Hace
algún tiempo, en la avenida principal de mi ciudad, mientras caminaba o
esperaba a alguien, me interceptaron tres jóvenes: el mayor de ellos no pasaba
los 23, y el menor era un muchachillo de 13; bien vestiditos, con portafolios
cada uno, y uno de ellos bien entrenado para hablar de sus cosas. Eran Testigos
de Jehová. Yo, que en otras ocasiones les recibo sus revistas y folletos, y
aunque leyendo de soslayo, me doy cuenta de sus afanes contradictorios, sus
trampas verbales, sus enmarañadas buenas intenciones, en esa ocasión no dejé ni
siquiera que el mediano de los muchachos me abordara con sus preguntas
recurrentes del cataclismo final. “A unas cuadras de aquí –les dije, ya algo
iracundo- está la biblioteca municipal. ¡Vayan a leer ahí la Biblia, pero
también a los Clásicos; vayan a liberarse y a conocerse a ustedes mismo! (que
es el punto de libertad más estimado a donde puede llevar la literatura, esto
no se los dije)”. El mayor de ellos, tranquilo, hábil, queriendo dominar la
situación con una sonrisa de oreja a oreja (quien sabe si fingida, pero sí algo
burlona), me dijo: “Lo hacemos, caballero; dígame ¿de qué tema quiere que
hablemos?” El diablo también nos hace hablar educadamente y con buenas
intenciones. Si el diablo está en contra de algo después de Dios es contra el
arte.
Un
amigo me ha contado que a principios de los sesenta le tocó ver cómo Felix
Rabiela, un hombre adinerado, con influjos de amo de los tiempos porfiristas, y
que por esos días era ya un anciano de bordón, cuando caminaba por las calles
del centro, y un limosnero se le acercaba para pedirle una caridad, se
encolerizaba y le daba de bastonazos hasta que el pedigüeño desaparecía de su
vista. ¿Por qué lo hacía?: ¿locura senil?, ¿fatuidad de un aristócrata venido a
menos?, ¿aborrecimiento de los mendigos por pensar que muchos de ellos lo son
por güevones? ¡Quién sabe por qué aquel anciano daba de palos a los limosneros
que encontraba a su paso! Y esto lo saco a cuento porque cómo me hubiera gustado
tener un bordón para arriar a aquellos muchachos Testigos de Jehová a la
biblioteca. “¡También leemos literatura!”, me dijo aquel muchacho. Sí, pero la
literatura de sus revistas y folletos, y si acaso la Biblia (que de paso no
puedo dejar de decir: en traducciones actuales que han perdido el encanto y
riqueza del español del siglo de oro de la Reina-Valera), con las anteojeras
pacatas de sus ministros y ancianos.
No
pasamos de aquellas palabras. Ellos se fueron sonrientes, yo partí corajudo. No es cosa menor que todos los
días salgamos a las esquinas del mundo y nos topemos con la estulticia y la
dejadez de los hombres. De Dios yo me he hecho una frase: “He dejado de
pronunciar la palabra Dios en protesta
contra el hombre”. Luego de unos pasos recobré mi buen humor. No les hubiera
dado ningún bastonazo a aquellos jóvenes, aunque ya fuese un viejito amargado.
Mi templanza se ha visto rebajada por el vino y la cerveza, pero tengo modo de
controlar otras furias, como la ira. Tampoco los hubiera arriado a la
biblioteca. No soy promotor de lectura. Aspiro a ser un buen conversador. Ni a
mis hijos les diré que lean. Pero ojalá que en sus primeras crisis de la
pubertad descubran un buen libro.
No
es difícil encontrar indiferencia y desprecio por la lectura; y, a veces, de gente
insospechada que por sus actividades cualquiera pensaría que lee: profesores,
psicólogos, conferencistas de autoayuda, periodistas, escribanos y escritores.
Hace poco fui testigo de cómo un antropólogo y un sociólogo diletantes, que
tienen en su haber varios libros publicados en autoedición, hacían escarnio
contra un poeta joven, inédito aún, pero con muchas ganas y gran lector. Después
de haber platicado cómo correteaban a profesores y directores de escuelas, y a
funcionarios, para venderles paquetes de sus libros, uno de ellos se dirigió al
poeta: “¿Escribes poesía?”, y este recitó unos versos. Los estudiosos
diletantes, después de fingir más o menos asombro, empezaron a decir, como para
rectificarlo: “Necesitamos escribir sobre nuestra gente”, “Necesitamos que la
gente sepa sus raíces”, “Necesitamos leer cosas de ¡aquí!, de nuestra tierra”,
“No otros libros que hablan de otras cosas”, “Despertar la conciencia de la
gente”… Como si la poesía no fuera revolucionaria (Breton, Paz); como si la
literatura no fuese esa gran ventana para comprender al hombre. Y uno a otro empezaron hablar de poetas como
de chistes, cayendo en el lugar vulgar, injurioso, de que quienes recitaban
hace algunas décadas eran afeminados, mariquitas… ¡Oh, musa sublime, en sus
horas de mecanógrafos ten en cuenta sus palabras rudas! El antropólogo y el
sociólogo, por lo demás, son personas que todos los días compran el diario La
Jornada, han escrito, y por sus palabras seguirán haciéndolo, del folclor y las
costumbres. Creen fervientemente que las masas no leen por hilos siniestros que
desde arriba son manejados por los pocos de la oligarquía política y económica.
Sin reparar que esa oligarquía, digamos el presidente Enrique Peña Nieto y su
secretario de educación, siente auténtico desdén por la cultura y la lectura:
¿cómo se puede considerar peligroso algo que se desprecia porque en apariencia
no tiene importancia? Lo malo de esto es la pobreza de la conversación pública
y las acciones frívolas y demagógicas que el gobierno nos endilga en aras de la
promoción de la lectura, algo que a los mismos funcionarios les da igual.
Cuando
los estudiosos se despidieron de nuestro joven poeta, lo volvieron a exhortar:
“Hay que escribir sobre el significado de nuestro sombrero, nuestros
regionalismos, nuestro morral, nuestro calzón de manta”. El poeta, que en su
soledad esperaba esta charla con estos escritores, y que esperaba congeniar,
terminó decepcionado. Él les había tratado de hablar de libros, de sus
lecturas, y aquellos nada más hablaron de los suyos y de sus planes. Yo que
tuve cierta simpatía por el poeta, me le acerqué y le dije: “No haga caso,
usted siga leyendo literatura universal, los libros de tradición clásica,
aunque sea en traducciones, aunque es necesario, y más que necesario, rico y
curioso, aprender otra lengua.
Hasta
aquí las dos anécdotas. Ya van lejos los Testigos de Jehová de nuestro camino, altivos
y sonrientes en su cerrazón. Y también dejemos al antropólogo y al sociólogo
diletantes, su desprecio por la literatura (cuando el poeta les preguntó cuál
había sido el último libro que habían leído, después de balbucir, dijeron algún
título recordado con trabajos) lo pagarán caro en sus textos con eternas
erratas, si no es que con una prosa árida y alicaída.
Y
aquí va mi lamentación: tampoco los padres católicos leen literatura (por lo
menos los de mi comarca); dirán que les basta con la Biblia, y están en su
derecho, pero no explotan la vida literaria, esto es, no animan conversaciones
fuera de las prédicas, no recurren a la literatura para ilustrar y animar la
vida de los hombres, no caen en la idea que así podrían enaltecer su misión
pastoral, no se arriesgan a salir del redil para salvar el espíritu mediante la
palabra. Ha habido padres que han quemado libros, los ha habido censores y
confiscadores, pero también existe, germen de este texto, una gran tradición de
padres con apego al estudio de los clásicos. Leer cristianamente a los griegos. Más aún muchos de ellos cuando
han tenido algo qué decir lo han hecho y han incidido en las sociedades de su
tiempo. Muchos nos han aportado libros y textos fundamentales para la cultura y
el desarrollo de Occidente: “Desde Isaías a Franz Kafka”, diría Juan José
Arreola en su nostalgia por la cultura occidental. Nunca olvidaré la gran
impresión que me causó ver y leer una lámina de Erasmo de Rotterdam, padre
holandés que en las primeras décadas del siglo xvi sostenía aquello de
“Predicar con el ejemplo”. En nuestro país tenemos de sobra con los padres que
se hicieron cargo de la conversión de los aborígenes a la fe cristiana. Aunque
algunos de ellos cometieron actos infames destruyendo códices de los antiguos
indios, otros nos dejaron páginas literarias excepcionales y fuentes valiosas de
información: Bernardino de Sahagún y Las Casas por mencionar solo a dos.
Pero
algo ha tronchado esa tradición de estudio y apego: ¿dónde está un padre como
el que increpó a Rubén Darío cuando este visitó nuestro país, y que polemizó
con el poeta una discusión literaria?; ¿dónde está un padre como el que
atesoraba una biblioteca, donde abrevó un muchachillo llamado Juan Nepomuceno
Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, y que después sería conocido como Juan Rulfo y que
setenta años después pasaría a ser nuestro patriarca de las letras mexicanas?;
¿dónde está un padre como José María Garibay que cuyos feligreses decían
admirados que el padrecito aún no terminaba de estudiar porque siempre se le
miraba leyendo y escribiendo?; ¿dónde está el padre gran lector de El Tartufo de Moliere? Temo que los
padres, que cuentan con el silencio del seminario y del templo y de la oración
para poder leer, no escapan del letargo del hombre contemporáneo que cuando no
desprecia la literatura no tiene tiempo de leer. El diablo, que antes instigaba
las hogueras de libros y la persecución y encarcelamiento de autores, ahora
asecha con la desidia y la indiferencia.
Me
doy cuenta, no sin enfado, que ahora los niños para hacer su primera comunión
tienen que ir a catequismo los mismos años de la primaria. Yo, de niño, para
hacer la mía fui acaso seis meses; y aunque pecador y vicioso, cuando leí los Evangelios
a los 19 años, dije: “Verdaderamente Cristo es Dios”, y a él les he encomendado
a mis hijos cuando nacieron. Algún día les leeré un pasaje del Evangelio. Por
cierto, cuando nació mi primer hijo, ya tenía pensado quiénes serían sus
padrinos de bautizo, pero ahora, con tantos trámites y requisitos, ni siquiera
he pensado en los padrinos de mi hija que ya anda en los seis meses.
¿Qué
les pasa a los padres católicos que copian una de las peores cosas del gobierno
mexicano, la burocracia, esa que a diario vemos hacer estragos: “Espere su
turno porque ese trámite lo hace mi compañero de a ladito y ahorita es nuestra
hora de refrigerio”, “Hoy los pacientes serán atendidos siempre y cuando
esperen dos horas la llegada del doctor familiar. Atte. El doctor que hoy llega
tarde?"
Hace
poco tiempo se amplió la nave de la iglesia de la Costita, de cuyo sector
pertenezco. A la hora de las imágenes piadosas, los padres mostraron su
distanciamiento con pintores y artistas. Los ventanales de los muros quedaron
con imágenes de poco mérito, simples reproducciones faltas de originalidad. Los
grupos humanos, las sociedades tarde o temprano pagamos caro nuestro desprecio
a las artes.