No
recuerdo bien a qué edad pero la idea vaga de ser escritor la tuve durante mi
infancia. Oía las pláticas de mis mayores e intuía que eso algún día y de algún
modo yo lo platicaría. Durante la primaria fui un alumno reprobadísimo, hasta
una mala maestra me retrasó un grado porque le caí mal. Mala porque fue un
capricho y lo hizo de modo arbitrario. No hubo tutor que respondiera por mí.
Cuando terminé la primaria, mi madre, preocupada de que yo me echara a perder,
me advirtió que nomás reprobaba una materia y me sacaba para ponerme a trabajar
en los trabajos más penosos y pesados. Durante la adolescencia, he dicho que a
los doce pero en realidad debió haber sido a los quince, leí El llano en llamas. Libro por el que
empecé a leer y que me ayudó a aterrizar la idea vaga de contar: yo también
escribiría un libro de lo que había oído de los campesinos. Pero no estoy
seguro si fue esta lectura o un milagro del Niño Dios, a quien le pedí ‒orientado
por la hermana Blanca, una vecina devota y amiga de mi abuela‒
inteligencia para mis estudios, lo que me volvió un estudiante aplicado.
Terminé mi secundaria con 9.7 y la preparatoria con 9.9.
junio 27, 2016
junio 02, 2016
El Vecino y el literato
El Vecino tiene una pasión: los gallos
de pelea; el literato, la suya: leer y, cuando las intuiciones llegan, cuando
los trazos de los relatos se definen, cuando las palabras lo acorralan,
escribir. El Vecino, que el día lo reparte en ocupaciones apremiantes, guarda
sus mejores horas para sus gallos. Tiene su gallera en el patio: una larga
alambrada pegada a la barda de su patio dividida en cubiles donde cada gallo,
pura sangre, de prosapia valiente, cantan en la madrugada y lucen su estampa
durante el día. Con prurito el Vecino les da alimento vitaminado, les cambia el
agua, recubre el suelo de las jaulas de tierra blanda, tierra de bajial. Vigila
que los gallos no se acongojen y ni se sobresalten. El Vecino, al pasar cerca
de la alambrada, se siente orgulloso de sus animalitos.
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