junio 30, 2014

Una vida sencilla

En este punto de mi vida, me detengo, agarro la punta del ovillo, y pido:

una vida sencilla;

ver  a la mujer y al niño, tranquilos, bajo la sombra de un árbol;

trabajo para que fluyan las horas y no falte el pan en mi mesa (aunque sea poco, aunque gastemos poco, 

vivamos con poco, apretándonos el cinturón);

tiempo que siempre puede capturarse y robarse para leer y pensar;

madrugadas indulgentes para escribir.

Sé que la vida es corta.

Ya no confiaré tanto del bullicio,

y cuidaré que el tumulto no barra mi juicio.

Tengo planes y sueños que a nadie importa,

pero los cumpliré humildemente, como una nota imperceptible en la música del destino;

a menos que falte tiempo.

Por eso agarro la punta del ovillo, y pido:


una vida sencilla.῀

junio 10, 2014

Lamo, un hombre bondadoso

Hay personas que se les da el don de la amistad, una suerte de animarla y conservarla. Erasmo ‒nombre de por sí con resonancias dulces y sencillas, de tal sencillez como su apodo derivativo: Lamo‒, cultivaba amistades que trascendían más allá de las parrandas. Era un hombre de temperamento tranquilo, que aún después del ruido y la soledad de las borracheras, le quedaba entero el sentimiento de la amistad.
Quien bebe se rodea de un gran grupo de personas que juran, entre otras cosas, amistad. Pero cuando se deja de beber, ese círculo que parecía tan infalible, se esfuma. En Lamo, por su afabilidad y fiabilidad, no podía esfumarse fácilmente.
Sin tener mucho (tuvo poco pero ¿a cuántos no nos sacó de grandes apuros?), siempre compartía lo poco que traía. A veces me tocó ver, y lo digo con culpa que nunca expiaré, cómo se gastaba el último tostón con sus amigos. Su imagen de borracho, sacada, es cierto por su estilo de vida; pero también por los prejuicios que suelen acompañar a los humanos, impedía ver lo esencial de aquel hombrón de voz suave para escuchar y de timbre macizo para las juergas: era un ser desdichadamente bondadoso.
 La víspera de su tragedia platiqué con él por última vez. Transpiraba desánimo y una desesperación resignada. Le tuve que decir ‒¡qué bueno que se lo dije!‒, que él era un ser humano bondadoso (dudé en decirle esto porque él no era de estas ni de muchas palabras, pero se lo dije), muchos de tus amigos están más allá de la copa y la ocasión. Por eso ‒le dije‒ hay buenas razones para vivir. Me contestó con un rotundo meneo negativo de cabeza. La tristeza y la pesadumbre, de las cuales pocos se salvan en esta vida, ya lo llevaban a su fin, tan drástico como pesaroso.
Lamo, como hombre, tuvo errores: su obsesión por la mujer que ya no le pertenecía ‒todo acercamiento a ella, en su inminente destrucción, lo perdía y lo hundía más‒; y, su refugio en el alcohol. Estas dos cosas lo perturbaron tanto que no pudo continuar pagando sus deudas. Nada del otro mundo, por cierto. Sus deudas que tanto le debieron mortificar, después se supo, no rebasaban los treinta mil pesos.
Errores pero no pecados en un hombre que vivió con sencillez: no necesitaba de mucho para vivir, y si se endeudó, fue por el robo inmisericorde que sufrió en su propia casa. Un hombre de buen carisma que atraía a sus amigos, que aumentaron con los años, porque en él encontraban descanso y comprensión. Un hombre que sabía administrar el silencio, silencio que a veces parecía escarbar bajo sus pies y hacía pesar más con sus ojos grandes, como de moro. Pero esos silencios lo hicieron ser un hombre prudente y tolerante.
Ya después, la tristeza llenó su silencio. Después de su muerte, se comprende, antes podíamos tener atisbos, pero todo se presentaba por partes, confusamente, como para burlar toda clarividencia humana. Su cara larga, su mirada perdida, su ilusión burlada y rota, todo cupo en su silencio.
Yo, que viví muchos días con él, me quedaré con aquel niño que de muy chico le llevaba la comida a su padre campesino al bajial, con el infante que confuso desertó de la primaria porque nunca aprendió a escribir su nombre, con aquel niño que apenas pintó a muchachillo se retiró de los trabajos del campo para irse de aprendiz de eléctrico, con aquel adolescente que probó el mundo de la rebeldía y la calle con la banda juvenil “los batos locos” ‒banda, que es justo decirlo, no se le recuerda ningún suceso infausto, y en la cual, me han informado, Lamo siempre fue mesurado y tranquilo‒. También con aquel joven aprendiz de orfebre, que cuando empezó a ganar centavos, procuró arreglar su cuarto porque quería hacer la mayor apuesta que puede hacer un hombre, y válido es decirlo, perdió esa apuesta.
Me quedaré también con el hombre que estuvo al lado de su madre hasta que esta murió. Sus problemas personales nunca fueron cosa grave para ver y atender a su madre. Una vez, a horas de la madrugada, llevando a su madre en sus brazos, porque iba inconsciente por las altas y bajas de la presión, dijo, como para darse fuerzas: “No es animal para dejarla morir”. Me impresionaron esas palabras dichas por un hombre en apariencia rudimentario y tirado al vicio.
Una muerte como la de Lamo es un “camino de Damasco” que ofusca y hace detenerse para replantearse el sentido de la vida. Él fue criado en una familia de creencias católicas pero por apuros cotidianos no fue bautizado. Ya adulto se negó ir a la pila bautismal, y en este punto había un silencio infranqueable. Sin embargo, la muerte de Lamo tuvo esa gracia del cristiano (porque la forma en que murió nunca dejará de ser un misterio y porque murió purificándose con su sufrimiento) de morir por los demás. Morir para repensar la vida, recapacitar y prepararse para la muerte.†