El Vecino tiene una pasión: los gallos
de pelea; el literato, la suya: leer y, cuando las intuiciones llegan, cuando
los trazos de los relatos se definen, cuando las palabras lo acorralan,
escribir. El Vecino, que el día lo reparte en ocupaciones apremiantes, guarda
sus mejores horas para sus gallos. Tiene su gallera en el patio: una larga
alambrada pegada a la barda de su patio dividida en cubiles donde cada gallo,
pura sangre, de prosapia valiente, cantan en la madrugada y lucen su estampa
durante el día. Con prurito el Vecino les da alimento vitaminado, les cambia el
agua, recubre el suelo de las jaulas de tierra blanda, tierra de bajial. Vigila
que los gallos no se acongojen y ni se sobresalten. El Vecino, al pasar cerca
de la alambrada, se siente orgulloso de sus animalitos.
El literato tiene libros. Quisiera
tener otros más, pero más quisiera tener ratos de soledad y silencio para leer.
“¡Bendito sea Dios! ‒como
el gallero, que antes de cada pelea encomienda a su gallo a Dios, el literato
es creyente‒. ¡Que
el tiempo y el dinero alcancen!”. Esa es su petición de menesteroso que recorre
el trecho de entre su pasión y las necesidades cotidianas. Le da pena decirlo,
pero ya está dicho: el tiempo que le dedica a la literatura no es mayor del que
el Vecino le decida a sus gallos.
El Vecino tiene varias entradas de
dinero. Los mismos gallos, que a veces lo hacen perder algo, constituyen una
fuente de ganancias porque, además de cuando gana una pelea, como gallero
experimentado y conocedor, es amarrador y soltador; amén de las tretas propias
del oficio. Tiene en el frontispicio de su casa una tienda miscelánea, de esas
que a primera vista parecen que son tiendas de “no hay”, pero mirando más
despacio siempre tiene cierto rejuego. Tres días a la semana, su mujer, ayudada
por el brazo robusto del Vecino, hace calabaza dulce y juntos salen a la calle
a vendarla por pedazos. De a quince y de a veinte pesos, según el tamaño. El
Vecino no pára en todo el bendito día. En moto o en carro se le ve salir de su
casa siempre apurado, con su rostro que despide reflejos de hombre jubiloso, hombre
alejado de pensamientos oscuros y de amarguras. Además le ha dado por vender
los fines de semana, en el patio de su casa, mojarras fritas, empapeladas, a la
diabla… como usted guste. Aunque este negocio lo hace lo más apartado que se
puede de sus galleras, porque sostiene que el ruido mortifica a los gallos y
esto les opaca el ánimo, los comensales se acercan para observar sus gallos.
Entonces el Vecino siente mucha alegría cuando le dicen: “¡Qué bonitos e
invencibles, deben valer una fortuna”.
En cambio, el literato, por un lado
vive feliz leyendo; pero por el otro, vive atormentado por el vaho devorador de
su designio funesto. Más que últimamente la miseria ronda su casa. Después de
leer riega su patio, donde bien podía criar algunos animales, pero no tiene ni
epazote para sus combas guisadas o
sus caldos de pollo. Ha tenido algunos trabajos pero ya va para dos años que
está desempleado. En primera, porque no ha corrido con la suerte de encontrar
un empleo; y en segunda, porque este tiempo lo ha utilizado para escribir unos
textos pensando en que esta vez sí le dejarán algún dinero. Pero no ha ocurrido
así. El desencanto tiñe sus días. Se siente como un pájaro empantanado, sin
bríos y sin fuerza para aletear; como un gallo que después de que pierde una
pelea, es aventado con cólera a un rincón umbroso del palenque.
La mujer del literato se impacienta, lo
quiere, pero se impacienta. Si el literato no se apura a buscar un trabajo,
cualesquiera, ella terminará por tronar con él. Los fracasos, las frustraciones
y aun la pobreza no harán que mande al diablo la literatura. ¡Cómo si se trata
de su pasión! Hacerlo significaría su desesperación y su abatimiento. Pero está
en el punto en que debe dedicarse a otras actividades para mantener a su
familia. No tiene título para aspirar a la academia y no se ha cruzado con la
burocracia. Tiene que dedicarse a algo: vender caldos de gallina. A las cuatro
de la madrugada, hora que se levanta para leer o escribir, se levantará para
prender el fogón. Aquí parece que las alas de su sueño de escritor se quebrantan.
No puede vislumbrar, en estos momentos confusos, que su llama resistirá a
cualquier tempestad. Seguirá leyendo y escribiendo, que es lo que le importa.
Ya lo demás nadie lo sabe. Quién sabe si las musas un tiempo vendrán en su
auxilio. Todo está nubiloso por el velo de los hados.
Tiene un carrito viejo. Pero por su
mala racha, es como si anduviera a pie. De pronto al escritor le da por pensar.
El diablo le llena la cabeza de ideas y lo eleva con los humos de la vanidad.
Pero luego aterriza: sabe que se escribe por gusto y en silencio. Y silencio
debe esperar.
El literato conoce al Vecino. Lo
conoció siendo él un niño. Aquel era un hombre que ya jugaba sus gallos
finteadores. No hace mucho tiempo que por alguna circunstancia, entró en su
casa. Recuerda su gallera y el sabroso olor de calabaza con dulce de
piloncillo. El rostro del Vecino, entonces le pareció, despedía reflejos de
arrebol de gallero experimentado, de negociante, de corredor de palenques, de comerciante
ganancioso, de hombre que a diario ve un montoncito de dinero sobre su mesa,
producto del trabajo y del azar. El literato no reniega. Siente que la miseria entra
en su casa con los mismos pasos perturbadores de su mujer cuando esta se acerca
a su mesa de escribir para preguntarle algo… para remacharle que hace falta
algo para pasar la vida. Pese a ello, el escritor se aferra a su pluma. De hace
días le llegó la imagen del rostro victorioso del Vecino, y empieza a escribir
lo que piensa llamar “las vicisitudes de un gallero”.