junio 27, 2016

Recuento


No recuerdo bien a qué edad pero la idea vaga de ser escritor la tuve durante mi infancia. Oía las pláticas de mis mayores e intuía que eso algún día y de algún modo yo lo platicaría. Durante la primaria fui un alumno reprobadísimo, hasta una mala maestra me retrasó un grado porque le caí mal. Mala porque fue un capricho y lo hizo de modo arbitrario. No hubo tutor que respondiera por mí. Cuando terminé la primaria, mi madre, preocupada de que yo me echara a perder, me advirtió que nomás reprobaba una materia y me sacaba para ponerme a trabajar en los trabajos más penosos y pesados. Durante la adolescencia, he dicho que a los doce pero en realidad debió haber sido a los quince, leí El llano en llamas. Libro por el que empecé a leer y que me ayudó a aterrizar la idea vaga de contar: yo también escribiría un libro de lo que había oído de los campesinos. Pero no estoy seguro si fue esta lectura o un milagro del Niño Dios, a quien le pedí orientado por la hermana Blanca, una vecina devota y amiga de mi abuela inteligencia para mis estudios, lo que me volvió un estudiante aplicado. Terminé mi secundaria con 9.7 y la preparatoria con 9.9.
Yo, que quise y pude estudiar una carrera universitaria, no estudié letras por un error. No recuerdo quién de mis familiares o conocidos, lo que me hace pensar que fue un susurro del diablo para confundirme en mi destino, me dijo que estudiara periodismo porque con esta profesión tendría más opciones de conseguir un trabajo. Llegué a la Facultad de Políticas a hacer algunos amigos y a platicarles de mis lecturas de Rulfo, de Arreola (que por esos días murió, el 3 de diciembre de 2001), de Revueltas y también de García Márquez de quien no había leído aún ese temblor de tierra: Cien años de soledad. Me fue mal como estudiante de periodismo. Terminé con un promedio de 8.7. No quise truncar mi carrera, aunque no obtuve el título y creo que ya es tarde para obtenerlo, porque el escritor debe sacar provecho de todas las adversidades que se le presentan. Yo, entonces ya decidido a hacerme escritor, leí todo lo que me fue posible. Y aun de la carrera aprendí muchas cosas. Nunca olvidaré las palabras de mi profesor de Teorías de la Comunicación Guillermo Tenorio que en el tercer semestre nos dijo: “Lean la Biblia, El Quijote y Las mil y una noches, si no de dónde van a escribir”. Por ese tiempo me llegó la idea de escribir una novela del diablo. Contar las historias de apariciones y pactos que de niño escuché. La escribí en 2010. La titulé “El Amigo”, mote con el que era llamado el diablo en Tierra Caliente. Era un mamotreto de 250 páginas, mi primera y malograda novela que terminé por desechar. Este manuscrito, como mis primeros textos, me sirvió para soltar la mano, como suele decirse; y para aprender que las aspiraciones del escritor deben enfocarse al esmero de los buenos textos. Y también para estar avisado de los desengaños que habrá para el escritor si buscaré otra cosa que no sea la primera.
En febrero de 2006, cuando me gradué de la carrera, en vez de sentarme a escribir mi tesis de titulación, que era con la modalidad de reportaje sobre emigrantes de mi tierra, me senté a escribir mis primeros relatos. Cuatro meses después ya estaba mi primer manuscrito con dieciocho cuentos. ¿Cómo no recordar el título?: “Las flores de San Nicolás”. En agosto de ese mismo año me regresé a mi tierra. Pensaba que iría de paso. Mi objetivo era irme a los Estados Unidos con el pretexto de allá hacer mi reportaje de titulación. Estuve a punto de irme de contratado para el corte de tabaco. No me fui por una pequeña hebra de la trama de mi destino. A mi acta de Fe de bautismo requisito para tramitar mi pasaporte porque mi registro es extemporáneo, me registraron a los seis años le faltaba el nombre de Israel. Aquel día, el dinero que tenía para mis trámites, lo gasté en una brutal borrachera, con escándalo y un conjunto musical a pie de mí. Me quedé en mi tierra. En 2009 me casé con una mujer cuya belleza y fortaleza de lirio imperturbable me alienta en mi camino por los campos sombríos y devastados.
En 2010, como ya les dije, escribí mi primera novela. En 2011 escribí otros relatos que reuní bajo el nombre de “Los Herederos” y en 2012 escribí otros que llevaban el nombre de “Recuerdos del alma”. Aquí quería llegar y me detengo: Veo a ese joven que en seis años se tomó el tiempo para escribir cuatro manuscritos y no puedo negarle su fidelidad por su vocación. Los dos primeros los envié a un concurso y los dos últimos a una editorial. No pasó nada con los primeros y no tuve respuesta con los segundos. No me quejo y ni hablo con resentimiento. ¡Qué bueno que escribí esos manuscritos! ¡Qué bueno que no fueron publicados! En septiembre de 2013, por la tormenta Manuel que llegó por el pacífico, el río Balsas, río que atraviesa la Tierra Caliente, se desbordó en una creciente solo comparable con la de 1933 que llegó a las casas del pueblo y , alarmados y temerosos, los pobladores tuvieron que subirse al cerro. La de 2013, al mismo tiempo que nos recordaba su margen primigenio, arrancó, revolvió y se llevó con su fuerza catastrófica todo lo que encontró a su paso. La creciente inundó pueblos y trastocó la tierra de cultivo. Yo aproveché una vorágine de una corriente para echar ahí mis manuscritos y deshacerme de tamaña carga. Mi mujer trató de rescatar aquellas hojas empapadas pero le dije con seguridad fingida que todo aquello no valía la pena. Y nos pusimos a cuidar las cosas importantes de nuestra casa.
Por otra parte, el 2013 fue venturoso para mí porque llegó un texto luminoso e inspirador: “Instituciones de la cultura libre” de Gabriel Zaid. Fui a la Ciudad de México exprofeso a comprar el libro Dinero para la Cultura. Sus textos, relacionados con la vida literaria me ubicaron en el terreno cultural. Un espíritu honesto y animador se desprende de ellos. Ahí aprendí que el escritor no debe hacer otra cosa que escribir lo mejor posible sin dejar de lado la lectura, la lectura de los libros, claro está; pero también la lectura de la realidad. Me ayudó a definirme como un ente de la cultura libre. Abrí un blog, y desde enero de 2014 auto-edito mis textos ahí.
A principios de 2015 empecé a escribir y reescribir algunos relatos. Al llegar a la escritura del décimo: “El muerto que nos llegó de Estados Unidos” me di cuenta que la mayoría de esos textos nacían de intuiciones provocadas por los recuerdos y la experiencia de los que no fueron al Norte, los que nos quedamos esperando las noticias de los tíos y parientes que se fueron. Por eso el conjunto de esos relatos, que son mi quinto manuscrito, y espero que sea mi primer libro (estoy algo conforme con ellos, el día que escriba de modo sublime y que exprese lo que realmente quiera decir tal vez ese día sea el de mi muerte) se intitulará El muerto que nos llegó de Estados Unidos.
Aquí quiero hacer una segunda parada. Ya entrado a los 34 años, con una trayectoria aunque sea mediocre, de 10 años, con un blog donde aparecen algunos textos que me dejan conforme, con un manuscrito de 18 relatos, no he podido publicar un texto en alguna revista literaria. Se necesitaría tener entrañas de pedernal para no sentir incertidumbre y desaliento. He mandado algunos relatos y textos a algunas revistas y no he tenido ninguna respuesta. Ya mandé mi manuscrito a tres editoriales y temo que tampoco tendré ni siquiera un acuse de recibido. ¿Qué pasará? me pregunto ¿Falta de calidad? Tal vez. Tanto como que no ha ocurrido la circunstancia de conocer a un editor. Sin embargo, tengo claro, que todo aquello que no sea leer y escribir, es extraliterario. Con esto quiero decir la vieja idea de que la literatura se debe ejercer más allá de si se publica o no. Mi método para escribir comienza haciéndolo con lo que auténticamente me pide que lo escriba. Como este texto, cuya idea surgió para saber dónde estoy y hacia dónde voy; para motivarme y no perder la esperanza de la radiante mañana que me vio nacer.
Ya me aplacaré de andar mandando mis textos a algunas revistas. Aplacaré mis afanes de publicación. Seguiré manteniendo mi blog. Publicaré un texto cada primero de cada mes. Me he hecho de la idea que para escribir un libro hay que tomar espacios y reposo. Había descartado escribir mi novela del diablo. Los relatos “Retrato del diablo” y “¡Adiós, mamá Toñita!”, me tenían conforme con lo que en la novela quería decir, pero recientemente me encontré con unas notas que escribí luego que tiré el manuscrito en la creciente, y me han motivado para retomarla. La escribiré, entre o después de unos relatos que me andan merodeando y que me piden tiempo para leer la Tragedia griega y releer a Goethe. ~