy fresco y como si nada que es el primer suceso notable desde que los capos llegaron ahí en el 2007. Que él sabe lo que sabe todo mundo y todo dice “se cree que…”. Achaca no saber nada porque es un municipio rural, donde hay poca señal de celular (Entrevista con Ciro Gómez Leyva. TeleFórmula 24/09/14). Muy entrenado para decir no más de lo debido pero poco creíble. Como si en un municipio como Tlatlaya un funcionario de su categoría no supiera nombres y lugares de presencia de las bandas del crimen.

En Iguala la noche del 26 de septiembre en cuatro episodios violentos matan a seis personas, tres de ellas estudiantes normalistas, y 43 permanecen desaparecidos. Y el presidente municipal José Luis Abarca Velázquez, nada entrenado por cierto, se le acaba el idilio de la presidencia y de la molicie al decir que él tampoco sabía nada, que nadie le había dicho nada, que él se encontraba bailando y que en esa madrugada de sangre, fatigado se dirigió a su casa a descansar. (Entrevista con Ciro Gómez Leyva, TeleFórmula, 29/09/14).

Bien se inspiran los presidentes municipales en otros políticos encumbrados que tienen presupuesto para moverse, tener el micrófono y salir en televisión; bien se inspiran en ellos para incrementar su doblez, la simulación, el diálogo de sordos, donde no pasa nada aunque tengan que rendirle cuentas a los capos. Algo de incómodo deben de tener estos para los presidentes y muchos funcionarios porque llegaron a perturbar la repartición del pastel. Tienen que contemplarlos en buenas rebanadas. Los presidentes están sojuzgados, aunque no ha de faltar el que piense que el capo es su compinche. Tal vez, su compinche pero un compinche incómodo


Octubre 1 2014