Los bandidos recorrían impunemente toda
la comarca imponiendo fuertes contribuciones a las haciendas y a los pueblos,
estableciendo por su cuenta peajes en los caminos y poniendo en práctica todos
los días, el plagio, es decir, el secuestro de personas, a quienes no soltaban
sino mediante un fuerte rescate. Al leer estas palabras en las primeras páginas
de El Zarco, novela de nuestro
insigne Ignacio Manuel Altamirano (1834-1893),
resuenan y forman el abrumador espejo de nuestra actualidad. Más llamará
la atención de quien en los últimos años haya vivido en la región de Tierra
Caliente porque el Zarco es un apodo
muy mentado (coincidencia de la literatura y nuestro tiempo) de un hombre en
contra de la ley. En la novela, el Zarco
es un personaje, un bandido de los llamados Plateados,
que con su intrepidez, su crueldad y su insaciable sed de rapiña, encabeza una
banda que asola a la Tierra Caliente. Aunque el lugar al que hace referencia la
novela es Yautepec, del actual estado de Morelos, y que por el año de 1861,
tiempo en que el autor sitúa la trama de su novela, pertenecía al Estado de
México. El Zarco, al tener retenida a
una víctima, dice lo mismo que diría cualquier capo de los que ahora
secuestran: “¿No sabes que cada rico que cae en nuestras manos tiene que
comprar su vida pesándose en oro?”.
Llevamos más o menos una década de
violencia exacerbada en nuestro país. Los capos, sedientos de dinero, se
cebaron en la irracionalidad. No dejamos de asombrarnos al saber de muertes, de
secuestros, de extorsiones, de la presencia de los capos; que la voz popular,
más tratándose de pequeñas poblaciones, sabe cómo han tejido sus redes e
instrumentado su flagelo. Llevamos años diciendo: “Estas no son penas del
infierno”, o también: “No hay mal que dure cien años…” Sin embargo, los capos
regionales, en este tiempo de confusión e impunidad, ahí están, enanchándose en
nuestro Estado calamitoso.
Al ver y saber de hechos atroces
sentimos que vivimos una violencia como nunca en la historia. Sin embargo, para
el enterado, ahí tenemos nuestras guerras y la Revolución. La guerra cristera,
las guerras de intervención, la guerra civil, nuestra guerra de independencia,
y más allá: el paso de la Inquisición y la sangre que costó la conquista. La
violencia late en nuestro pulso. Resignarse a ella sin embargo sería una
vesania tanto como la sed de dinero de los capos.
La literatura ante todo es
conversación. E Ignacio Manuel Altamirano, en El Zarco, nos habla de los Plateados
como si se refiriera a la estampa de los narcos de estos tiempos. Plateados porque ostentaban
exageradamente adornos de plata en sus vestidos y sobre todo en sus sombreros.
Los capos de ahora, ostentan el oro, pesadas cadenas y gruesas pulseras, ruedan
lujosas camionetas con sus corridos de letra lamentable, pero además de esto,
Altamirano nos confronta y nos repliega, como un agudo observador, con la
fisonomía del mal, que encarna, siniestro y repulsivo, en sus personajes.
El Zarco
‒nos relata‒ era hijo de padres honrados y
trabajadores, que habrían querido hacer de él un
hombre laborioso y útil. Pero por desidia abandonó su
casa donde se le imponían tareas y se le obligaba a ir a la
escuela. Así fue como se lanzó a su carrera de bandolero. “Sus
instintos ‒Altamirano
nos arroja luz para tratar de entender a su personaje‒ que no estaban equilibrados por
ninguna noción de bien, acabaron por llenar aquella alma oscura”. Al
preguntarnos de los capos de nuestra región ‒hombres nacidos no antes del setenta‒: ¿de dónde tanta saña? ¿De
dónde su codicia desenfrenada? La respuesta no debe estar muy lejos de las ideas
que Altamirano escribe sobre su personaje.
Los Plateados
surgieron a merced de la turbulencia de la guerra civil entre conservadores y
liberales. Eran bandidos que se organizaron en partidas y se unieron a alguna
facción pero en realidad se aprovecharon de las circunstancias para vivir del
asalto, de la extorsión y del secuestro. Los capos surgieron con el
desmoronamiento de un sistema presidencialista y autoritario; que ejercía un
poder centralizador. Los capos se soltaron y pronto establecieron redes
insospechadas: los vigías, halcones como se conocen, infestaron nuestros
barrios y vecindarios. Ya los Plateados
hacían esto no sin menor éxito: “Contaban en las haciendas, en las aldeas, en
las poblaciones, con numerosos agentes y emisarios reclutados por el interés o
por el miedo, pero que servían fielmente”.
Manuela, personaje que llevado de la
codicia y del espejismo de una vida de aventuras se enamora y sigue al Zarco, es el espejo de muchos jóvenes
que atraídos por la promesa de un buen sueldo, por la vida de lujos y de dispendio
se enrolan en las bandas delictivas.
Altamirano habla de las fuerzas
militares que no hacen gran cosa para perseguir y erradicar a aquellos
bandoleros. Antes por el contrario se ensañan con personas pobres e inocentes
que matan y que las hacen pasar por malhechores. Aquella fuerza militar era un
ejército escaldado y pobre a consecuencia de la guerra de Reforma y por la
inminente invasión extranjera. ¿Qué se podría escribir del aparatoso conjunto
de fuerzas policiales que patrullan nuestras ciudades? ¿Qué se podría escribir
del ejército que patrulla nuestras calles? Muchos recursos y pocos resultados.
Por eso la maledicencia da en afirmar que existe un acuerdo, un acuerdo macabro
entre gobierno y capos. En poco más de diez años la banda delictiva que ha
controlado el corredor Ciudad Altamirano, Guerrero‒Vicente Rivapalacio, Michoacán ha
tenido tres capos, de los cuales nada más uno está en prisión, y según
la maledicencia, por delación de su pareja sentimental.
La fuerza brutal de los Plateados
asombró a nuestro gran hombre de letras, a tal grado que escribió esta novela, y
lo llevó a decir: “El carácter de aquellos Plateados
fue una cosa extraordinaria y excepcional, una explosión de vicio, de crueldad
y de infamia que no se había visto jamás en México”. Era tiempo en que nuestro
país se abría paso. Siglo y medio después, el desaliento crece, pero baste
echar un ojo a la obra literaria de Ignacio Manuel Altamirano y de los hombres
ilustres de su generación para vislumbrar, que si ellos trashumaron ese tiempo
de infamia, podemos aspirar a un Estado de Derecho digno de la memoria de los
hombres que han forjado nuestra patria. ~