febrero 10, 2014

Don Adán

Para Carola


El primer recuerdo que tengo de Adán Avelino es verlo platicar muy serio en el corredor de la casa de mi abuelo. Estaba jodido por la reuma y caminaba balanceándose. Era robusto y colorado. Usaba un sombrero  vaquero. Frente a frente, don Adán sentado en una silla de palos tejida con mecate, y mi abuelo en la hamaca, este deshojaba y rebanaba mazorcas de toqueres, platicaban de la vida del campo, de sus experiencias de agricultores. De sus creencias y tradiciones. De esa tarde guardo la historia del hombre que terminó por huir de la molicie de la casa de sus suegros para irse a vivir bajo la sombra de un árbol.

Recuerdo a los dos viejos, que por esos días no estaban tanto (cincuentones los dos), muy interesados en la conversación que desarrollaban. Ya era de tarde y la luz del sol entraba directamente al corredor. Al poco rato los dos se quedaron callados. Se estuvieron sentados ahí un rato, descansando de su agotadora conversación.

Ahí quedó sellada una amistad. Más allá de que habían contraído deudo (eran compadres), el pasado y la vida de agricultores los unía. Fue la única vez que los vi platicando. Ya después la vida los llevó por caminos distintos. Mi abuelo abandonó su bajial y se ocupó en atender las enfermedades que lo achacaban. Ningún hijo sacó el gusto por el campo, y el bajial terminaría abandonado y rematado. Reducido por la insuficiencia renal, murió a fines del noventa y nueve. Se había negado a la diálisis.

Por esos días yo andaba metido en mis estudios de preparatoria. Aún no sabía el peso que mi abuelo tendría en mi vida. Fue el hombre que me crio. Tengo muy presente su afición a la conversación. Conversar una hora de camino mientras llegaba a su bajial. De él escuché las primeras historias que me asombraron. De él y de las personas que se rodeaba. A veces pienso que mi hábito de lector se explica porque es imposible revivir aquellas conversaciones. Soy un campesino que a falta de tierra busca sacar frutos y entretener el tiempo en los libros.

Cuando me fui a México a estudiar, empecé a visitar más seguido a mi madre, aun llegaba directamente a su casa. Ahí me reencontré con don Adán. Seguía con la reuma, pero todavía trabajando su tierra. Y seguía siendo un gran conversador. Yo, sin darme cuenta, andaba en busca de lo que tuve en el paraíso de mi infancia: el campo y la conversación. Adán fue la extensión de esa ilusión. Me invitó a trabajar a su sembradío de camote y sudé cual peón más experimentado. Por las tardes, como pretexto para empezar a platicar, nos poníamos a jugar baraja. La estima y la admiración por él, pese a vilezas y chismes, estuvieron a salvo. Más aún aumentaron.


Pasaron los años. Adán sembró menos. Murió su mujer. Y vendió su tierra donde sembraba camote, y otras cuatro hectáreas que tenía.

De cuando lo conocí ya pasaron veinticinco años. Me dicen que ahora trota tras una salacidad postrimera. Me dicen que se emborracha muy continuo. Yo lo llegué a ver contadas veces borracho. No negaba que en su juventud tomó, pero cuando yo lo empecé a tratar estaba en la madurez sensata, esa que vilipendia los vicios y avisa de la experiencia.

De lo que me cuentan yo tomo mis reservas. La última vez que nos vimos y cruzamos palabra lo sentí envejecido. Y no me refiero a su cuerpo porque para mí eso es lo de menos, sino a su ser; me habló con un corazón envejecido. Me dijo que la venta de cerveza, su actual negocio y de lo que se mantiene, va mal. Lo oí y lo sentí desarraigado, como debe hablar un hombre de campo que es despojado de su tierra, como debe ser la voz de quien de pronto se le viene una avalancha de vilezas. Un corazón marchito y envejecido. Yo me sentí triste, una tristeza que me puso largo rato pensativo. El sueño del campo desde hace mucho que se fue. Y el último reducto de la conversación viva que escuché en la infancia, y que es don Adán Avelino, sentí que se apagaba.



1 de noviembre de 2013   

febrero 07, 2014

“Te ves mal”, “Pero me siento bien”

Foto Alfredo Cruz Valencia


No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la miseria

Dante Alighieri, Infierno, V.

 

Muchos años después, ya reducido a una poca movilidad por la enfermedad y la pérdida de la vista, sin apasionamientos, sin resentimiento, dice que fue un error haberse casado con su primera mujer. Una prima hermana suya. Ese matrimonio le trajo un sinfín de problemas. El pueblo era chico y la presión del clan fue tanta que no tuvo otra que exiliarse. Se fue a la Ciudad de México. Con esa mujer, que la amó con delirio y arrebato de la juventud, procreó dos hijos. Regresó por una tragedia: la muerte temprana de su esposa y su hija, esta siendo una niña.

Porfirio Santamaría, Polilo, como se le conoce, nació en una casona del corazón del viejo pueblo de Pungarabato. Estas casonas, que eran de los principales, como aún se puede constatar con las que quedan, eran de paredes altas de adobe, techo de tejas a dos aguas, amplias y de grandes corredores. No muy lejos de ellas pasa el río Cutzamala. Polilo nunca olvidaría sus aguas cristalinas y la variedad de sus peces. Muchos años después, en vano trataría de recuperarlo como lo tuvo en los años de su infancia. El río Cutzamala representa su paraíso perdido.

Moisés Santamaría fue un hombre acaudalado que muy probablemente nació en 1882. Fue criado con la disciplina de los tiempos de Porfirio Díaz. Cuando surgió la revolución, que en Tierra Caliente comenzó después del asesinato de Madero (febrero de 1913), mantuvo su apoyo a la línea oficial. Aunque no se involucró en las reyertas, ofreció pequeños servicios de escribiente. La suspicacia que sentía por los revolucionarios se volvió desdén cuando estos llegaron al poder, o mejor dicho, peleaban por él, mediante la intriga, la traición y el crimen. Después de los años turbulentos de la revolución, se volvió de esas personas que añoraban “los tiempos de paz y progreso” del porfiriato.

Ya en la antesala de la vejez, a los sesenta años, contrajo nupcias con una joven de 20 años. A pesar del trastorno social de muchos años que fue la revolución, Moisés Santamaría conservó su patrimonio y aun el aire de dignidad de los ricos del porfirismo. Cuando nació el segundo de sus hijos, ya tenía el nombre: Porfirio, por el general Porfirio Díaz.

Dice Polilo que su padre lo procreó a los sesenta y tres años. Pero muy lejos de un anciano apolillado y agotado. Cuando él llegó a la adolescencia su padre ya era un octogenario pero con ímpetu para la crianza de sus hijos y para la vida misma.

Cuenta Polilo que el desprecio que su padre tenía por los revolucionarios se agudizó hacia el presidente más popular de México, el general Lázaro Cárdenas del Río, a quien consideraba como parte de esa runfla de advenedizos que se enriquecieron con la revolución. No obstante, Cárdenas, que tiene fama de haber visitado muy continuo ciudad Altamirano; “el gran benefactor de estas tierras”, siempre que venía procuraba pasar a saludar al viejo Moisés. Este procuró que ninguno de sus hijos le pidiera ningún favor, ninguna influencia al general. Salvador Santamaría, sobrino de Moisés, primo hermano de Polilo, fue el cacique de Altamirano hasta 1985, año de su asesinato. Por el poder político y su riqueza se sabe que él si sacó provechó de su relación con Cárdenas.

Pero Polilo no andaba en busca de favores ni esperaba alianzas con nadie que no tuviera simpatía por sus ideas comunistas. Llega al tema de la revolución cubana (1959) y su voz —gruesa, ahuecada—, centellea como una pasión juvenil. Es su gran ideal. El gran referente de su concepción política. En el éxtasis de la conversación, le pide a Aída, su plácida esposa, que le lleve una valija que guarda con mucho celo. De ahí saca un póster de cartulina dura, donde aparecen Castro y el Che Guevara extendiéndose un abrazo, risueños de triunfo. Traspapelada, también aparece una fotografía de un grupo de niños de kínder, y al costado derecho de la foto, en grande, el rostro de una niña; a pesar de los años, la foto está bien conservada. Es la hija de Polilo, muerta niña hace muchos años.

Una vez le pregunté a Polilo si no resentía haber venido a menos con la hacienda que le dejó su padre. Pronto me di cuenta de lo impertinente, innecesaria de mi pregunta. Pero sin inmutarse me contestó que en realidad él nunca le dio importancia al dinero ni a la posición social. Con los años habría de dar muestras de una honradez a prueba de fuego. Casi como un voto de pobreza franciscana.

Hace diez años fundó una organización civil “Rescate ecológico del Río Cutzamala”. Su espejo feliz de aguas puras en el paraíso de su infancia. Me han dicho que aun viviendo en otras comunidades cercanas de Altamirano ha procurado hacerlo cerca del río. Cuenta que sin ningún recurso se echó a andar para ir a ver al Jefe de Gobierno del Distrito Federal, que por ese tiempo era Andrés Manuel López Obrador y al presidente Vicente Fox. Seguido nos acusamos y hasta nos recriminamos que somos unos ciudadanos apáticos, que no vemos más allá de nuestros intereses propios y mostramos total desinterés por los problemas de nuestra ciudad; sin embargo, cuando Polilo empezó a tocar puertas para su proyecto, muchos ciudadanos lo apoyaron de manera abierta. “Rescate ecológico del río Cutzamala” fue dada de alta como una organización civil y Polilo Santamaría fue a entrevistarse con el Jefe de Gobierno y el Presidente. Interesante su experiencia por la imagen que se pudiera tener de estos personajes. López Obrador le pareció un tipo déspota y altanero. Lo recibió mal y lo despachó grosero. No era del modo de un líder tan popular como lo era por aquellos años. Lo mandó con “el vecino”, que así se refería al presidente. Por suerte, con Vicente Fox, le fue fácil llegar. Polilo sabía, por relato de una de sus hermanas que trabajó en la Cocacola cuando esta compañía llegó a Altamirano, que para abrir ruta había llegado un hombre de Guanajuato, enorme y muy trabajador. Hacía nada más una comida al día pero bien despachaba, de cajón un kilo de carne y dos litros de leche. Ese hombre, que impresionaba por su estatura y su capacidad para cargar muchas rejas de refrescos (por sus enormes brazos), quedó grabado en varios altamiranenses. Cuando Vicente Fox llegó a la presidencia, muchos quisieron ver en ese hombre al joven aquel que había venido con la Cocacola. Estando frente a frente, Vicente Fox le pidió a Polilo que se identificara. Cuando este lo hizo y le dijo que procedía de Ciudad Altamirano, Fox tomó confianza, despachó a sus escoltas y se puso a platicarle relajadamente cómo él había estado unos meses en aquella ciudad. Fox le inquirió para dar con el nombre de una señora que vendía enchiladas en un puesto de cena, le quería regalar una casa. Se acordaba que era una mujer pobre y sin vivienda, pero Polilo no pudo dar con esa mujer.

Al final de aquella entrevista, Fox lo invitó a desayunar: “Te ves mal”, le dijo. “Pero me siento bien”, le contestó Polilo. Había dado sin muchas vueltas con el presidente y este prometía ayudarlo en su petición de sanear el río Cutzamala. Giró órdenes al secretario correspondiente y este a sus inferiores y estos a sus subalternos. Y la orden, que venía del presidente de la República, en un principio tuvo mucha repercusión pero se fue perdiendo como una resonancia que se va extendiendo en círculos burocráticos cada vez más lejanos y difusos.

Luego llegaron los malestares de la enfermedad, y junto con su segunda esposa, hubieron de abandonar ciudad Altamirano para irse a vivir a Tanganhuato. Es su segundo exilio. Polilo tiene presentes los cuadros costumbristas del antiguo Pungarabato. Su río clamoroso y limpio, generoso para la pesca como era; su centro de casonas y los barrios viejos con sus casas y sus chozas. La vida rural, artesanal, donde se conocían todos, y tal vez por eso había una relativa paz. Luego llegó el crecimiento, el engañoso progreso y Altamirano, que se volvió la capital del comercio de la región, se desbordó. Siguió por muchos años la pobreza. Muchas personas hicieron grandes fortunas, lo que disparó como nunca antes la desigualdad. De manera inconsciente estas personas adineradas estaban preparando el escenario para la llegada de los capos avasallantes, sedientos de dinero. Polilo cuenta que le ha tocado ver estas tres etapas de Altamirano. Y siente tristeza por todo… por su río Cutzamala ahora de aguas inmundas.

Polilo lee —o por lo menos leía, porque ahora casi ya no ve—, al filósofo francés Jean-Paul Sartre (1905-1980). Algún tiempo recibía el “Gramma” de Cuba y presumía que era “oro fino” para él. También leyó La Divina Comedia, y dice parafrasear a Dante Alighieri (1265-1321), hombre que por intrigas políticas nunca regresó a su tierra añorada que era Florencia, Italia. “Para sobrevivir —dice Polilo citando a Dante—, el hombre habrá de olvidar sus malos recuerdos y acordarse de los momentos maravillosos que vivió”.

 

16 de enero de 2014

 

 

febrero 01, 2014

Creciente


Antes de la luz del alba del 16, fui por los rumbos de los Bajiales para ver hasta dónde había llegado la creciente. En media hora estuve ahí. El río llegó hasta la mitad del camino del canal de riego. Nadie recuerda que antes hubiera llegado hasta ese punto. La inundación no solo fue de los Bajiales, propiamente dicho de las tierras bajas del río, sino también de las tierras que los campesinos llaman de “barro”. Vi las tierras con sus siembras bajo el agua, vi los perros campestres que huyeron de la creciente y que ladraban desperdigados por el camino, ladrando falsamente porque de un rato para otro se vieron sin propiedad que cuidar, vi un amanecer sombrío, vi cómo dos pastores se regresaron desolados porque les fue imposible ir a ver su hato de borregos, vi cómo el rumor incesante del río acalló por siempre el gorjeo de las aves que saludan el nuevo día.
Le di en sentido contrario del camino del canal y me adentré en el camino viejo, llamado así me supongo porque era el natural para llegar a aquellas tierras antes que se zanjara el canal. Esto ya hace muchos años. Caminé poco para ver la creciente como una vista de mar, inacabable, con su agua revuelta precipitándose por las partes más bajas. Vi como si el mundo se acabara de crear. El rey, que escogió el lugar más bajo para servir, nos recordaba sus antiguos dominios. El río caudaloso que estaba frente a mí algún día de mediados del siglo xvi recibió a Fray Juan Bautista Moya, quien para cruzarlo adiestró a un caimán y sobre su lomo se trasladó a los pueblos aborígenes para divulgar el evangelio.
Mis sentimientos chocaron. Por un lado me maravillaba al ver cómo el río se recreaba en su leyenda más antigua; pero por el otro, la creciente inundaba con su agua puerca mi pecho al pensar en los sembradíos de cientos de hectáreas que se perdieron. Para salir a salvo, tuve que pensar las cosas positivamente: los campesinos sabrán sobreponerse. La vida o el amor a la tierra los harán seguir depositando la semilla, confiando en la madre tierra. Nada más basta que el sol, que no depende de nadie, salga con su fuerza y enjute aquellos terrenos.
Volví a la ciudad pensando esto, la imagen avasalladora que había visto del río peleaba por sobreponerse a la tristeza de pensar en las pérdidas lamentables. Con estos pensamientos me encontraba cuando me encontré con el Pato, viejo conocido, tartamudo él; y nos saludamos:
—¿Ya viviste el río? —me preguntó.
—Sí. Llegó lejos, ni en el 67, que fue la última gran creciente, subió tanto —quién sabe por qué le dije esto al Pato, lo que hizo que él también se soltara:
—Ayer lo mimiré dedetrás del cerro, por donde la trituturadora, todo era rirío, totodo estaba inunnundado. Nomás se mimiraban las puntas de las totorres de la iglesia de las Titinajas. Me dio hasta miemiedo ver aquequello.
Lamenté no haber ido a ver el río por donde me decía el Pato. En efecto, ahí es una parte alta, desde donde se pueden ver los arreboles ardientes del amanecer, y también, el ocaso que anuncia la paz de la noche. Así es que desde ahí se pudo haber tenido una buena vista. Al otro día fui pero todo era neblina, por más que caminé y caminé no pude ver nada, nada más las capas de niebla que se levantaban con el sopor de la mañana. Al siguiente amanecer volví otra vez pero la creciente ya había bajado. Sin embargo, quedó la huella fatal de su paso y por un rato me puse a recrear cómo, a la distancia, se pudo ver aquella serpiente plateada que se había tragado un brazo de mar, y cómo se hubiera visto deslizando presurosa, implacable. La vi a través de las palabras del Pato, y también sentí el vértigo de un vago miedo del hombre antiguo que vio por primera el río después de la creación.

16 de septiembre de 2013