Desde
el norte de África llegaban noticias a este punto del mundo. Tanta agua, tanta
tierra, tantos sueños, tanto pulmón cruzaban para informar que el gobernante
libio era un dictador cruel y vengativo
Por el tiempo en que Muamar el Gadafi
(1942-2011) llegó al poder, en este lado del mundo eran pocas las casas que
tenían una televisión, aún no circulaba ningún periódico local y la primera
estación de radio que hubo habría de llegar dos años después. Por eso aquí
nadie se enteró que un joven de veintinueve años llamó a la guerra, derrocó al
rey Idris I de Libia y se puso a la cabeza del poder. Y si alguien lo hizo fue
por los periódicos que llegaban de la capital con dos días de retraso. Pero de
eso nadie se acuerda.
Lustros después, cuando ya había atisbos de la gran fiebre informativa que habría de saturar a todos los medios de comunicación en el nuevo siglo, llegaron las primeras noticias de Gadafi. Desde el norte de África llegaban noticias a este punto del mundo. Tanta agua, tanta tierra, tantos sueños, tanto pulmón cruzaban para informar que el gobernante libio era un dictador cruel y vengativo, un terrorista que había derramado mucha sangre inocente.
Por estos
puntos, un vecino, sentado frente a su televisión, con asombro recibía esas
noticias. Por su mente pasaron aquellas palabras: “Gadafi, un terrorista… un
peligro”. Ese vecino era vecino de un matrimonio adinerado que contaba con propiedades
y buenos negocios. Había sido de esos matrimonios que no pueden tener hijos.
Por más que le buscaron, la mujer no pudo embarazarse. Ya pasados los cincuenta
años de edad, adoptaron un niño, mejor dicho lo encontraron en una mañana tibia
y azulina.
El mercado de
aquí, ya por ese entonces, era como todos los mercados del país. Contaba con un
contenedor que todos los días amanecía repleto y copeteado de basura.
Un día al clarear
el alba, cuando la gente empezaba a concurrir al mercado y los perros del
basurero husmeaban los desechos, un pepenador vio que en el centro del
contenedor había un moisés, algo puro y azul, rodeado de tanta suciedad. El
pepenador, con sus ojos claros y sus manos húmedas de tanta inmundicia, agarró
la canastilla para retirarla de tal indigno lugar. Era un niño con cara de
cielo y manos de luna. En torno a él se reunió mucha gente.
Los cónyuges de aquel
matrimonio, que llegaron a vivir muchos años y cuyas bodas de oro aún se recuerdan
como las más magníficas, y que no está por demás decir que muchas veces dieron sinceras
muestras de amor al prójimo, en aquella mañana iban saliendo de misa de seis cuando
se enteraron del niño abandonado. Caminaron la cuadra que los alejaba del
basurero. Ninguno de los presentes se había atrevido a sacar al niño del
moisés. La mujer, apenas lo vio, lo sacó con sus brazos temblorosos que
pacientemente habían esperado la maternidad. Se quedaron con él y lo criaron
como hijo único.
El niño
creció, y sería que lo traía en su sangre o que fue mal criado, pero desde
chico empezó por destruir cuanta cosa que caía en sus manos y a tener poco
temor. Le resultaba más fácil descalabrar a una persona que quebrar el medallón
de un carro. A los diez años reunió media docena de pollitos para molerlos
vivos en una licuadora; a los doce años se entretenía en atrapar gatos para
inyectarles una jeringa llena de alcohol.
Un día descalabró
con una pedrada al vecino del que les empezábamos a platicar, el que miraba los
noticieros en la televisión. Los padres, que ya eran unos ancianos, fueron
consecuentes con el agraviado. Le pagaron la curación, le pidieron mil
disculpas y le dieron verdaderas muestras de estar apenados por ese hijo, que
como todos los hijos, se les había salido del redil. El vecino aceptó las
disculpas y dijo que por él no había ningún problema. Y aquello hubiera quedado
en el olvido, si no es porque el descalabrado divulgó el apodo que le habría de
perdurar a aquel muchacho, lo había escuchado en las noticas de la tele: “el
peligroso Cadafi”.
Cuando
supimos por la televisión que los Estados Unidos le declaró la guerra a Libia,
porque acusaba a su líder Gadafi de crimen y terrorismo, por estas tierras, Cadafi se hacía popular por hechos que
avergonzaban a sus padres. Nomás despuntó en muchacho se hizo tomador y le
gustaba darse sus pases de cocaína. Seguido chocaba, seguido se metía en líos
de borrachera. Y ahí estaban sus padres que eran consecuentes para resarcir e
indemnizar. Con tristeza sacaban el dinero para que Cadafi no fuera a parar a la cárcel. La madre empezó a orar con el
mismo fervor con el que oraba cuando pedía un hijo, ahora decía: “¡Dios santo!,
¿quién podrá contener a mi hijo?”
Gadafi tuvo
con Estados Unidos y la OTAN, y Cadafi
nomás con una mujer menuda y de ojos vivarachos. Lo digo así porque la caída de
los dos fue por el mismo tiempo. Resulta que Cadafi, en sus andanzas de parrandero, encontró a una muchacha de
la cual quedó enamorado. Muchacho treintón, tuvo un rato de seriedad para
granjeársela. Ella resultó ser de buenos ánimos, de arranques alocados pero con
la suficiente cachaza como para domar a un león. Se casaron: fue una boda de
flores y lujos. Los padres de Cadafi,
que eran unos ancianos respetados por tener presencia en la iglesia y porque
practicaban el amor al prójimo, recibieron a la muchacha con los brazos
abiertos, con la alegría íntima de que llegaba una aliada para darle su aplaque
a aquel inconsciente del despilfarro y del desparpajo, de aquel Sansón del
vicio y de la velocidad.
Cadafi,
ya con una hija de brazos, quiso recordar sus parrandas y tuvo unas salidas que
hicieron ruido, pero ahora lo esperaba su esposa, lo esperaba con un ojo
torcido y con el otro de boca de fuego de pistola apuntándole con buena mira.
Discutían, reñían. La mujer no hizo caso de aquello de que los hombres nunca
cambian. Agarró el látigo con la destreza de un domador y se volvió unas
tenazas que apretaban las sienes de Cadafi.
La mujer tuvo
su primer triunfo: lo metió a trabajar, y Cadafi,
que nunca había tenido un trabajo formal, respondió bien a diez horas diarias
de obrero. Fue una complacencia que le quiso dar a su esposa porque sabía que
los negocios y las propiedades de sus padres eran también suyos.
De vez en
cuando se alebrestaba y con sus rugidos reclamaba su libertad mal entendida y
empezaba parrandas de delirio. La mujer no perdía la paciencia: con una mano
sostenía el látigo y con la otra las tenazas. El león merodeaba y rumiaba sus
viejos vicios. La mujer soñaba tener un león de circo, más aún un gatito tierno
y suave.
Instigado por
sus padres, Cadafi había jurado
muchas veces ya no tomar, pero siempre faltaba a su juramento. Su esposa supo
esas historias y no se desanimó. Cuando el león dejaba alisarse sus lomos, la
mujer lo llevaba a la iglesia para que le jurara al Altísimo. Siempre fallaba, pero
su mujer no se desanimaba, antes por el contrario trazaba y disponía como quien
en el juego apuesta a lo seguro.
La última vez
que juró, no lo llevó su mujer, si bien se le vio entrar en la Iglesia con ella
del brazo, fue por su propia voluntad. No se supo por cuantos años juró, pero
desde esa fecha no probó ninguna gota de alcohol. La mujer se complacía en
acariciar a su león domeñado.
En esas
andábamos por acá, cuando la televisión, en el mero auge de los noticieros y
analistas, nos dio la noticia que los Estados Unidos y la OTAN por fin habían
acabado con su enemigo, el terrorista… el dictador… el sanguinario Gadafi. ~