enero 21, 2019

Elogio a la biblioteca pública





Una biblioteca es un lugar que nos puede ayudar a no sucumbir. Para medir el quilataje de una ciudad debe empezarse por revisar los estantes de su biblioteca. Oír el silencio que la resguarda. Ver el techo lo suficientemente alto para que las ideas salten y vaguen figurándose que lo hacen en la bóveda celeste. Ver el catálogo de libros que se han fraguado en la tradición de los clásicos y el estudio de las ciencias liberales. Contagiarse del espíritu que no se conforma con lo terrestre y lo material.
Cuando una biblioteca cierra, cuando sus libros son destruidos o dispersados por desidia, cuando una biblioteca está en manos de personas, no digamos que no le tienen amor a los libros, sino que no entienden y no  se explican cómo puede haber un espacio con libros arrumbados y amontonados, pudiendo ocuparse ese espacio para otras cosas más entretenidas o productivas; cuando lo anterior sucede, el mundo se detiene, el día se oscurece, y no hay inteligencia, ni sensibilidad que ayude al hombre en su paso atroz. No sabe que hay algo más allá de la cotidianidad, algo que permite desterrar el aburrimiento: el libro, un instrumento que nos permite enchanchar la imaginación para enfrentar nuestra realidad.
El libro vive, por más que la polilla del desinterés lo aceche y, que la gente, muy ocupada en lo instantáneo, lo menosprecie. El libro vive, decía, su mejor momento. Es el mejor invento de nuestros días. Y las bibliotecas deben ser los lugares idóneos para arraigar el vicio de la lectura.
El lector ¿nace o se hace? Antes de responder esta pregunta digo que la biblioteca pública debe estar abierta y disponible. Porque un día, el niño, el adolescente, el joven, lleno de inquietud, guiado por el espíritu, buscará más libros a partir del primero que leyó y que le cambió la vida, entonces llegará a las puertas de la biblioteca. Y ¡ay de él y la sociedad si las encontrare cerradas!
El lector se hace solo, si bien puede recibir estímulos y provocaciones, tales como ver a alguien cercano leer, oír la historia de Edipo Rey contada por el subdirector de la secundaria donde estudia, ver periódicos, revistas y libros en su casa; sin embargo, la lectura a nadie debe imponerse. La lectura y la libertad son dos palabras asociadas en extremo. “El verbo leer no soporta el modo imperativo”, escribió Borges.
Las bibliotecas públicas son un bien común que debemos preservar, como deberíamos cuidar los caminos del campo donde solemos caminar para despejarnos. Los funcionarios de las Secretarías de Cultura deben tener por punto de partida para sus planes a las bibliotecas públicas. Punto de partida para incentivar el hábito de la lectura. Porque en muchos hogares no se tienen libros, ya porque estos están muy caros, ya porque la gente piensa que leer no sirve para hacer negocios y hacer dinero. ¡Para qué carajos se lee!
Sin embargo, siempre habrá un adolescente, una persona que quiera extender la conversación a través de los libros, y tal vez ande a la deriva… Tal vez para su buena suerte encuentre a alguien que le facilite libros, un profesor, no hay que perder de vista a los profesores, ellos tienen mucho para convertirse en los principales incubadores del vicio de la lectura, pero si el lector potencial no encuentra a nadie para seguir su camino, puede llegar a los humildes templos del saber que son nuestras bibliotecas públicas. Aunque nadie vaya. Aunque los incautos digan que los libros son letra muerta. Aunque pasemos por ellas indiferentes e inadvertentes. Las puertas de la biblioteca deben estar abiertas para recibir a los que quieren ver y observar el mundo a través de la exultante ventana de la literatura.
Instituciones y dependencias del gobierno del área de la cultura cuando se enfocan en el problema de que se lee poco hacen campañas vistosas con quién sabe qué resultados. Lo cierto es que hacen poco por las bibliotecas, sobre todo las de los estados, donde se sabe, que en muchos lugares que antes fueron bibliotecas han terminado ocupándose para otras actividades.
Se sabe que Paco Ignacio Taibo II, actual encargado del Fondo de Cultura Económica (FCE), regalaba, enfebrecido, cientos de ejemplares de libros a personas, que no con menos ímpetu, se arremolinaban a su alrededor. Hace algunas semanas, cuando su designación causó controversia, muchos recordaron esas escenas apantallantes. ¿Qué impresión causa ver a un grupo de policías atropellándose por un libro? Debe ser algo parecido al ver cómo llevan detenido a un hombre por el robo de un libro.
Pero ¿es una estrategia efectiva para incentivar la lectura? Yo tengo mis dudas. Porque ese tipo de acciones van en contra de los escritores que se apartan del tumulto diciendo para sus mientes aquellas palabras que un día oyeron en la soledad: “Poeta, no regales tu libro; mejor, ¡quémalo!” Esto es algo que va a tono con la mayoría de los escritores que he conocido de oídas. Apartarse del tumulto para el escritor significa apartarse de los reflectores, escribir y desaparecer. Esto entraña una manera honesta para provocar a la lectura. El libro, el texto que valga la pena llegará de algún modo a su lector.
Hay bibliotecas que corren con buena suerte. Tienen a personas que pueden recomendar un libro, que pueden resumir un libro, que saben de colecciones y catálogos, que pueden distinguir los libros de superación personal (que se venden tanto, para no hablar de calidad, que no necesitan estar en un estante de una biblioteca pública) y, finalmente, que puede encomiar un libro de literatura a secas.
Los escritores de libros de superación personal utilizan la palabra para un optimismo a conveniencia: conducir el comportamiento hacia una generalidad imposible. El escritor a secas convoca a las palabras para que se valgan por si solas y, esplendentes, causen en el lector inquietud y asombro y, de este modo, el lector pueda avistar el destino del hombre.
En pocas palabras, los libros de autoayuda te lavan el coco. Los libros de literatura conversan contigo para tratar de comprender la realidad.
Hay bibliotecas, decía, que tienen buena suerte, como la de Beodo, Argentina, donde un Jorge Luis Borges, a sus 38 años fue bibliotecario, y, estoy seguro, no necesitó guantes y sacudidor para mantener con fulgor los estantes de los libros que hay que leer.
Dejemos a los encargados ―consientes o inconscientes― de contagiar el vicio de la lectura: los contadores de pasajes de las tragedias de Sófocles, los que hacen su labor publicando sus textos y artículos en los periódicos y revistas, en los muros de Facebook y en los blogs y, mejor, cuidemos la biblioteca pública: ese espacio que muchos quisieran ver reducido a la vulgaridad o a lo que llaman asuntos de necesidad apremiante, cuidemos ese lugar porque cuando cierra una biblioteca, el mundo, ténganlo seguro, se jode enormemente.

Fotografía: Muro de Facebook de Guillermo Vega Zaragoza.