noviembre 02, 2016

Cadafi

Desde el norte de África llegaban noticias a este punto del mundo. Tanta agua, tanta tierra, tantos sueños, tanto pulmón cruzaban para informar que el gobernante libio era un dictador cruel y vengativo



Por el tiempo en que Muamar el Gadafi (1942-2011) llegó al poder, en este lado del mundo eran pocas las casas que tenían una televisión, aún no circulaba ningún periódico local y la primera estación de radio que hubo habría de llegar dos años después. Por eso aquí nadie se enteró que un joven de veintinueve años llamó a la guerra, derrocó al rey Idris I de Libia y se puso a la cabeza del poder. Y si alguien lo hizo fue por los periódicos que llegaban de la capital con dos días de retraso. Pero de eso nadie se acuerda.

     Lustros después, cuando ya había atisbos de la gran fiebre informativa que habría de saturar a todos los medios de comunicación en el nuevo siglo, llegaron las primeras noticias de Gadafi. Desde el norte de África llegaban noticias a este punto del mundo. Tanta agua, tanta tierra, tantos sueños, tanto pulmón cruzaban para informar que el gobernante libio era un dictador cruel y vengativo, un terrorista que había derramado mucha sangre inocente.

Por estos puntos, un vecino, sentado frente a su televisión, con asombro recibía esas noticias. Por su mente pasaron aquellas palabras: “Gadafi, un terrorista… un peligro”. Ese vecino era vecino de un matrimonio adinerado que contaba con propiedades y buenos negocios. Había sido de esos matrimonios que no pueden tener hijos. Por más que le buscaron, la mujer no pudo embarazarse. Ya pasados los cincuenta años de edad, adoptaron un niño, mejor dicho lo encontraron en una mañana tibia y azulina.

El mercado de aquí, ya por ese entonces, era como todos los mercados del país. Contaba con un contenedor que todos los días amanecía repleto y copeteado de basura.

Un día al clarear el alba, cuando la gente empezaba a concurrir al mercado y los perros del basurero husmeaban los desechos, un pepenador vio que en el centro del contenedor había un moisés, algo puro y azul, rodeado de tanta suciedad. El pepenador, con sus ojos claros y sus manos húmedas de tanta inmundicia, agarró la canastilla para retirarla de tal indigno lugar. Era un niño con cara de cielo y manos de luna. En torno a él se reunió mucha gente.

Los cónyuges de aquel matrimonio, que llegaron a vivir muchos años y cuyas bodas de oro aún se recuerdan como las más magníficas, y que no está por demás decir que muchas veces dieron sinceras muestras de amor al prójimo, en aquella mañana iban saliendo de misa de seis cuando se enteraron del niño abandonado. Caminaron la cuadra que los alejaba del basurero. Ninguno de los presentes se había atrevido a sacar al niño del moisés. La mujer, apenas lo vio, lo sacó con sus brazos temblorosos que pacientemente habían esperado la maternidad. Se quedaron con él y lo criaron como hijo único.

El niño creció, y sería que lo traía en su sangre o que fue mal criado, pero desde chico empezó por destruir cuanta cosa que caía en sus manos y a tener poco temor. Le resultaba más fácil descalabrar a una persona que quebrar el medallón de un carro. A los diez años reunió media docena de pollitos para molerlos vivos en una licuadora; a los doce años se entretenía en atrapar gatos para inyectarles una jeringa llena de alcohol.

Un día descalabró con una pedrada al vecino del que les empezábamos a platicar, el que miraba los noticieros en la televisión. Los padres, que ya eran unos ancianos, fueron consecuentes con el agraviado. Le pagaron la curación, le pidieron mil disculpas y le dieron verdaderas muestras de estar apenados por ese hijo, que como todos los hijos, se les había salido del redil. El vecino aceptó las disculpas y dijo que por él no había ningún problema. Y aquello hubiera quedado en el olvido, si no es porque el descalabrado divulgó el apodo que le habría de perdurar a aquel muchacho, lo había escuchado en las noticas de la tele: “el peligroso Cadafi”.

Cuando supimos por la televisión que los Estados Unidos le declaró la guerra a Libia, porque acusaba a su líder Gadafi de crimen y terrorismo, por estas tierras, Cadafi se hacía popular por hechos que avergonzaban a sus padres. Nomás despuntó en muchacho se hizo tomador y le gustaba darse sus pases de cocaína. Seguido chocaba, seguido se metía en líos de borrachera. Y ahí estaban sus padres que eran consecuentes para resarcir e indemnizar. Con tristeza sacaban el dinero para que Cadafi no fuera a parar a la cárcel. La madre empezó a orar con el mismo fervor con el que oraba cuando pedía un hijo, ahora decía: “¡Dios santo!, ¿quién podrá contener a mi hijo?”

Gadafi tuvo con Estados Unidos y la OTAN, y Cadafi nomás con una mujer menuda y de ojos vivarachos. Lo digo así porque la caída de los dos fue por el mismo tiempo. Resulta que Cadafi, en sus andanzas de parrandero, encontró a una muchacha de la cual quedó enamorado. Muchacho treintón, tuvo un rato de seriedad para granjeársela. Ella resultó ser de buenos ánimos, de arranques alocados pero con la suficiente cachaza como para domar a un león. Se casaron: fue una boda de flores y lujos. Los padres de Cadafi, que eran unos ancianos respetados por tener presencia en la iglesia y porque practicaban el amor al prójimo, recibieron a la muchacha con los brazos abiertos, con la alegría íntima de que llegaba una aliada para darle su aplaque a aquel inconsciente del despilfarro y del desparpajo, de aquel Sansón del vicio y de la velocidad.

Cadafi, ya con una hija de brazos, quiso recordar sus parrandas y tuvo unas salidas que hicieron ruido, pero ahora lo esperaba su esposa, lo esperaba con un ojo torcido y con el otro de boca de fuego de pistola apuntándole con buena mira. Discutían, reñían. La mujer no hizo caso de aquello de que los hombres nunca cambian. Agarró el látigo con la destreza de un domador y se volvió unas tenazas que apretaban las sienes de Cadafi.


La mujer tuvo su primer triunfo: lo metió a trabajar, y Cadafi, que nunca había tenido un trabajo formal, respondió bien a diez horas diarias de obrero. Fue una complacencia que le quiso dar a su esposa porque sabía que los negocios y las propiedades de sus padres eran también suyos.

De vez en cuando se alebrestaba y con sus rugidos reclamaba su libertad mal entendida y empezaba parrandas de delirio. La mujer no perdía la paciencia: con una mano sostenía el látigo y con la otra las tenazas. El león merodeaba y rumiaba sus viejos vicios. La mujer soñaba tener un león de circo, más aún un gatito tierno y suave.

Instigado por sus padres, Cadafi había jurado muchas veces ya no tomar, pero siempre faltaba a su juramento. Su esposa supo esas historias y no se desanimó. Cuando el león dejaba alisarse sus lomos, la mujer lo llevaba a la iglesia para que le jurara al Altísimo. Siempre fallaba, pero su mujer no se desanimaba, antes por el contrario trazaba y disponía como quien en el juego apuesta a lo seguro.

La última vez que juró, no lo llevó su mujer, si bien se le vio entrar en la Iglesia con ella del brazo, fue por su propia voluntad. No se supo por cuantos años juró, pero desde esa fecha no probó ninguna gota de alcohol. La mujer se complacía en acariciar a su león domeñado.

En esas andábamos por acá, cuando la televisión, en el mero auge de los noticieros y analistas, nos dio la noticia que los Estados Unidos y la OTAN por fin habían acabado con su enemigo, el terrorista… el dictador… el sanguinario Gadafi. ~