marzo 01, 2014

Gente que no lee



Un profesor habla de la importancia de la lectura frente a un grupo de alumnos. Es un profesor que lee de verdad, por gusto, y no lo dice por mera repetición de la propaganda educativa. La lectura es el medio por excelencia —les dice—, para llegar al conocimiento y apropiarse del saber. La observación y la experimentación llegan al punto que necesitan de la lectura crítica. Aclarando que la palabra escrita y la imagen pueden desembocar en lenguajes distintos, arremete contra la segunda y dice que esta no subyuga a la primera. Que es un sofisma aquello de que una imagen dice más que mil palabras. Anima a los despistados. La lectura requiere un poco de esfuerzo mental para descifrar las frases, los párrafos, el texto. En modo alguno la imagen ha sustituido a la palabra, aunque en estos tiempos de facilísimas imágenes así lo parezca. Hay una conexión instantánea con la imagen, lo que no ocurre con un conjunto de palabras, que requieren atención para captar lo que nos quieren comunicar. Por eso es más fácil ver una película complicada que leer un texto sencillo. La imagen que no está cifrada en un discurso artístico desmerece de nuestra atención. Lo que vemos en la pantalla en media hora, lo podemos leer en solo cinco minutos.

El grupo de alumnos es afortunado porque les tocó un profesor que lee, que les transmite su entusiasmo, que no sigue una línea rígida y hace refrescantes interrupciones para hablarles de sus libros preferidos, de las lecturas que lo cautivan cada día. Afortunados porque no les tocó un maestro que para desviar la atención de su desfachatez y carencia, achaca el desinterés en la lectura a muchos otros motivos, sobre todo porque los muchachos no aprendieron el hábito de sus padres. Están lejos de los mentores que eran la esperanza para los hijos de campesinos pobres y analfabetas. Hay en los grandes lectores mucho de inasible e inesperado. Se hacen en condiciones adversas y muchos provienen de padres no lectores. Hay como un influjo celestial. Como si fueran predestinados para vivir en un jardín. Ya dependerá de cada quien qué frutos coman, qué siembren y qué cultiven. Pero aparte de la inquietud personal; sí, también los padres, los amigos y la gente que los rodea; pero los profesores no deben desviar la atención, y deben ser ellos los principales focos de infección de la lectura, los propagadores del vicio de leer. Hasta el nivel de preparatoria yo no tuve la fortuna de conocer a un profesor que leyera, acaso el maestro de historia Gabriel López Sarabio, que impartía su clase con pasión inusitada, y le llegué a ver en su escritorio los tomos de Historia General de México del Colegio de México. De ahí para el real no tuve noticia de otro que leyera de modo desinteresado. Mi gusto por la lectura llegó de otros rumbos.

Es difícil que todos se dediquen a leer pero más de uno recordará al profesor que habla de sus libros como un gran motivador, como la persona que les señaló el camino. El mundo de oficios y actividades es tan amplio como la porción de mundo que nos toca recorrer. El alumno sale a la calle y se encuentra con gente que no lee. Gente que tiene a la lectura muy lejos de sus afanes o simplemente no existe esa noción en su cabeza. Y de verdad que no deja de ser gente muy inteligente, muy activa y trabajadora, gente que produce, aunque sea para la subsistencia, gente que vive la vida sin necesitar de un libro. Trabajar y producir le dan un brillo especial al hombre. Los poetas de todos los tiempos han festejado la capacidad del hombre para sobreponerse a cualquier adversidad. Mientras no aparece la muerte en su horizonte encuentra soluciones para sus grandes problemas cotidianos, da con salidas en los laberintos que lo detienen en su marcha, la luz que lo ofusca, luego la domestica para alumbrar lo que antes era confuso e inaccesible. La inteligencia, su capacidad, el mismo hombre son un misterio.

A diario vemos cómo las personas ejercitan su inteligencia: hacen cuentas, reflexionan sobre una pérdida de un mal negocio, profieren palabras y frases que desahogan y aclaran la mente, se concentran en algo que se niega a salir, esfuerzan la memoria para capturar un dato, un nombre que parece olvidado; escuchan con suma atención, refulgen en el momento revelador… El alumno que escuchó con simpatía al profesor, y que nada más al salir a la calle se ve en medio de la vorágine de la inteligencia de hombres que nunca han leído un libro, y que hasta pueden ufanarse de no hacerlo nunca, diciendo, muy orondos, que lo poco o mucho que saben lo han aprendido en la universidad de la vida, puede caer en el desánimo y preguntarse: “¿Para qué diantres sirve leer?”.

Cuando nos acercamos a una persona enfrascada a su actividad cotidiana, de la cual produce y se mantiene, refulge el brillo del sudor de su frente, que no parece una maldición, sino lo que lo distingue como ser dominador de las especies. Habla, saca palabras vivas y frases hasta memorables, todo en relación a su trabajo. No deja de sorprender, y si el alumno despistado anda por ahí, no tiene otra que meter sus manos en los bolsillos de su pantalón, erguirse, bajar la cabeza, echar la vista al suelo y marcharse, apenas mascullando: “¿Para qué diantres sirve leer?”.

Los buscadores del asombro y lo maravilloso pueden detenerse frente a un puesto de quesadillas en la calle, mirar de cerca, platicar con la señora que las hace y las vende y embarcarse al puerto de la admiración. La señora les platicará, y no es para menos, que se levanta a las cuatro de la mañana, las pizcas secretas y el punto que debe alcanzar el amasado, lo indiscutible de los ajos y cebolla para dar con el buen sazón, el espesor ideal que deben alcanzar los guisados, la preparación de salsas que animen al frugal y el comilón no deje de alabar, las que hubo de pasar para establecerse en esa banqueta, de cómo se granjea a los inspectores de la autoridad y las dádivas que les da… Durante la plática soltará frases esplendorosas dignas de trasladarse a una crónica. Y después de su sabrosa charla, no debe admirar qué grado de estudios tuvo, sino que en su vida ha abierto un libro. El alumno que anda en busca de libros, esta vez se impacientará: “¡Para qué diantres sirve leer!”.

Y así pasa con todos los trabajos y oficios: desde un vendedor ambulante hasta un alto ejecutivo, pasando por comerciantes, empleados, oficinistas, burócratas, obreros, campesinos, tablajeros, artesanos, profesionales, especialistas y maestros de oficio. Pero si se hace una segunda visita a la señora de las quesadillas ya no tendrá mucho de dónde echar mano, ya el buscador de lo asombroso no se maravillará tanto, a menos que le platique el caso de su vida. Toda vida puesta en palabras es cautivante. Con sus triunfos, sus desgracias y vicisitudes. Y ya contado su testimonio existencial, puede decaer en el chismorreo y el chiste. Ya no hay interés en ejercitar la inteligencia, comprender la vida, vivir la vida de un modo más cabal. Yo he conocido personas que cuando trabajaron y fueron productivas, refulgían de inteligencia práctica para resolver sus problemas y sobreponerse a todo, luego, por cuestiones biológicas o por la tristeza que trae la vida en las postrimerías, se les apagó el brillo de sus frentes. Como los alcohólicos abjurados, que mientras fueron partícipes de la parranda, sobre todo en la euforia, motivaron conversaciones lubricadas; pero ya retirados, merodean coléricos una soledad silenciosa. La lectura mantiene un fuego chisporroteante que va más allá del brillo de la frente. La lectura es origen de una conversación incesante que puede prolongar la vida o por lo menos vivirla más real, crítica y felizmente; nos ayuda a despejar, agarrar vuelo y no como la señora de las quesadillas que después de su sabrosa plática de la masa y el testimonio de su vida, se quedó aleteando, incapaz de emprender el vuelo hacia el cielo azul. Si el alumno da con estas razones, tal vez vuelva a reanimarse y encontrarle sentido, volver a nacer con las palabras motivadoras de su profesor. ¿Cuántas personas no se quedan a la mitad de lo que pretendía ser una buena conversación? Personas que se les dio el don de la palabra como un jardín pero que nunca lo cultivaron, tal vez nunca se dieron cuenta de lo que se les entregó. Frases como “Algún día escribiré un libro”, “Si escribieras tu vida sería un gran libro”, “Si hubieses querido serías un gran escritor”… esconden entre líneas la falta de un encuentro feliz con los libros y la lectura.

El alumno, a pesar de todo, para salir de la confusión, visita la biblioteca más cercana. Muchas de las bibliotecas de las ciudades de nuestro país son tristes escenarios del desinterés y la incuria, sin embargo, una que contenga unas decenas de libros clásicos, de autores antiguos y contemporáneos, de literatura mexicana, (y como terracalenteño, también unos libros de mi región); no deja de ser una opción esperanzadora. Sin presión de nadie, sin intermediarios, el alumno se da cuenta que el comercio con los libros no es tan difícil como se suele pensar. Entabla un diálogo duradero, un diálogo que irá subiendo de nivel, por su mera iniciativa y curiosidad. Será un continuador de la conversación de los autores que le interesen y, como su preceptor, llegará a contagiar y animar a leer, si es que tiene valor de hablar de cosas que casi nadie habla y que casi a nadie le interesa. Pero que no están muy alejadas de la realidad. Esos libros fueron escritos por inquietudes sobre la vida, como por una urgencia para subir el nivel de la conversación y prolongarla hasta el fin de los tiempos.   

El libro más recomendado y que se tiene a la mano es La Biblia, aunque luego no se lee por satisfacción porque los guías religiosos coartan la libertad creativa del lector. “Hay que saberla interpretar”, les dicen. Y de ahí surgen supersticiones temibles, “si no entiendes, todas las palabras se te volverán”, como si fuera una andanada que confunde el pensamiento. El mismo acto de leer (estudiar, estar pegado a los libros), representa para mucha gente el peligro de quedar loco, de que “se sequen los sesos”. Podríamos decir que esto es inspirado en el personaje más glorioso de la literatura: el Quijote. En mi barrio y círculo familiar se señalaban a dos personas que supuestamente quedaron locas de tanto estudiar. Una mujer que por ahí anda seguida de perros callejeros, y un hombre que no paraba de caminar en todo día, habían sido jóvenes, a decir de la anécdota, “buenos para el estudio” pero que por esto quedaron locos. La moraleja es simple: hay que leer pero no tanto.

Si por un lado, las personas muestran desinterés por la lectura, por el otro tienen una especie de respeto hacia los libros, sienten que están frente a un misterio, la sabiduría, la verdad. De aquí mismo se podría explicar las supersticiones que rodean el acto de leer. Yo, como lector, encontré a mi antepasado consanguíneo más remoto: el ventero analfabeta de El Quijote (I, xxxii), que guardaba algunos libros de caballerías, los que le secaron los sesos a Alonso Quijano, y que cuando alguien los leía escuchaba las historias maravillado “me han dado la vida” decía seguro de que todo aquello había sido verdad. Cuando le dijeron que aquello era pura fantasía, “disparates y devaneos”, se movió a enojo, como el Quijote. En una nota de la edición de la Asociación de Academias de la Lengua Española (2004), explican la actitud del ventero: “En las culturas con alfabetización insuficiente (…) la escritura conlleva un plus de veracidad”. Como fuere, los libros tienen prestigio en cuanto objetos manuales, por eso luego escuchamos a padres que en ratos de enojo, para reconvenir a sus hijos; o enfadados de que estén pegados a una pantalla, luego dicen: “Ponte a estudiar (leer) un libro”.

Las estadísticas sobre la lectura en nuestro país son apabullantes: los mexicanos casi no leen. José Emilio Pacheco, recientemente fallecido, desconfiaba de estos números y no desaprovechaba oportunidad para referirse a hechos que las encuestas dejan de lado: los lectores poco visibles, la actividad y préstamos de las bibliotecas públicas, los libros que se prestan y pasan de mano en mano, los juegos de copias que se sacan a diario y que llegan a más de una persona. La idea de Pacheco destila a la vez una apuesta de todo y una íntima alegría por el mundo de los libros. Otro escritor, Gabriel Zaid, va más allá de la generalidad de que los mexicanos casi no leen, y apunta algo que corroe: los universitarios casi no leen. Ocupados en obtener credenciales y acreditar sus currículos (indispensables para quien sueñe en entrar y trepar en las burocracias gubernamental y universitaria), no tienen tiempo de leer. La crítica de Zaid se afila más con los que se aferran en publicar sin siquiera releerse y cuyos títulos solo se leerán en sus currículos. La crítica de Zaid no deriva de la amargura de un humanista misántropo, sino de la esperanza, y junto con Pacheco, confluyen en la idea de que si todavía se producen y circulan libros de calidad, inspirados en la tradición clásica, es porque todavía hay lectores de verdad.

Por eso tenemos un presidente de la República que en la presentación de su libro se desplomó cuando le preguntaron qué libros había leído y dejó claro que no lee, o que lo hace como ejecutivo, no personalmente. ¿Y cuántos presidentes municipales, diputados de las cámaras locales, gobernadores, diputados federales, senadores están en las mismas? La lectura nos hace más conscientes de la realidad, nos hace verla con otros ojos, nos hace más humanos; si nuestra clase gobernante no lee, tal vez en parte de ahí venga la ignorancia, la ignominia y la indecencia con que nos gobiernan.

Desde este punto de vista descreo en un estado conspiratorio en contra de la lectura. Nadie puede conspirar contra algo que ignora. Zaid nos dice que antes de la llegada de los tecnócratas al poder, había gobernantes, con no muy altos grados académicos, pero que leían y por lo tanto creían en un mundo mejor a partir de los libros. Los de ahora cuentan con doctorados, pero no leen y sueñan con el ascenso, con trepar en los escalones de las burocracias. El enemigo principal de la lectura es el desinterés. El cambio no nos llegará de arriba, hay que retomar la lectura, el diálogo con nuestros clásicos. Hay que aprovechar que somos enanos —como decía Bernardo de Chartres en la edad media, y que Zaid lo cita casi religiosamente—, sobre hombros de gigantes, y por lo tanto podemos ver más y más lejos.~



1 de marzo de 2014