marzo 31, 2017

El último nieto de Viridiana Núñez


A Juan Pablo Guerrero, que platica con un profesionista cubano empobrecido


Vida cotidiana de Ciudad Altamirano a mediados del siglo xx

Cuando yo conocí a Viridiana Núñez ella era una anciana de ochenta años.  Me acuerdo bien. Su casa era como la de los pobres de ese tiempo: de cercados de carrizo, una casa chiquita pero siempre con espacio para meter a los niños que sus nietas y bisnietas le llevaban. “Luego vuelvo por el guache, ‘ma Viridiana”, le decían, pero nunca volvían. Así es que el corazón de Viridiana tenía que ver cómo agenciarles un taco a aquellos niños que todos los días eran un remolino.
Por ese tiempo vivía un hombre que se llamaba Cándido Zúñiga, quien en parte de su tierra sembraba caña dulce; él le tenía buen aprecio a la vieja Viridiana y él mismo le decía, cuando era la temporada, que fuera a cortar las cañas que quisiera. Ella no se hacía del rogar e iba con los chamacos que podían cargar algún manojo. Las cañas las partían y aquellos niños se distribuían a venderlas en todo el pueblo. Era cuando empezamos a convertirnos en población grande.
Viridiana Núñez fue la primera en armarse de ganchos e irse por las pinzaneras para cortar pinzanes y venderlos por charolas y dobles. Me acuerdo que le decían: “¡Quién te va a comprar!”. Pero ella, acompañada de sus bisnietos, iba casa por casa vendiendo los pinzanes que en el campo estaban a manos de quien quisiera cortarlos.
De alguna o de otra forma aquella mujer tenía que dar la cara por aquellos niños que no tenían padre ni madre para que vieran por ellos. Y lo hizo a fuerza de espinazo y pulmón. Me acuerdo bien que decía: “Alguno de tanto que crié, algún día me dará una patada en el culo”. Aquellos guaches nomás daban el estirón a muchachos y desaparecían del pueblo. Y que yo sepa ninguno regresó a ver por Viridiana Núñez. Nomás a las que se miraba volver era a las nietas y bisnietas que lo hacían porque llevaban alguna criatura de brazos y decían que para sus ocupaciones esos niños les hacían estorbo. Y como les dije desde un principio, en aquella casita de cercado siempre había un espacio para un nuevo llanto. ¡Yo me acuerdo bien!
Así aguantó otros diez años. Después las piernas le empezaron a fallar. Ya no salió más al campo, ya no salió más a vender pinzanes. Pero por esos días todavía tenía una ringla de niños que pedían su comida. Viridiana Núñez, que acostumbrada a engañarles el hambre con sopas de leche, que no eran más que tortillas batidas en leche con una pizca de sal, entristeció. Eran largas sus noches pensando que su infortunio había llegado antes de la hora. Fue cuando se le escuchó decir que tenía que recurrir a lo último que tenía.
—¿Qué es lo último que tiene? —le preguntó el mayor de los bisnietos, quien tenía once años de edad.
—¡Nada, hijo! ¡Nada!... Nomás me queda mi alma —dijo Viridiana Núñez, encorvada; sostenida de su mula, que así le llamaba a su bordón.
Esperó todo el tiempo, durante las madrugadas, con su delgado sueño, pero casi siempre en vigilia. Sin ver la luna y las estrellas, obstinada y temerosa del abismo de la perdición de su alma. Esperaba metida en su camisón eterno, como si fuera un puño de huesos sin vida, al amigo que le dijera: “Ya llegué, por mí has estado esperando, ¿qué son los amigos?”
Una madrugada se quedó dormida, y, a través de su sueño, escuchó: “Llegaré con un viento suave, como un susurro que apuntalará tu vida”. Ella esperó porque su ilusión era ver crecer a aquellos niños: “Hasta que siquiera sepan defenderse”, decía. De vez en cuando sopesaba el costal de maíz, casi vacío. “Debe llegar antes que ponga la última tina de nixtamal”. Un bisnieto la encontró hablando sola, le preguntó que quién vendría, y ella le contestó: “Alguien que quiera cargar con esta vieja ya después de muerta”.
Y así ocurrió. Mientras caminaba por el patio paso a pasito durante una madrugada le llegó el viento suave que la envolvió en un sueño tibio donde sus rodillas supieron de nuevos alientos. Amaneció dormida de pie. Los nietos, más divertidos que otra cosa, la despertaron. Uno de ellos le dijo: “ ‘Ma Viridiana, ya no hay maiz para poner nixtamal”. Ella los apartó para dirigirse al baño, y si uno no le dice que tuviera cuidado en no caerse porque no traía el bordón, ella no se hubiera dado cuenta que ya podía caminar sin su mula. Ya en cuclillas, dentro del chiquero cercado de paja de ajonjolí que ocupaba para hacer de sus necesidades, vio enclavado un chucho de billetes en un lugar que nada más estaba concedido a sus ojos. Salió con el ánimo renovado, con sus rodillas rejuvenecidas. Pidió su mula que siguió usando más por costumbre que por necesidad. ¡De eso yo me acuerdo bien!
Así vivió otro tiempo Viridiana Núñez. Pudo ver crecer a sus bisnietos y darles de comer hasta que pudieron defenderse de la vida.
Cuando el menor de ellos cumplió los trece años, ella reunió a los últimos tres que le quedaban en su casita de cercado de carrizo, y les dijo que ahora sí, ya no podía más, que se iba contenta porque ya estaban hombrecitos. Los tres se admiraron y quisieron animarla con palabras nobles, pero ella no quiso alargar el tema y les pidió nada más un favor: que en cuanto muriera la enterraran sin dilación en su patio. ¡Cómo no me voy acordar!
A los días vieron que su cuerpo se encogió y que difícilmente se movía, como si todos los años de la enfermedad le hubieran caído de sopetón. En un amanecer la encontraron tirada en el chiquero. Estaba con la cara sobre sus aguas mayores, rodeada de billetes embarrados de excremento. ¡Cómo no lo voy a recordar! Si yo era el menor de los últimos que crió, pero yo ya era su tataranieto. ¡Cómo no me voy a acordar! Si yo fui el que se quedó a sepultarla en el patio porque ella no quiso en el panteón. Los otros dos nomás la vieron tirada en el chiquero y se marcharon. Yo hice el hoyo para enterrarla, se me hizo fácil, era suave el terreno y daba hasta gusto enterrar la pala y sacar aquella tierra blanda. Nomás terminé de aplanarle la tierra que la cubría y me fui a buscar a Cándido Zúñiga. Ella me había recomendado que luego que muriera fuera a buscarlo y le pidiera trabajo: “Dile que lo haga por mí, por la estimación que me tuvo”. Ahí me quedé a trabajar. Ahí trabajé hasta que Cándido Zúñiga murió. De eso me acuerdo y de eso les he platicado. Pero ya de lo otro no sé nada. También a mí me dijeron que esa noche los animales no dejaron dormir al vecindario, que los perros no podían estar de temerosos y que espantaban con sus aullidos, y que las gallinas andaban en el patio, cacareando, anunciando una calamidad que en ese momento nadie podía vislumbrar. Muchos durmieron en el patio porque pensaban que iba a temblar. Pero no ocurrió ningún temblor. Al amanecer, la novedad fue que el cuerpo de Viridiana Núñez fue desenterrado. Pero les aseguro que yo hice el pozo como debe de ser, de seis pies de hondo para que no se salga ningún muerto.