Yo le
pegaba a Timoteo. Le llegaba por la espalda y le daba unas guantadas con mi
puño izquierdo apretado de odio. Timoteo se quedaba sofocado, con la mirada
nublada. Timoteo no se llamaba así; así le decíamos porque vivía con su tío
Timoteo El Profesor. Este era un
hombre de sesenta y tantos años, cazcorvo, afectado por la gota y por la
estigma de ser un mantenido de su mujer. Siempre cargaba sus zapatos bien boleados
(por eso le decían El Profesor, y por
usar sus camisas de manga larga fajadas). Al caminar lo hacía con molestias
porque además los zapatos le apretaban, le mortificaban unos juanetes que le
avivaban el dolor de vez en cuando. El viejo sobrellevaba la vida con coraje.
Se mantenía con su mujer con lo que ella ganaba de vender aguas frescas en la
plaza del zócalo. Con ellos llegó a vivir el Timoteo del que les empecé a
hablar. Llegó de los rumbos de Teloloapán a cursar el sexto grado de primaria.
Yo era jefe de grupo. Y mi profesora me encargaba que a la hora de la formación
para entrar en el salón todos estuviéramos formados, sin salirnos de la fila.
Timoteo me caía mal, y le perdí el miedo. Como era juguetón, siempre andaba
saliéndose de la fila. Entonces yo le llegaba por la espalda y le daba sus
buenas guantadas y él nomás se retorcía, mirándome con sus ojos que buscaban
aire puro para respirar.
Ahora
los papeles cambiaron, ahora es Timoteo el que me da de guantadas. Yo no me
muevo; sobrellevo la furia de venganza de Timoteo. Él me agarra de frente y
¡pum! ¡pum! Siento como si las guantadas fueran dadas por su tío Timoteo, como
para desquitarse de todo: de la murmuración de que es un güevón y mantenido de su mujer, por el odio de estar cazcorvo y tener la gota, por los juanetes
hinchados y punzantes que esconde adentro de sus zapatos apretados y pobres… por
el odio que la vida le produce.
A
mí también me duelen las guantadas. Pasa la sofocación, mi mirada se limpia,
alcanzo aire; pero luego aparecen los dos Timoteos: uno, para cabrárselas; el
otro, porque no tiene con quien desquitar su odio. ~