junio 04, 2020

Una vida por el periodismo




Es el cerro de la cangrejera, partido por la barranca de las ilamas, que cruza el potrero que era de Modesto, y luego entra al que fue de Maurilio; hasta llegar por ahí donde vivía Flavio Torres… Quien piense que las líneas anteriores son mías, ¡honor me hace! Son de Antonio Alvear Olea (1955-2020). Las escribió en una de las tantas conversaciones que sostenía en su muro de facebook. Yo me las anoté con el propósito de visitarlo y decirle: “Mira qué musicalidad, qué concentración de imágenes, qué agilidad, qué maravilla en esas dos líneas. Toño, debes escribir la historia de tu pueblo Santa Teresa.”
Y la escribió a su modo: en sus columnas, en sus artículos, en la remembranza de personajes que conoció desde la infancia. ¡Vaya que nuestra tierra ofrece un panorama rico en personajes y en su propio paisaje para escribir! Periodista de carrera, siempre tuvo como aliados los libros que lo marcaron. En la calle Reforma, en su casa, recibía a sus compañeros y amigos, siempre hospitalario y con la bonhomía que lo caracterizaba. Ahí ofrecía mezcal, queso, dejaba que se hicieran llamadas desde su teléfono fijo (cuando las llamadas nacionales costaban buen dinero por minuto). Nada más traspasando la puerta, tenía su estudio, con un grande librero, tan grande, que más que estudio, era su biblioteca, buena biblioteca, por cierto. La última vez que lo visité releía con entusiasmo El Naranjo de Carlos Fuentes. Ahí se le miraba machetearle en el teclado después de las ocho de la noche. Fue un periodista de la vieja escuela, de los que bucean en la literatura y en la historia para escribir un artículo conciso, claro y original. No dejaba de recomendar a Vicente Rivapalacio, a Manuel Payno, a Miguel Cervantes, al Marqués de Sade, a Fuentes, antes mencionado; entre tantos otros autores. En el desierto de conversaciones librescas, que es nuestra tierra, para mí, Toño Alvear, fue un remanso vivificante.
Después de que se graduó de la carrera de Ciencias de la Comunicación trabajó en algunos diarios de la Ciudad de México, pero luego tuvo otros trabajos disímiles, que bien lo pudieron alejar del periodismo; sin embargo, regresó porque era su vocación: comunicar mediante la palabra escrita.
Su vida siempre tiró a volverse en un pequeño empresario, un comerciante. Descendiente de hombres y mujeres que se forjaron un destino en la agricultura y el comercio. Guiado por el ascendente de su madre, de quien guardaba su ejemplo de ahorro y trabajo, Toño pudo retirarse del periodismo, pero siempre volvía a él como su razón de ser. Llegó a hacer trabajo de corrector y editor ganando muy poco dinero. Era cuando se afanaba más a su instinto emprendedor, pero al mismo tiempo volvía a agarrar la pluma con mejores bríos para hablar de política y los temas que le interesaban.
Es extraño a estas alturas oír decir a alguien, a ras de suelo, que el deber de todos los ciudadanos debe dirigirse al bienestar de la patria. Decir con convicción y sin patrioterismo barato que nos debemos a la madre patria. Admirado de estas disertaciones suyas, le hice notar que actualmente nadie toma en cuenta la patria. Sus padres, principalmente su mamá, le hizo sentir ese orgullo criollo por nuestro país.
De esa convicción partía su trabajo como reportero y columnista. No dejó de escribir hasta los últimos días que quería “un México de progreso y desarrollo… con una economía fuerte… donde todas las familias tengan atención médica.”
Ejerció el periodismo con el respeto a las palabras. Y esto no se logra con otra cosa que leyendo. Hombre que se levantaba a las cuatro de la mañana, siempre se procuraba por lo menos una hora para leer. El último libro que leyó, disfrutó y subrayó fue El vendedor de silencio, de Enrique Serna.
Hombre de campo, siempre estuvo orgulloso de sus orígenes. Aunque volvía a su tierra seguido, solo le quedaba recordarla a través de la memoria y la plática. Entonces era bonito escucharlo hablar, de una madre vívida que iba y venía y que le enseñó las primeras lecciones para ser un mexicano de bien, esa mujer que llevaba en una libreta todos los apuntes de sus gastos, la mujer que a escondidas escribía algunas rimas nostálgicas de un tiempo ido. De ese primer mundo Toño nunca se quiso despegar, sabía que mediante la palabra, bien madurada y bien escrita, a través de la conversación, se permanece más allá de la muerte.
Su jovialidad, su atención, su buen humor lo reflejaba en su conversación, motivo por el cual nunca lo dejé de frecuentar desde principios de 2007, cuando lo empecé a tratar.
No deja de ser sorpresiva la muerte de un hombre de 65 años que venía de una genética longeva: su padre murió siendo nonagenario. Su muerte, al parecer de covid-19, círculo concéntrico que traspasó nuestra muralla de grandes calores y que nos llega como las ondas de una creciente fatídica, refleja una terrible jugada irónica con uno de los ideales que expresó públicamente antes de morir, a saber, derecho a la atención médica. Murió a fuera del hospital, en espera, según se dice, a los protocolos que implica un paciente invadido por el mortal virus. Como haya sido, esta muerte, cuyas circunstancias da visos de negligencia o parálisis por el miedo a contagiarse nos pone al desnudo el sistema de salud tirado por los suelos de nuestro país.
Lo que Alvear Olea soñaba para todos los mexicanos: un sistema de salud digno, vino a ser una premonición fatal para sus últimas horas de vida. No les queda decir a los trabajadores de la salud ese sonsonete trivial de “se les dijo.” No les queda porque la problemática de años de corrupción, y la decisión del actual gobierno que muy ufano rebajó el presupuesto del sector salud; los trasciende. No les queda porque los que se enferman no son precisamente las personas que desatienden las indicaciones. Toño fue una persona que acató las recomendaciones y más aún les dio difusión en los espacios que tenía a su alcance… A nadie le queda decir, a modo de apóstrofe, ese sonsonete de “te lo dije” porque nadie sabe cómo la enfermedad y la desgracia llega para ensañarse con las personas. El coronavirus es una marejada que viene a arrasar con nuestro deficiente sistema hospitalario. ¡Ojalá!




febrero 22, 2020

Un encanto de cien años: Andrés Jaimes Sánchez. Los murmullos, la luz y sus reflejos




Para Luis Enrique Echenique


Andrés Jaimes Sánchez y Gregorio Martínez Moctezuma durante la presentación del libro.

¿Qué papel juega el Arte en nuestras sociedades? ¿Qué alcance tiene una pintura, una pieza musical, un soneto, una obra de teatro, por mencionar algunos de sus productos? ¿Qué influencia tienen en la vida cotidiana de las personas? ¿Cómo le sienta al Arte sentarse al lado de la ciencia y la tecnología? El Arte, señoras y señores, enmudece y palidece. ¿Qué podría hacer al lado de la medicina, que actualmente, gracias a su incesante progreso, ha incrementado considerablemente la cantidad de años que puede vivir una persona? Mientras que en otros tiempos, llegar a los sesenta años, ya se consideraba llegar a la vejez plena, ahora, cuando una persona llega a esa edad, bien se puede decir que llega un poco más allá de la media vida. Un octogenario, un nonagenario, bien pueden decir: “Primero el Altísimo y luego mi médico.” Y la medicina está ahí: fuerte, merecedora de todos los elogios; salvando vidas, puntual en las reconvenciones a los que no llevamos una vida saludable.
¿Qué decir de los avances científicos que nos han prodigado unas urbes donde la vida es de lo más llevadera? Donde el confort está al alcance de los listos y abusados. Donde la felicidad se consigue con dispositivos que sólo los que somos duros de entendederas no podemos llegar a ellos. Gracias a la ciencia, reitero, tenemos calles pavimentadas, red de drenaje, agua potable entubada y decenas de servicios que sin ellos sería prácticamente imposible nuestra vida diaria. El progreso nos llegó a Tierra Caliente por lo menos desde hace setenta años. De que no lo aprovechemos, de que no lo explotemos, es única y exclusivamente por los que somos despistados y de los que tenemos alma fatalista.
¿Y qué decir de ese pilón que nos han dado nuestras ciudades desarrollas? Las nuevas tecnologías de comunicación, esas que nomás parpadeamos y ya estamos desfasados, y, por lo tanto, con las ganas de tener el último modelo de celular, dispuestos a imbuirnos en las pantallas por horas y no perdernos de nada. Gracias a los celulares se acabaron las distancias y podemos estar comunicados, por llamada y video-llamadas, con los seres queridos que están en los últimos vuelos de nuestro corazón.
Ante este escenario el Arte se sienta circunspecto y, como ya les dije, empalidece…
¿Qué haces, escultor, con tus sueños de mármol? Deja tu afán de “dar a la masa la línea y la hermosura plástica.” ¿Qué haces, músico, queriendo convertir el ruido en armonía? ¿Qué haces, poeta, martillándote, esperando la inspiración que te dicte el verso de oro y miel? ¿Qué haces, pintor, quebrando tus pinceles si sabes que tu cuadro no será admitido en los salones de exposición?
¿Qué es lo que están haciendo, señores y señoras artistas, a lado de finos y agudos médicos, de banqueros, de audaces comerciantes, de gente avispada para los buenos negocios, de gente ducha en las nuevas tecnologías?
Pura fantasía… Pura imaginación la de ustedes.
¡Albricias! ¡Albricias! Hemos llegado al punto donde nuestros pulmones toman aire y nuestro pecho se levanta ufano. Porque el Arte, con su letra inicial en mayúscula, es la puerta para soñar un mundo mejor, una mejor vida. Es el umbral para dialogar con nuestra realidad con imaginación y con inteligencia. Parafraseando al filósofo alemán Theodor Adorno: “El Arte no vale nada pero por eso es importante.” Una melodía, un texto literario, una pintura han salvado el alma de seres humanos a lo largo de la historia. Los ha salvado del aburrimiento, de la rutina, de la desidia. Porque el Arte nos despierta, nos asombra y nos hace rebelarnos.
Es el caso del libro por el cual hoy nos hemos reunido: Andrés Jaimes Sánchez: Los murmullos, la luz y sus reflejos, compilado por Gregorio Martínez Moctezuma. Pocos son los títulos afortunados de los libros y este lo es porque todas las pinturas que vienen en él son un suave murmullo, suave y conmovedor murmullo de las noches en el río Balsas, de las luminosas mañanas del campo calentano, del paisaje nostálgico y sempiterno del Tlapehuala profundo, el murmullo de la belleza de la mujer, el suave murmullo ―vuelvo a repetir— de su rebozo y su vestido. Y siguiendo con el título: el alma de Andrés, que para fortuna de los que amamos Tierra Caliente, vivió sus primeros años aquí, quedó impregnada del iris, de los matices de la luz que vemos en el cielo de nuestra tierra. Es de admirarse cómo esa luz y sus reflejos están en la vegetación de su obra, en las tonalidades de la tierra (tierra y madre han influido profundamente su obra como músico, como compositor y, sobre todo, como pintor). Este libro es un sondeo del corazón tanto de Jaimes Sánchez como de la tierra que lo vio nacer y del vuelo halagüeño de las garzas que despegan a su libre albedrío.
Pasar cada página del libro es pasar por una galería cuyo recorrido dura cincuenta años, como los encantos de nuestra región, de esos que se cuentan que uno se mete a una como feria, y ve mujeres bellas, irradiantes de sensualidad, mujeres gitanas que leen la mano, mujeres que pierden a los hombres tan solo con escucharles la voz, puestos de sombreros y rebozos, puestos de pan de baqueta contenidos en grandes chiquihuites, hombres de a caballo cuya mirada dan entender que están a punto de empezar un viaje por desfiladeros insospechados, chaneques travesurientos que han robado a unos músicos la tamborita y la flauta, el caimán que se desliza por las aguas impetuosas del Balsas y en cuyos lomos lleva la ilusión de la civilización. Y tantos prodigios más como los que verán los que recorran esta galería, rectifico, no de cincuenta, sino de cien años. Porque Andrés es un artista que nos sobrevivirá. Y estoy seguro que su obra perdurará en el alma del pueblo calentano.


Y después de salir de ese encanto nos queda una imagen que nos vuelve al hombre, a la mujer, a la tierra. Después de tantas imágenes llenas de fe y esperanza, no hay que perder de vista que todo el trabajo de Andrés le apuesta a hacer la vida de sus amigos más llevadera, con vivos reflejos de amistad y felicidad; nos queda la imagen que viene al final del libro: Doña Conchita, mi madre: entrañable, seria y conmovedora pintura. Sentada en un montículo de piedra al pie de un árbol, al pie de la cabecera de los surcos, en su tiempo de secas, y el paisaje, el pastizal color ocre. Esa pintura es una imagen fiel de la tristeza de la mujer que espera con amor unos mejores tiempos para sus hijos. Imagen avasalladora de la vejez taciturna.
Este libro nació de la maravillosa conversación con el Arte, su autor, Martínez Moctezuma, que es un poeta, sonetista de altos vuelos, y que siempre anda en los caminos de La Huasteca y del son calentano, al oír los murmullos, al ver el iris, al ver la armonía, la musicalidad de las pinturas, no tuvo de otra que sucumbir a la tentación de hacer este libro y, además, agasajar al curioso que llega al final de la galería con dos discos: uno donde don Andrés, con su voz de trovador ribereño del Balsas, interpreta sus propias canciones; y otro, donde interpreta sonetos y canciones de autores de nuestra región.
En cualquier patria chica tendrían a don Andrés Jaimes Sánchez como uno de sus artistas consumados como lo tenemos aquí en Tierra Caliente.

Texto leído durante la presentación del libro: Andrés Jaimes Sánchez. Los murmullos, la luz y sus reflejos. Agua Escondida Ediciones, 2019., en Ciudad Altamirano el 22 de febrero de 2020.