julio 01, 2016

El Zarco: un secuestrador de Tierra Caliente


Los bandidos recorrían impunemente toda la comarca imponiendo fuertes contribuciones a las haciendas y a los pueblos, estableciendo por su cuenta peajes en los caminos y poniendo en práctica todos los días, el plagio, es decir, el secuestro de personas, a quienes no soltaban sino mediante un fuerte rescate. Al leer estas palabras en las primeras páginas de El Zarco, novela de nuestro insigne Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893),  resuenan y forman el abrumador espejo de nuestra actualidad. Más llamará la atención de quien en los últimos años haya vivido en la región de Tierra Caliente porque el Zarco es un apodo muy mentado (coincidencia de la literatura y nuestro tiempo) de un hombre en contra de la ley. En la novela, el Zarco es un personaje, un bandido de los llamados Plateados, que con su intrepidez, su crueldad y su insaciable sed de rapiña, encabeza una banda que asola a la Tierra Caliente. Aunque el lugar al que hace referencia la novela es Yautepec, del actual estado de Morelos, y que por el año de 1861, tiempo en que el autor sitúa la trama de su novela, pertenecía al Estado de México. El Zarco, al tener retenida a una víctima, dice lo mismo que diría cualquier capo de los que ahora secuestran: “¿No sabes que cada rico que cae en nuestras manos tiene que comprar su vida pesándose en oro?”.
Llevamos más o menos una década de violencia exacerbada en nuestro país. Los capos, sedientos de dinero, se cebaron en la irracionalidad. No dejamos de asombrarnos al saber de muertes, de secuestros, de extorsiones, de la presencia de los capos; que la voz popular, más tratándose de pequeñas poblaciones, sabe cómo han tejido sus redes e instrumentado su flagelo. Llevamos años diciendo: “Estas no son penas del infierno”, o también: “No hay mal que dure cien años…” Sin embargo, los capos regionales, en este tiempo de confusión e impunidad, ahí están, enanchándose en nuestro Estado calamitoso.
Al ver y saber de hechos atroces sentimos que vivimos una violencia como nunca en la historia. Sin embargo, para el enterado, ahí tenemos nuestras guerras y la Revolución. La guerra cristera, las guerras de intervención, la guerra civil, nuestra guerra de independencia, y más allá: el paso de la Inquisición y la sangre que costó la conquista. La violencia late en nuestro pulso. Resignarse a ella sin embargo sería una vesania tanto como la sed de dinero de los capos.
La literatura ante todo es conversación. E Ignacio Manuel Altamirano, en El Zarco, nos habla de los Plateados como si se refiriera a la estampa de los narcos de estos tiempos. Plateados porque ostentaban exageradamente adornos de plata en sus vestidos y sobre todo en sus sombreros. Los capos de ahora, ostentan el oro, pesadas cadenas y gruesas pulseras, ruedan lujosas camionetas con sus corridos de letra lamentable, pero además de esto, Altamirano nos confronta y nos repliega, como un agudo observador, con la fisonomía del mal, que encarna, siniestro y repulsivo, en sus personajes.
El Zarco nos relata era hijo de padres honrados y trabajadores, que habrían querido hacer de él un hombre laborioso y útil. Pero por desidia abandonó su casa donde se le imponían tareas y se le obligaba a ir a la escuela. Así fue como se lanzó a su carrera de bandolero. “Sus instintos Altamirano nos arroja luz para tratar de entender a su personaje que no estaban equilibrados por ninguna noción de bien, acabaron por llenar aquella alma oscura. Al preguntarnos de los capos de nuestra región hombres nacidos no antes del setenta: ¿de dónde tanta saña? ¿De dónde su codicia desenfrenada? La respuesta no debe estar muy lejos de las ideas que Altamirano escribe sobre su personaje.
Los Plateados surgieron a merced de la turbulencia de la guerra civil entre conservadores y liberales. Eran bandidos que se organizaron en partidas y se unieron a alguna facción pero en realidad se aprovecharon de las circunstancias para vivir del asalto, de la extorsión y del secuestro. Los capos surgieron con el desmoronamiento de un sistema presidencialista y autoritario; que ejercía un poder centralizador. Los capos se soltaron y pronto establecieron redes insospechadas: los vigías, halcones como se conocen, infestaron nuestros barrios y vecindarios. Ya los Plateados hacían esto no sin menor éxito: “Contaban en las haciendas, en las aldeas, en las poblaciones, con numerosos agentes y emisarios reclutados por el interés o por el miedo, pero que servían fielmente”.
Manuela, personaje que llevado de la codicia y del espejismo de una vida de aventuras se enamora y sigue al Zarco, es el espejo de muchos jóvenes que atraídos por la promesa de un buen sueldo, por la vida de lujos y de dispendio se enrolan en las bandas delictivas.
Altamirano habla de las fuerzas militares que no hacen gran cosa para perseguir y erradicar a aquellos bandoleros. Antes por el contrario se ensañan con personas pobres e inocentes que matan y que las hacen pasar por malhechores. Aquella fuerza militar era un ejército escaldado y pobre a consecuencia de la guerra de Reforma y por la inminente invasión extranjera. ¿Qué se podría escribir del aparatoso conjunto de fuerzas policiales que patrullan nuestras ciudades? ¿Qué se podría escribir del ejército que patrulla nuestras calles? Muchos recursos y pocos resultados. Por eso la maledicencia da en afirmar que existe un acuerdo, un acuerdo macabro entre gobierno y capos. En poco más de diez años la banda delictiva que ha controlado el corredor Ciudad Altamirano, GuerreroVicente Rivapalacio, Michoacán ha tenido tres capos, de los cuales nada más uno está en prisión, y según la maledicencia, por delación de su pareja sentimental.
La fuerza brutal de los Plateados asombró a nuestro gran hombre de letras, a tal grado que escribió esta novela, y lo llevó a decir: “El carácter de aquellos Plateados fue una cosa extraordinaria y excepcional, una explosión de vicio, de crueldad y de infamia que no se había visto jamás en México”. Era tiempo en que nuestro país se abría paso. Siglo y medio después, el desaliento crece, pero baste echar un ojo a la obra literaria de Ignacio Manuel Altamirano y de los hombres ilustres de su generación para vislumbrar, que si ellos trashumaron ese tiempo de infamia, podemos aspirar a un Estado de Derecho digno de la memoria de los hombres que han forjado nuestra patria. ~