junio 02, 2016

El Vecino y el literato


El Vecino tiene una pasión: los gallos de pelea; el literato, la suya: leer y, cuando las intuiciones llegan, cuando los trazos de los relatos se definen, cuando las palabras lo acorralan, escribir. El Vecino, que el día lo reparte en ocupaciones apremiantes, guarda sus mejores horas para sus gallos. Tiene su gallera en el patio: una larga alambrada pegada a la barda de su patio dividida en cubiles donde cada gallo, pura sangre, de prosapia valiente, cantan en la madrugada y lucen su estampa durante el día. Con prurito el Vecino les da alimento vitaminado, les cambia el agua, recubre el suelo de las jaulas de tierra blanda, tierra de bajial. Vigila que los gallos no se acongojen y ni se sobresalten. El Vecino, al pasar cerca de la alambrada, se siente orgulloso de sus animalitos.
El literato tiene libros. Quisiera tener otros más, pero más quisiera tener ratos de soledad y silencio para leer. “¡Bendito sea Dios! como el gallero, que antes de cada pelea encomienda a su gallo a Dios, el literato es creyente. ¡Que el tiempo y el dinero alcancen!”. Esa es su petición de menesteroso que recorre el trecho de entre su pasión y las necesidades cotidianas. Le da pena decirlo, pero ya está dicho: el tiempo que le dedica a la literatura no es mayor del que el Vecino le decida a sus gallos.
El Vecino tiene varias entradas de dinero. Los mismos gallos, que a veces lo hacen perder algo, constituyen una fuente de ganancias porque, además de cuando gana una pelea, como gallero experimentado y conocedor, es amarrador y soltador; amén de las tretas propias del oficio. Tiene en el frontispicio de su casa una tienda miscelánea, de esas que a primera vista parecen que son tiendas de “no hay”, pero mirando más despacio siempre tiene cierto rejuego. Tres días a la semana, su mujer, ayudada por el brazo robusto del Vecino, hace calabaza dulce y juntos salen a la calle a vendarla por pedazos. De a quince y de a veinte pesos, según el tamaño. El Vecino no pára en todo el bendito día. En moto o en carro se le ve salir de su casa siempre apurado, con su rostro que despide reflejos de hombre jubiloso, hombre alejado de pensamientos oscuros y de amarguras. Además le ha dado por vender los fines de semana, en el patio de su casa, mojarras fritas, empapeladas, a la diabla… como usted guste. Aunque este negocio lo hace lo más apartado que se puede de sus galleras, porque sostiene que el ruido mortifica a los gallos y esto les opaca el ánimo, los comensales se acercan para observar sus gallos. Entonces el Vecino siente mucha alegría cuando le dicen: “¡Qué bonitos e invencibles, deben valer una fortuna”.
En cambio, el literato, por un lado vive feliz leyendo; pero por el otro, vive atormentado por el vaho devorador de su designio funesto. Más que últimamente la miseria ronda su casa. Después de leer riega su patio, donde bien podía criar algunos animales, pero no tiene ni epazote para sus combas guisadas o sus caldos de pollo. Ha tenido algunos trabajos pero ya va para dos años que está desempleado. En primera, porque no ha corrido con la suerte de encontrar un empleo; y en segunda, porque este tiempo lo ha utilizado para escribir unos textos pensando en que esta vez sí le dejarán algún dinero. Pero no ha ocurrido así. El desencanto tiñe sus días. Se siente como un pájaro empantanado, sin bríos y sin fuerza para aletear; como un gallo que después de que pierde una pelea, es aventado con cólera a un rincón umbroso del palenque.
La mujer del literato se impacienta, lo quiere, pero se impacienta. Si el literato no se apura a buscar un trabajo, cualesquiera, ella terminará por tronar con él. Los fracasos, las frustraciones y aun la pobreza no harán que mande al diablo la literatura. ¡Cómo si se trata de su pasión! Hacerlo significaría su desesperación y su abatimiento. Pero está en el punto en que debe dedicarse a otras actividades para mantener a su familia. No tiene título para aspirar a la academia y no se ha cruzado con la burocracia. Tiene que dedicarse a algo: vender caldos de gallina. A las cuatro de la madrugada, hora que se levanta para leer o escribir, se levantará para prender el fogón. Aquí parece que las alas de su sueño de escritor se quebrantan. No puede vislumbrar, en estos momentos confusos, que su llama resistirá a cualquier tempestad. Seguirá leyendo y escribiendo, que es lo que le importa. Ya lo demás nadie lo sabe. Quién sabe si las musas un tiempo vendrán en su auxilio. Todo está nubiloso por el velo de los hados.
Tiene un carrito viejo. Pero por su mala racha, es como si anduviera a pie. De pronto al escritor le da por pensar. El diablo le llena la cabeza de ideas y lo eleva con los humos de la vanidad. Pero luego aterriza: sabe que se escribe por gusto y en silencio. Y silencio debe esperar.
El literato conoce al Vecino. Lo conoció siendo él un niño. Aquel era un hombre que ya jugaba sus gallos finteadores. No hace mucho tiempo que por alguna circunstancia, entró en su casa. Recuerda su gallera y el sabroso olor de calabaza con dulce de piloncillo. El rostro del Vecino, entonces le pareció, despedía reflejos de arrebol de gallero experimentado, de negociante, de corredor de palenques, de comerciante ganancioso, de hombre que a diario ve un montoncito de dinero sobre su mesa, producto del trabajo y del azar. El literato no reniega. Siente que la miseria entra en su casa con los mismos pasos perturbadores de su mujer cuando esta se acerca a su mesa de escribir para preguntarle algo… para remacharle que hace falta algo para pasar la vida. Pese a ello, el escritor se aferra a su pluma. De hace días le llegó la imagen del rostro victorioso del Vecino, y empieza a escribir lo que piensa llamar “las vicisitudes de un gallero”.