enero 23, 2023

Todos somos maña




 

Aquí, señoras y señores, todos somos maña; desde el presidente Andrés Manuel López Obrador hasta el más oscuro de los funcionarios de las administraciones municipales. Los alcaldes y las alcaldesas, y la gente que los rodea portan, ufanos, la divisa de que tienen buenas conexiones con los cabecillas. No es que estén sometidos, sino mantienen una abierta complicidad con ellos. Como el senador Félix Salgado, como su hija la gobernadora. Para ellos, la democracia es el pacto con el crimen organizado. Este remedo cruel de democracia nos ha conducido a un gran desorden en la administración pública. Todo es confusión y las noticias, que se dan bajita la mano, de corrupción y de desvíos del dinero del erario público son el pan de cada día. La vida en las calles está envuelta en la turbiedad. Nadie cree en las leyes de la Constitución. Todos nos asumimos como maña.

Tanto es el éxito de López Obrador (por eso siempre lo vemos sonriente, dicharachero), sus transferencias, en especial el apoyo a los adultos mayores; cuanto apabullante la presencia de los grupos armados (podríamos decir la policía paraestatal que mantiene en cintura y en silencio a la población), quienes manejan a su antojo las  pequeñas ciudades y los pueblos del valle de Tierra Caliente.

La opinión pública está devastada. Hay un silencio que suena a rapacidad. No por el secuestro y, después, la liberación del periodista Jesús Pintor Alegre (estuvo 16 días cautivo, en la batea de una camioneta, según se lo relató a Denisse Maerker) voy a dejar de decir que la mayoría de los personajes que ejercen el periodismo, también guardan con disimulo el acontecer manchado de criminalidad. Varios de ellos se justifican por la autocensura, pero en realidad son cooptados por las administraciones municipales, que les asignan trabajos propios del área de comunicación, y así se vuelven facilitadores de la información oficial que se cuida a lo sumo para no tocar el tema de la violencia y opresión que ejercen los mandamases.

Desde hace años, cosa de otras administraciones, diría el presidente, han envenenado las fuentes de la economía. Todavía recordamos al ex gobernador Héctor Astudillo Flores cuando venía a llevarse el dinero recaudado: ¡Tres pesos por garrafón de agua! Libres de polvo y paja. Nadie decía nada, mucho menos nuestro presidente, que para empezar y terminar pronto desde su campaña a la presidencia dio visos que su estrategia para restaurar el Estado de Derecho era simplemente evadir el tema. No ha mostrado un interés por el abuso y despojo que sufren los pobladores de esta región. Zaid, ¡no es poeta por Dios!; mañanero retintín, el contumaz Obrador, el palaciego hablantín.

El presidente pide pruebas para que se le demuestre que es parte de la mafia. Sus dicharachos que reitera en las mañaneras son las pruebas. ¿La captura de Ovidio? Hemos visto muchas capturas de esas, pero no hay ningún avance… A otro perro con ese hueso.

Las vueltas a la barbarie son comunes en la historia. Por acá es tanta la distorsión de la vida pública, indecente y obscena la manipulación de los precios, el monopolio del comercio y servicios que ejercen los señores. Las reses, chivos y cerdos son pasados por la báscula del agandalle. Con todo esto, aquí le hacemos homenaje a la Transformación de López; pero la de Antonio López de Santa Anna que en su gobierno de 1853 llegó al delirio de cobrar impuestos por puertas, ventanas, ruedas de coches y hasta por los perros.

La lambisconería es grande. Nadie quiere perturbar el surtidor de mentiras del presidente que insiste en ver un México con sus anteojeras de grilla y propaganda. Un México que ha sido gobernado por la misma clase política desde hace décadas. En Guerrero tenemos una réplica devaluada del gobierno federal. No olvidemos que a Evelyn Salgado Pineda, para que fuera candidata a la gubernatura, su padre la fue a sacar de los aposentos umbrosos de la administración del priista Astudillo Flores. Ostentaba el anónimo puesto de delegada de la mujer.

El presidente, como Jefe de Estado, debe saber la vida turbia que se vive por acá. Pero temo que nadie le insiste. El único que lo pudo hacer fue Víctor Mojica Wences, ex diputado federal del periodo 2018-2021. Hombre que recibió un halago del “amado líder” en los inicios de MoReNa. En una convención, ante el asombro de los compañeros, se dirigió a los presentes: “Recomiendo ampliamente al compañero Víctor”. Pero él tampoco quiso perturbar al presidente con un informe de lo que pasa por acá. Él, que tenía el espaldarazo para tocar las puertas del palacio. Nada más se le veía derrochar bonos de austeridad en las calles aleñadas de su casa paseando a su perro en sus días de asueto. Respingó al último, cuando en las elecciones amañadas, las del 2021, donde la mano del narco fue notoria y descarada, perdió el escaño de diputado.

La compenetración del crimen en todos los ámbitos es tan fuerte que en cualquier momento la vida puede colapsar, esto quiere decir que estamos muy jodidos. Andrés Nieto, delegado de Bienestar de los programas federales, de activista impenitente de AMLO, nunca tuvo un bloqueo para repetir la enfadosa consigna: “Primero los pobres” (yo he visto cómo a los más pobres les quitan el dinero de sus manos), pasó a estar alerta a los llamados cerriles y no ha tenido el valor civil para denunciar que el dinero, por lo menos el que llega directo a los comités de padres de familia para la remodelación de las escuelas, tiene que pasar por el moche del diez por ciento. Todo por hacer privados conciliábulos y oscuras negociaciones en aras de las elecciones del 2024.

En su primer recorrido como candidato a gobernador le preguntaron a Félix Salgado que qué iba a hacer para garantizar la inversión en la región, haciéndole ver que por amenazas y cuotas impuestas por el crimen han cerrado empresas transnacionales como la Coca-Cola y la Pepsi y empresas nacionales como Farmacias del Ahorro y las tiendas Merzapack, por mencionar algunas. Haciéndose el loquillo y el desentendido, dijo: “Está bien que el dinero de los calentanos se quede en su misma gente”. La imitación a López Obrador ha producido verdaderos estragos en el discurso político. Por copiarle, aspirando al fervor de la multitud (¿quién dijo que la ignorancia, y no la sabiduría; como pudiera pensarse, conduce a la humanidad?), exaltan sus defectos y el resultado son viles réplicas.

Oigan, señoras y señores, la toponimia de estos lugares: Pungarabato, Cutzamala, Tlalchapa, Coyuca, Zirándaro, Ajuchitlán, Tlapehuala, Arcelia… Hay en esos nombres una música que clama justicia. Una música cautiva que desde hace años marcha bajo el agua del río Balsas.

De por estos rumbos han salido hombres que han servido dignamente a nuestra patria, como el doctor Ignacio Chávez, que es considerado el padre de la cardiología en México, y que el 28 de enero (nació el 31 de enero de 1897) estaremos festejando los ciento veintiséis años de su natalicio.

De Totolapan nada más quiero decir que Jesús Valdez (1911-1981) escribió una novela intitulada La barbasca, la escribió en 1940. Obra olvidada por muchos años, pero que hace algunos años la Asociación Totolapense A. C., la reeditó. Hay que leer ese interesante lienzo del Balsas.

                                                  

Publicado originalmente en el portal Capote

 

octubre 26, 2022

Diablescas esperanzas

Diablescas esperanzas: de nuevo caí en sus falsos emisarios y en sus dulces embelesos. De nuevo caí de mi ensueño. Pero sigo el camino que mi inteligencia me dicta. Me sabré levantar de este suelo sombrío. No hay nada. No hay nada… No hay para el café, ya no digamos para una habitación propia. Tengo el consuelo de decir, de decir algo que se oye como un tintineo de dinero… El dinero que a ojos vistas hace olvidar todos los pesares. Por ratos, como ha de ser. Mis ojos se ponen rasantes de lágrimas. Afuera está el sol radiante, cae sobre las hojas de los árboles y las llena de esa luz diamantina, de entrada al paraíso. Después que se enjuten mis lágrimas, esa luz alegrará mi espíritu aturdido. La pluma negra que cayó en mis manos no pudo cambiar su destino de malos augurios. El colibrí que cantó por el lado de mi corazón no fue más que un canto solidario para el hermano que está en un callejón sin salida. Sin embargo, mis fuerzas y las visitas de las musas, que llegan como esa luz apacible de las nueve de la mañana, me dan consuelo en la construcción de un universo, alegre y temeroso; palpitante y desgarrado; jubiloso y moribundo, que pide salir. ¡Dios cuide mis horas de buen lector!

abril 20, 2021

La Virgen María en advocación de Modesta Ayala


Un hombre pobre vaga errante lejos de su patria. Su vestimenta y su calzado no mienten de tiempos de penuria. Es un paria. Es un desterrado hijo de Eva. Entonces a su miseria y sed aparece en el camino un ojo de agua, una mujer, una fuente que le volverá la fe y la esperanza.

Este es el argumento de la canción “Modesta Ayala”, cuyo personaje femenino, una aparición que solo la fe y el amor pueden comprender, le dice al pasajero que anda “errante y como misionero” en las calles de la ciudad de Iguala en un día de 1903 ó 1904, que se dirija a Tetecala, su tierra. Ahí, le promete, ella verá por él.

En efecto, el hombre se dirige en su búsqueda. Y en aquel pueblo, por gracia de Modesta Ayala, la vida le cambia: encuentra trabajo y un lugar donde establecerse.

Poco después este hombre movido por la gratitud bien podía decir: “Aquel día mi vida cambió gracias a la Virgen María en advocación de Modesta Ayala.” No es blasfemia. El desenlace de la canción me dará razón.

La vida, guiada por la fortuna y atravesada por la circunstancia está llena de actos inexplicables, de experiencias místicas. Los testimonios de los milagros de la Virgen María en todas sus advocaciones son un ejemplo. A todos nos llega la historia de aquella persona que estando en algún peligro, en algún paraje umbroso del alma o en la adversidad aplastante de la enfermedad, una mujer aparece casualmente y con su sola presencia o con sus palabras da el norte, el remedio para que la vida fluya.

No es de extrañar que en los pueblos donde hay un santuario de alguna Virgen lleguen personas en busca de una mujer que les ayudó a salir de algún peligroso atolladero. No llevan dirección porque la mujer, desinteresada, no quiso darla. Y ante la insistencia nada más soltó el nombre de su pueblo y algunas señas de su casa. Pero aquellas personas no paran en su búsqueda. Le deben la curación de su cuerpo. Recorren el pueblo y los alrededores y no dan con ella. Parece imposible encontrar a alguien con esas referencias vagas. Pero las personas insisten que, en mirándola, la reconocerán de inmediato. Entonces, ya cansados o por casualidad, entran en la iglesia del lugar, y las referencias vagas de pronto se vuelven evidencias: Las paredes de mi casa están cubiertas de platos. Frente a mi casa está la única palma real que hay en el pueblo. Y ya en el altar, extasiados, caen de hinojos y reconocen a la enfermera, a la auxiliadora, que en cuyas manos y palabras hallaron curación.

Un día al escuchar la canción “Modesta Ayala”, interpretada por los Hermanos Záizar, sospeché que tal personaje, “Esa joven tan linda y hermosa”, no era más que la Virgen que se apareció para socorrer al hombre menesteroso. Amorosa y caritativa, mujer cuya sola presencia da alegría a la vista, es fuente de vida y  esperanza para el solitario desfallecido. “Modesta Ayala” es un canto popular que durante más de un siglo, el mexicano, en su ánimo de desterrado y en su pobre y triste condición humana le hace incesante coro.

De vuelta a la historia de la canción, Modesta Ayala, cumplida su misión, y antes de que suban los humos mundanos del hombre, pura y casta, se esfuma. Antes que el pasajero que socorrió le declare sus amores, ella, noble y religiosamente, desaparece:

“Con tres días que estuve en su casa

esa joven perdió su existencia.

Para que hubiera sido mi esposa

Dios inmenso no dio su licencia.”

 

 


Vicenta

Afuera debe estar el aire fresco que en lo alto mueve las ramas de la cahuinga del camino y las hojas de los cueramos del patio. Y más arriba las nubes cargadas de los aguaceros que hacen falta por caer. Y más arriba el cielo gris, el cielo marchito… 



 

Aquí estoy dentro de esta caja de muerto. Es una tarde tierna de septiembre, si es que el tiempo no ha desbarajustado mi memoria. Pero del día que me sacaron de mi casa a curar no deben haber transcurridos tantos… Y fue un día de septiembre. Afuera debe estar el aire fresco que en lo alto mueve las ramas de la cahuinga del camino y las hojas de los cueramos del patio. Y más arriba las nubes cargadas de los aguaceros que hacen falta por caer. Y más arriba el cielo gris, el cielo marchito… Acá abajo también debe haber corazones tristes. Escucho los primeros rezos para prender el luto… Yo estoy tranquila, acabo de salir como de un sopor de sueño interrumpido. Y desde ahí se me ha aguzado el sentido. Nada más no puedo mover mi cuerpo. Por un rato sentí que estaba encerrada en mi cuarto. Con llave y con tranca. Al cuidado de que no se acercara Margarito, mi pobre ruco que debe estar triste. Debe estar acarreando las maderas para hacer mi sepulcro. Debe estar tomando mezcal. Parece que lo estoy viendo… Me arrejunté con él cuando yo tenía los 15. Nunca he hablado como ahora, impulsada por la franqueza. Yo siempre oprimí mis palabras. Él venía no sé de cuantos vicios y de cuantas mujeres. Ya era grande el señor, y yo una muchacha que se quedaba pensativa y que nadie podía sacar del ensimismamiento. Nada más mi hijo Jorge, porque ya tenía yo un hijo. Yo decía entre mí que adónde iría a dar con mi hijo de brazos. Y en mi casa, mi madre y mis hermanos mirándome con coraje y diciéndome no sé cuántas maldiciones que tenía que cumplir. Yo tuve una cara larga, la boca chueca y un párpado caído. Y muchos decían que tenía chueco el entendimiento. Pero esto es mentira, si bien Dios no me dio la inteligencia de otros, para mis cosas nunca me faltó el buen sentido. Luego muchas personas dijeron que cómo no debía estar yo loca si me había huido con ese Margarito que tenía fama de que también no estaba en sus cabales. Yo tuve mis razones para dejarme engatusar de ese hombrecito. Le di dos hijas. Y cuando me llegó la menopausia le cerré mi cuarto con el candado y con la tranca. Entonces él echaba sus rondines todas las noches para sorprenderme en la hora en que salía a tomar agua o a hacer de los orines. Pero yo me las ingeniaba para que esto no ocurriera… Ya para el amanecer pegaba mi oreja en la puerta para saber cuándo se retiraba y entonces yo me preparaba para salir. Eso quise hacer hace rato. Pensé que estaba encerrada en mi cuarto. Temerosa de la salacidad del hombre. Escuché pasos que iban y venían, trozos de pláticas aprisionados por el aire lívido del corredor. Traté de levantar mi cuerpo pero no pude. Entonces volteé a los lados y todo era oscuridad. No pude ver ni la palma de mi mano y entonces supe que estoy muerta en esta caja de muerto.


junio 04, 2020

Una vida por el periodismo




Es el cerro de la cangrejera, partido por la barranca de las ilamas, que cruza el potrero que era de Modesto, y luego entra al que fue de Maurilio; hasta llegar por ahí donde vivía Flavio Torres… Quien piense que las líneas anteriores son mías, ¡honor me hace! Son de Antonio Alvear Olea (1955-2020). Las escribió en una de las tantas conversaciones que sostenía en su muro de facebook. Yo me las anoté con el propósito de visitarlo y decirle: “Mira qué musicalidad, qué concentración de imágenes, qué agilidad, qué maravilla en esas dos líneas. Toño, debes escribir la historia de tu pueblo Santa Teresa.”
Y la escribió a su modo: en sus columnas, en sus artículos, en la remembranza de personajes que conoció desde la infancia. ¡Vaya que nuestra tierra ofrece un panorama rico en personajes y en su propio paisaje para escribir! Periodista de carrera, siempre tuvo como aliados los libros que lo marcaron. En la calle Reforma, en su casa, recibía a sus compañeros y amigos, siempre hospitalario y con la bonhomía que lo caracterizaba. Ahí ofrecía mezcal, queso, dejaba que se hicieran llamadas desde su teléfono fijo (cuando las llamadas nacionales costaban buen dinero por minuto). Nada más traspasando la puerta, tenía su estudio, con un grande librero, tan grande, que más que estudio, era su biblioteca, buena biblioteca, por cierto. La última vez que lo visité releía con entusiasmo El Naranjo de Carlos Fuentes. Ahí se le miraba machetearle en el teclado después de las ocho de la noche. Fue un periodista de la vieja escuela, de los que bucean en la literatura y en la historia para escribir un artículo conciso, claro y original. No dejaba de recomendar a Vicente Rivapalacio, a Manuel Payno, a Miguel Cervantes, al Marqués de Sade, a Fuentes, antes mencionado; entre tantos otros autores. En el desierto de conversaciones librescas, que es nuestra tierra, para mí, Toño Alvear, fue un remanso vivificante.
Después de que se graduó de la carrera de Ciencias de la Comunicación trabajó en algunos diarios de la Ciudad de México, pero luego tuvo otros trabajos disímiles, que bien lo pudieron alejar del periodismo; sin embargo, regresó porque era su vocación: comunicar mediante la palabra escrita.
Su vida siempre tiró a volverse en un pequeño empresario, un comerciante. Descendiente de hombres y mujeres que se forjaron un destino en la agricultura y el comercio. Guiado por el ascendente de su madre, de quien guardaba su ejemplo de ahorro y trabajo, Toño pudo retirarse del periodismo, pero siempre volvía a él como su razón de ser. Llegó a hacer trabajo de corrector y editor ganando muy poco dinero. Era cuando se afanaba más a su instinto emprendedor, pero al mismo tiempo volvía a agarrar la pluma con mejores bríos para hablar de política y los temas que le interesaban.
Es extraño a estas alturas oír decir a alguien, a ras de suelo, que el deber de todos los ciudadanos debe dirigirse al bienestar de la patria. Decir con convicción y sin patrioterismo barato que nos debemos a la madre patria. Admirado de estas disertaciones suyas, le hice notar que actualmente nadie toma en cuenta la patria. Sus padres, principalmente su mamá, le hizo sentir ese orgullo criollo por nuestro país.
De esa convicción partía su trabajo como reportero y columnista. No dejó de escribir hasta los últimos días que quería “un México de progreso y desarrollo… con una economía fuerte… donde todas las familias tengan atención médica.”
Ejerció el periodismo con el respeto a las palabras. Y esto no se logra con otra cosa que leyendo. Hombre que se levantaba a las cuatro de la mañana, siempre se procuraba por lo menos una hora para leer. El último libro que leyó, disfrutó y subrayó fue El vendedor de silencio, de Enrique Serna.
Hombre de campo, siempre estuvo orgulloso de sus orígenes. Aunque volvía a su tierra seguido, solo le quedaba recordarla a través de la memoria y la plática. Entonces era bonito escucharlo hablar, de una madre vívida que iba y venía y que le enseñó las primeras lecciones para ser un mexicano de bien, esa mujer que llevaba en una libreta todos los apuntes de sus gastos, la mujer que a escondidas escribía algunas rimas nostálgicas de un tiempo ido. De ese primer mundo Toño nunca se quiso despegar, sabía que mediante la palabra, bien madurada y bien escrita, a través de la conversación, se permanece más allá de la muerte.
Su jovialidad, su atención, su buen humor lo reflejaba en su conversación, motivo por el cual nunca lo dejé de frecuentar desde principios de 2007, cuando lo empecé a tratar.
No deja de ser sorpresiva la muerte de un hombre de 65 años que venía de una genética longeva: su padre murió siendo nonagenario. Su muerte, al parecer de covid-19, círculo concéntrico que traspasó nuestra muralla de grandes calores y que nos llega como las ondas de una creciente fatídica, refleja una terrible jugada irónica con uno de los ideales que expresó públicamente antes de morir, a saber, derecho a la atención médica. Murió a fuera del hospital, en espera, según se dice, a los protocolos que implica un paciente invadido por el mortal virus. Como haya sido, esta muerte, cuyas circunstancias da visos de negligencia o parálisis por el miedo a contagiarse nos pone al desnudo el sistema de salud tirado por los suelos de nuestro país.
Lo que Alvear Olea soñaba para todos los mexicanos: un sistema de salud digno, vino a ser una premonición fatal para sus últimas horas de vida. No les queda decir a los trabajadores de la salud ese sonsonete trivial de “se les dijo.” No les queda porque la problemática de años de corrupción, y la decisión del actual gobierno que muy ufano rebajó el presupuesto del sector salud; los trasciende. No les queda porque los que se enferman no son precisamente las personas que desatienden las indicaciones. Toño fue una persona que acató las recomendaciones y más aún les dio difusión en los espacios que tenía a su alcance… A nadie le queda decir, a modo de apóstrofe, ese sonsonete de “te lo dije” porque nadie sabe cómo la enfermedad y la desgracia llega para ensañarse con las personas. El coronavirus es una marejada que viene a arrasar con nuestro deficiente sistema hospitalario. ¡Ojalá!




febrero 22, 2020

Un encanto de cien años: Andrés Jaimes Sánchez. Los murmullos, la luz y sus reflejos




Para Luis Enrique Echenique


Andrés Jaimes Sánchez y Gregorio Martínez Moctezuma durante la presentación del libro.

¿Qué papel juega el Arte en nuestras sociedades? ¿Qué alcance tiene una pintura, una pieza musical, un soneto, una obra de teatro, por mencionar algunos de sus productos? ¿Qué influencia tienen en la vida cotidiana de las personas? ¿Cómo le sienta al Arte sentarse al lado de la ciencia y la tecnología? El Arte, señoras y señores, enmudece y palidece. ¿Qué podría hacer al lado de la medicina, que actualmente, gracias a su incesante progreso, ha incrementado considerablemente la cantidad de años que puede vivir una persona? Mientras que en otros tiempos, llegar a los sesenta años, ya se consideraba llegar a la vejez plena, ahora, cuando una persona llega a esa edad, bien se puede decir que llega un poco más allá de la media vida. Un octogenario, un nonagenario, bien pueden decir: “Primero el Altísimo y luego mi médico.” Y la medicina está ahí: fuerte, merecedora de todos los elogios; salvando vidas, puntual en las reconvenciones a los que no llevamos una vida saludable.
¿Qué decir de los avances científicos que nos han prodigado unas urbes donde la vida es de lo más llevadera? Donde el confort está al alcance de los listos y abusados. Donde la felicidad se consigue con dispositivos que sólo los que somos duros de entendederas no podemos llegar a ellos. Gracias a la ciencia, reitero, tenemos calles pavimentadas, red de drenaje, agua potable entubada y decenas de servicios que sin ellos sería prácticamente imposible nuestra vida diaria. El progreso nos llegó a Tierra Caliente por lo menos desde hace setenta años. De que no lo aprovechemos, de que no lo explotemos, es única y exclusivamente por los que somos despistados y de los que tenemos alma fatalista.
¿Y qué decir de ese pilón que nos han dado nuestras ciudades desarrollas? Las nuevas tecnologías de comunicación, esas que nomás parpadeamos y ya estamos desfasados, y, por lo tanto, con las ganas de tener el último modelo de celular, dispuestos a imbuirnos en las pantallas por horas y no perdernos de nada. Gracias a los celulares se acabaron las distancias y podemos estar comunicados, por llamada y video-llamadas, con los seres queridos que están en los últimos vuelos de nuestro corazón.
Ante este escenario el Arte se sienta circunspecto y, como ya les dije, empalidece…
¿Qué haces, escultor, con tus sueños de mármol? Deja tu afán de “dar a la masa la línea y la hermosura plástica.” ¿Qué haces, músico, queriendo convertir el ruido en armonía? ¿Qué haces, poeta, martillándote, esperando la inspiración que te dicte el verso de oro y miel? ¿Qué haces, pintor, quebrando tus pinceles si sabes que tu cuadro no será admitido en los salones de exposición?
¿Qué es lo que están haciendo, señores y señoras artistas, a lado de finos y agudos médicos, de banqueros, de audaces comerciantes, de gente avispada para los buenos negocios, de gente ducha en las nuevas tecnologías?
Pura fantasía… Pura imaginación la de ustedes.
¡Albricias! ¡Albricias! Hemos llegado al punto donde nuestros pulmones toman aire y nuestro pecho se levanta ufano. Porque el Arte, con su letra inicial en mayúscula, es la puerta para soñar un mundo mejor, una mejor vida. Es el umbral para dialogar con nuestra realidad con imaginación y con inteligencia. Parafraseando al filósofo alemán Theodor Adorno: “El Arte no vale nada pero por eso es importante.” Una melodía, un texto literario, una pintura han salvado el alma de seres humanos a lo largo de la historia. Los ha salvado del aburrimiento, de la rutina, de la desidia. Porque el Arte nos despierta, nos asombra y nos hace rebelarnos.
Es el caso del libro por el cual hoy nos hemos reunido: Andrés Jaimes Sánchez: Los murmullos, la luz y sus reflejos, compilado por Gregorio Martínez Moctezuma. Pocos son los títulos afortunados de los libros y este lo es porque todas las pinturas que vienen en él son un suave murmullo, suave y conmovedor murmullo de las noches en el río Balsas, de las luminosas mañanas del campo calentano, del paisaje nostálgico y sempiterno del Tlapehuala profundo, el murmullo de la belleza de la mujer, el suave murmullo ―vuelvo a repetir— de su rebozo y su vestido. Y siguiendo con el título: el alma de Andrés, que para fortuna de los que amamos Tierra Caliente, vivió sus primeros años aquí, quedó impregnada del iris, de los matices de la luz que vemos en el cielo de nuestra tierra. Es de admirarse cómo esa luz y sus reflejos están en la vegetación de su obra, en las tonalidades de la tierra (tierra y madre han influido profundamente su obra como músico, como compositor y, sobre todo, como pintor). Este libro es un sondeo del corazón tanto de Jaimes Sánchez como de la tierra que lo vio nacer y del vuelo halagüeño de las garzas que despegan a su libre albedrío.
Pasar cada página del libro es pasar por una galería cuyo recorrido dura cincuenta años, como los encantos de nuestra región, de esos que se cuentan que uno se mete a una como feria, y ve mujeres bellas, irradiantes de sensualidad, mujeres gitanas que leen la mano, mujeres que pierden a los hombres tan solo con escucharles la voz, puestos de sombreros y rebozos, puestos de pan de baqueta contenidos en grandes chiquihuites, hombres de a caballo cuya mirada dan entender que están a punto de empezar un viaje por desfiladeros insospechados, chaneques travesurientos que han robado a unos músicos la tamborita y la flauta, el caimán que se desliza por las aguas impetuosas del Balsas y en cuyos lomos lleva la ilusión de la civilización. Y tantos prodigios más como los que verán los que recorran esta galería, rectifico, no de cincuenta, sino de cien años. Porque Andrés es un artista que nos sobrevivirá. Y estoy seguro que su obra perdurará en el alma del pueblo calentano.


Y después de salir de ese encanto nos queda una imagen que nos vuelve al hombre, a la mujer, a la tierra. Después de tantas imágenes llenas de fe y esperanza, no hay que perder de vista que todo el trabajo de Andrés le apuesta a hacer la vida de sus amigos más llevadera, con vivos reflejos de amistad y felicidad; nos queda la imagen que viene al final del libro: Doña Conchita, mi madre: entrañable, seria y conmovedora pintura. Sentada en un montículo de piedra al pie de un árbol, al pie de la cabecera de los surcos, en su tiempo de secas, y el paisaje, el pastizal color ocre. Esa pintura es una imagen fiel de la tristeza de la mujer que espera con amor unos mejores tiempos para sus hijos. Imagen avasalladora de la vejez taciturna.
Este libro nació de la maravillosa conversación con el Arte, su autor, Martínez Moctezuma, que es un poeta, sonetista de altos vuelos, y que siempre anda en los caminos de La Huasteca y del son calentano, al oír los murmullos, al ver el iris, al ver la armonía, la musicalidad de las pinturas, no tuvo de otra que sucumbir a la tentación de hacer este libro y, además, agasajar al curioso que llega al final de la galería con dos discos: uno donde don Andrés, con su voz de trovador ribereño del Balsas, interpreta sus propias canciones; y otro, donde interpreta sonetos y canciones de autores de nuestra región.
En cualquier patria chica tendrían a don Andrés Jaimes Sánchez como uno de sus artistas consumados como lo tenemos aquí en Tierra Caliente.

Texto leído durante la presentación del libro: Andrés Jaimes Sánchez. Los murmullos, la luz y sus reflejos. Agua Escondida Ediciones, 2019., en Ciudad Altamirano el 22 de febrero de 2020.



agosto 31, 2019

El crimen de los birrieros




La señora Domitila Damasceno hubiera sido la mujer más rica. Vendía birria y ¡vaya que vendía cantidades que le dejaban buenas ganancias! Fue, digamos, de las pioneras de esto de vender tacos de birria. Y no nos referimos a la tortilla con su ración en medio, sino al platillo, con su salsa “pico de gallo” y su buen bonche de tortillas. “Vamos a echar un taco de birria”, se decía y se dice todavía.
Ella empezó como ayudante de las viejas tortilleras, las mujeres que vendían en la plaza tortillas echadas a mano; pero con la llegada y expansión de las tortillerías, aquellas tuvieron que buscar otros modos de mantenerse antes de perderse en los tiznados vericuetos de la miseria.
Domitila, al parejo de otras mujeres, empezaron a vender birria. Y a todas les iba bien, pero no había tacos como los de doña Tila. Los vendía a montones. Guiada por su buena estrella atendía todos los días su puesto. Y todo iba en dirección para que acumulara dinero hasta para sus nietos.
Cuando construyeron el mercado nuevo, como ella instalaba su puesto en la acera del callejón que acondicionaron al comercio, las autoridades tuvieron que moverla. Ella pensó que era asunto de las otras birrieras que le tenían ojeriza y le echaban tirria. A regañadientes aceptó el nuevo lugar: enfrente de una esquina del mercado. ¿Quién diablos iba a ir al nuevo mercado?
Sin embargo, pareciera que el flujo del mercado se pensó para ella. Siguió vendiendo sus buenos tacos… No eran dos o tres chivos que mataba, como lo hacían las otras birrieras que con ello se levantaban con sus buenas ganancias, sino eran siete, diez, hasta quince chivos diarios que vendía.
Con todo esto, doña Domitila Damasceno, con el tiempo, hubiera sido la mujer más rica. No lo fue por sus hijos, que no dejaban de meterse en problemas que ella terminaba por pagarlos.
Tanto mejor le iba a doña Tila cuanto más se echaban a perder sus hijos. Eran tres, ya hombres, ya casados, ya con hijos. Se volvieron borrachos, se entregaron a oscuros sentimientos, se hicieron bravos y peleoneros. Eran seguidas las reyertas que acometían en el barrio. Barrio de calles apacibles, de noches donde la tranquilidad pasaba sin levantar ni siquiera el polvo. Atardeceres lánguidos con vistas sublimes de un cerro que oculta los fulgores bravos de estas tierras.
Mero en la tardecita, aparecían los Damasceno con sus dagas y hachuelas en el patio de la casa paterna. En un dos por tres mataban y desollaban la primera docena de chivos. Era el trabajo de ellos. Además de salar y enchilar la carne. Ya en la madrugada su madre ponía a cocer la birria. A las ocho de la mañana, ella, con sus ayudantes, que eran sus nueras, ya estaba despachando a los primeros comensales. A los hijos les quedaba todo el día para emprender parrandas y pleitos de borrachos.
Doña Tila, mientras doblaba y amasaba billetes, no dejaba de sufrir por aquellos hijos que había echado al mundo, pero jamás le pasó, ni un tantito así, el crimen que cometerían.
Una noche, después de estar todo el día desaparecidos, los Damasceno volvían a su casa. Habían atravesado toda la ciudad. Ya estaban en el barrio, donde toda la gente los conocía. Eran eso de las once de la noche, cuando la noche dormía, dormía taimada para ser testigo primera del acto de vileza. Noche sin luz en la calle ancha. El suelo frío. La tierra temerosa de beber la sangre del crimen. Sabe Dios cuanto habían bebido y qué se habían metido. Los Damasceno iban dando tumbos y no les alcanzaba la calle para avanzar. A dos cuadras de su domicilio les salió un perro que, ladrándoles, se les echó encima. Los tres reaccionaron no sin susto, pero luego lo tomaron a regocijo. Empezaron a fintear al perro, que lo mismo avanzaba que reculaba pero no dejaba de ladrarles con fuerza.
El perro era de una pareja de ancianos que vivía en una casa de adobe. Esta era solo de una pieza con su corredor. En el frontispicio de la casa había una ventana, donde los viejos despachaban una pequeña miscelánea, donde lo más que vendían eran refrescos que la gente acompañaba con galletas saladas y chiles envinagre. De eso se mantenía la pareja de ancianos. Una cerca de alambre de púas circulaba el pequeño patio de la casa. De ahí salió el tenebroso perro.
Los dos ancianos escucharon de inmediato los ladridos desaforados. “Es la mala hora, viejo, no salgas”, dijo la viejecita, pero el hombre se levantó y sin prender la luz, agarró un palo de escoba y salió por la puerta de alambres de púas. Llamó al perro y este obedeció no sin antes echar un aullido que la anciana, desde adentro del cuarto, sintió que era un aullido humano. El anciano avanzó hasta la mitad de la calle, meneando el palo para que el perro no volviera a salirse. Esto sin necesidad porque el perro, desde que oyó la voz de su dueño, se metió y se refundió hasta su rincón. Pero en eso los Damasceno agarraron al viejo. Calientes por las rebatingas que habían hecho con el perro, y ciegos por sus vidas disipadas, rodearon al viejo y lo tumbaron. El palo que traía, ellos lo partieron en tres pedazos y lo empezaron a golpear. El anciano echó un chillido que a la anciana le sonó igual al aullido del perro. Los Damascenos lo golpearon hasta matarlo. Mientras el lamento de moribundo se fue apagando, aquellos se perdieron en su carrera homicida.
No amanecieron. Los tres se fueron. Por la tarde se llevó a enterrar al anciano. Los vecinos vieron pasar, las lágrimas les brillaban en los ojos, un silencio desolador que fue abriéndose camino por delante de la caja de muerto, que la llevaron a hombros, hasta llegar al panteón. Todavía quien recuerda este asesinato se le sabe la boca a tristeza. No ha habido un duelo más triste en el barrio de La Costita.
Doña Domitila siguió con sus buenas ventas: diez, hasta quince chivos diarios, pero ya no pudo reponerse de la amargura del destino de sus hijos. Seguido partía sus ganancias para mandarles dinero porque siempre le hablaban para pedirle. Uno cayó en la cárcel, era a quien más le mandaba.
Aún vive doña Tila, pero no es una mujer rica. Es una mujer acorralada por la vejez y la desesperanza, casi a punto del desplome.
Los Damascenos, para el camino que agarraron, vivieron mucho, llegaron a más de sesenta y cinco años. El último que murió se infartó, meses antes había matado a un cantinero que le andaba bajando a su querida; otro murió de cirrosis, y el otro, murió en la prisión. Ninguno volvió.



julio 31, 2019

Espejo cotidiano




En una esquina del mercado “Lázaro Cárdenas”, a la buena hora de las ocho de la mañana, en medio del tráfico y del trasiego de tricicleros, dos hombres lidiaban con sus destinos. El primero es José Mula Chacón, hombre pasado de los sesenta que vive de la mendicidad. Carga consigo una carpeta con certificados médicos falsos y recetas hechizas para pedir por la salud de ese hijo, de ese hermano o de esa “su mujer”, que cayeron bajo triste fortuna y que no tienen ningún peso para pagar y comprar la medicina. Su vida empieza temprano, a primera hora, cuando se persigna y pide que sea un día de caridad. El segundo es Genovevo Rodríguez y Rodríguez, también anciano, más viejo que el primero. Desde la madrugada grande se dedica a triciclero. Así es que a las nueve de la mañana, ya trae en su bolsa dinero para un kilo de longaniza, un kilo de carne, una bolsa de chiles y jitomates; sin embargo, no compra nada de esto; acaso un atole con dos gorditas para no andar a ráiz. Después de las diez, si está libre de achaques, se dedica a beber en la taberna de estos tiempos: el Mudelorama, trasunto voraz de la marca Modelorama. Ahí es conocido como el Profesor. Un profesor jubilado. Saca una credencial que conserva de sus buenos tiempos donde luce joven e institucional y nadie duda del Profe. Profesor de secundaria, de las materias de inglés, de civismo, de historia… El Profesor ha desarrollado esa enfermedad llamada alcoholismo.
El primer golpe que planeaba dar José Mula Chacón era robarse una cocacola de la tienda de abarrotes de la esquina del mercado. Mañas le sobran. Todos los días puede robar una coquita. Sus padres en alguna perdida mañana de azucena pensaron para él una vida esplendorosa. Soñaron con los ojos abiertos un destino venturoso para su hijo: que fuera un hombre de bien, que no llegara a timar a nadie. Él mismo tuvo ese sueño y lo trató de hacer realidad. Desde párvulo trabajó como cual más. El recuerdo de su piel fuerte y brillosa en el ring lo persigue. Fue una celebridad en las clandestinas ligas del boxeo. Desde allí sus labios abultados, belfos maltratados por la resequedad, la pobreza y la desventura. A sus sesenta y cinco años, buscando asaltar la caridad, más que un boxeador derrotado, da la impresión de un camello, que en medio del desierto, va con rumbo al destierro. Hasta hace algunos años le gustaba platicar de la brillantez de su paso fugaz por el boxeo. Ahora esa etapa de su vida ha quedado relegada en su memoria, en espera, acaso, para último ungüento de extremaunción el día que la muerte lo invite a partir. Pero ahora está muy ocupado como para caer en las trampas de la nostalgia. Camino al mercado, siente el deseo imperioso del escurrir del refresco por su gaznate.
Genovevo Rodríguez y Rodríguez ya lleva dinero para estar en paz todo el día en el Mudelorama. Ahí contará a los parroquianos que él conoce los troncos de las familias viejas de la ciudad. Platicará de toda una vida en la Ciudad de México. Nadie duda eso de “Profe”, de caídos están llenas las plazas; pero ya beodo, empieza a desvariar. Su pensión llega puntual, viste desangelado, pero presume que en Navidad estrena cambia de ropa y zapatos. No es hablantín como pudiera pensarse. Deja que su interlocutor platique, más aún él mismo gusta de hacer preguntas. El Profe se ríe, echa una risita llena de picardía. Dirá que él es de los Rodríguez ricos, los Rodríguez de grandes comercios, los Rodríguez encumbrados en la burocracia; su mirada se va a lo lejos, sus ojos brillan, él es pobre, su espalda atortugada se levanta soberbia: “¡Pero que yo les vaya a pedir algo… ni por pienso!” Los ojos chispeantes reflejan coraje, luego ríe el muy pícaro. De él no se sabe si tuvo mujer e hijos. Todo indica, por el peso de sus espaldas, por su mirada apenas alzada, que vive solo.
José Mula Chacón sí tiene su mujer y un hijo. Este era su primor. También él soñó un porvenir de azucena para su hijo. Pero el muchacho nunca dio muestras de inteligencia. No le interesaron ni los guantes. Luego se fue a vivir con una mujer en un cuarto de renta. Y de ahí empeoró. El muchacho se agüeró como los huevos que no logran empollarse. Mula dice que esa malvada mujer, “mujer de la calle”, un brebaje le dio, un hechizo le hizo. “Dios lo socorra todos los días, dice Mula, siquiera es un buen cargador de fémures y cuadriles de res en el mercado.”
Todas las mañanas sale del cuarto de vecindad con su mujer. Se separan pasando unas cuadras. Él se va lejos, agarra rumbos lejanos. Su mujer se queda en la plaza de armas. Ahí, si agarra cliente, la mujer se echa sus volados. Las horas de espera son largas. Y ella necesita echarse una cocacola de vidrio. Es una guacha a lado de Mula Chacón. A pesar que ella ahorita anda en los cincuenta, para él es una guacha. Se la llevó cuando ella tenía 15 años. Esto de echarse los volados no siempre lo hacía. Después que desarrolló “la azúcar” y “la presión” su cuerpo se descompensó y se descompuso. De gorda y bombacha, quedó una cáscara que apenas logra llenar los pantalones de licra que se pone para llamar la atención de los hombres otoñales que buscan una brizna de placer en la forja de la lujuria. No les cobra caro. Ella sabe entender cómo el dinero escasea. Mula le quiso enseñar la mendicidad, pero resultó que a ella no le gustó eso de andar echando tamañas mentiras. Mejor, sentadita en las jardineras de la plaza de armas, espera sus voladitos.
Esa mañana, José Mula Chacón fue sorprendido en flagrancia cuando robó la cocacola. Fue visto por el hermano del dueño de la tienda cuando se la echaba en la bolsa. Era una coquita de trescientos cincuenta y cinco mililitros. Alcanzó a caminar hasta la mitad de la calle.
―Devuelva lo que se embolsó ―gritó el celoso y abusado comerciante, quien le dio alcance.
―No traigo nada, hermanito ―contestó el inculpado, lleno de miedo, como si fuera la primera vez que robara.
―Devuelva al refrigerador lo que se robó, anciano imbécil ―le volvió a gritar. El hombre no se le puso de frente, sino de perfil, alistándose para darle un tremendo descontón.
Mula, quien ya no recuerda nada de su gloria de boxeador, ratero toda la vida, quería que la tierra si abriera y se lo tragara en medio de aquel mundo que observaba. Por fin sacó la botellita y se dirigió a depositarla de donde la había agarrado.
Genovevo Rodríguez y Rodríguez, en la contraesquina, montado en su triciclo, vio todo hasta que Mula se perdió en la multitud. Vio la escena como un espejo cotidiano e hiriente. Luego el mundo volvió a su barullo: la acera estaba llena de gente que iba y venía; abajo de la banqueta, un puesto de tamales y atoles; luego, una camioneta nuevecita estacionada que obstaculizaba el flujo. Genovevo esperaba para acortar en sentido contrario. Al fin pudo, y, al pasar cerca del chofer de la camioneta, hombre de media vida, le gritó:
―¡Muévete, pendejo!
―¿Qué dijiste, anciano imbécil? ―contestó el hombre de la camioneta, ya abajo; y Genovevo, pedaleando con más fuerza, le volvió a gritar:
―¡Que te muevas, pendejo!
El hombre como que lo reconoció o aplacó su furor, y se volvió a subir. Genovevo Rodríguez y Rodríguez platicará en la taberna del Mudelorama de este individuo:
―Lo conozco. Viene saliendo mi sobrino. Ha medrado en el ayuntamiento. Dígame, ¿cómo de su sueldo va a sacar para comprarse una camioneta de agencia? ¡Así son mis familiares ricos!
Y beberá todo el mediodía. Y con sus ojos sedientos platicará con maledicencia y se reirá pícaramente hasta que el sueño lo doble.

Ilustración: obra del escultor Juan Muñoz (Torregrosa, 1953-2001)


junio 27, 2019

Una página del calor




Altamirano es un valle redondo de calor. El circo de cerros y montañas dejó este valle para que el calor llegara en grandes oleadas. Y llega de inmediato como el rumor, los chismes, las murmuraciones, las verdades que se platican a bajita voz porque ahí todo mundo se conoce o por lo menos todos saben algo de los troncos familiares de donde descienden las nuevas generaciones.
El calor llega al movimiento suave de las hojas de los árboles. Llega para mortificación de la gente. Y la gente sucumbe, su pensamiento se vuelve obtuso. Y no tiente de otra que entretener el aire caliente que envuelve todos los cuerpos en el sopor de las dos de la tarde en adelante. La gente de ahí es disparatera y se ufana de ello. A grito pelado, a todas horas dicen disparates; y se divierten, se ríen con una risita que les dura toda la tarde y que rompe la monotonía del acechante calor. Pareciera que esas risitas hicieran más llevadera la vida en aquel valle de resolanas y reverberante calor.
Altamirano es un valle angustiante que, sin embargo, todos los días se puede tocar con las yemas de los dedos el alba cargada de esperanza. Se puede ver ahí, en los días de grande calor, cómo el sol se despliega con su disfraz de azafrán. Hay que levantarse temprano para ver cómo riega su luz recalcitrante. El sol, que nos atraviesa como alfil, en diagonal, quiere enseñarles el rumbo a los alacranes, al poniente, sin embargo, ellos se aferran en su rincón de mortificante calor.
Ahí todo es parejo para la vida y el comercio, para el billete y los negocios. Antes se oía de lomas y promontorios, pero el crecimiento de la población aplanó todo, excepto los montículos de la ignominia.
Altamirano es un pueblo próspero. El valle lo sabe, pero su gente lo ha olvidado. La gente, muy entretenida por escalar en el reino de los grandes comerciantes, ha olvidado los dos ríos que circundan al valle, que corren todos los días para no acabar con la fe y la esperanza. El Cutzamala, ya de cauce raquítico y contaminado; el Balsas, aun con los dagazos que le dan los ribereños, impetuoso e irreverente (en 2013 nos recordó su inconcebible cauce natural). Los dos como dioses: misteriosos, sabios, humildes y proveedores; y que no ignoran de las carreras que pegan los lugareños nada más para no perder la fe del fin de los tiempos.  Esa gente ha olvidado las cosas sencillas; por ejemplo, buscar alivio de las dolencias de la vida en las aguas del río, ha olvidado ir al río para aplacar el instinto que los encamina al peligro y la perdición. El calor puede contra todo, menos con los ríos, ahí se deshace y se convierte en un haz lleno de esperanza que fructifica la tierra.
Les decía que después de las dos de la tarde la gente es contumaz y retobada. Es gente difícil para hacerla entrar en entendederas. En todos los lugares hay gente necia y testaruda como la de aquí, en otros lugares no sé de donde les venga; aquí les viene por la gota espesa y pegajosa que se resiste a resbalar de la frente.


marzo 01, 2019

Pungarabato, ese pueblo de importancia: Apuntes para la historia antigua y colonial de Phunguari-huato (“Pungaravato”-Ciudad Altamirano)





Todo comenzó entre 1420 y 1440, cuando los Mechhuaca, Phorhépechas o Tarascos, al mando de Hiripan, Tangaxoan y Hiquingaje, consolidan el imperio que llega hasta la Tierra Caliente. “Es la Tierra Caliente penosísima (…) porque, fuera de ser el calor demasiado, es muy enferma y llena de malas sabandijas”, escribiría, dos siglos después, el Visitador Diocesano Francisco Arnoldo de Yssasi Mier. Además de indicar que en sus ríos caudalosos hay “muchos caimanes y lagartos feroces que despedazan y se tragan a los hombres”. Pero fue por aquellos años, que los phorépechas colonizaron y repoblaron el ancestral: Phunguari-huato, Pungaravato, Pungarahuato, “como se le conoció e identificó en el transcurso de los siglos”. La expansión del imperio, no sobra decirlo, tenía “la intención de asentarse permanentemente en el sitio, de practicar su cultura, de hablar su lengua y de adorar sus deidades, destacando Punguarancha”, Dios de la guerra, y que el doctor Carlos Arias Castillo (Altamirano, 1957) sostiene que de tal nombre se desprende el topónimo de Pungarabato.