Después del sueño pesado que me
aplastó
(nada más así es comprensible
que los rugidos de la tormenta
y su fuerza de destrucción
y el llanto ahogado de tristeza
de mis vecinos
no pudieran removerme mientras
dormía),
salí y vi las casas destruidas:
los tejados arrancados y
pedazos de muros caídos.
En medio de aquella tristeza y
desolación
vi a un vecino, entre los
escombros de su casa,
en otro tiempo vieja pero maciza,
empezar los trabajos de
reconstrucción.
Así son mis vecinos: buenos
para sobreponerse a la desgracia.
Todo aquello hacía reprocharme:
“¿Cómo no pudiste sentir la
tormenta?”.
Maldije la noche de mi embriaguez.
Volví a mi casa a buscar una
explicación.
Ahí, en contraste, nada había
pasado.
Todo estaba en orden y en
calma.
Ni siquiera se oía el pulso de
mi mujer
y ni la armonía de las risas de
los niños.
Salí sin darle demasiada
importancia,
como siempre que salía a la
calle.
Iba dispuesto a ayudar…
pero ver a mis vecinos, con sus
familias,
en torno a sus casas derruidas,
me hicieron chocar de golpe con la mía,
que la tormenta no tocó pero
que estaba en abandono.
Entonces apareció una pregunta
inquietante:
“¿Y mi mujer, y mis hijos?”.
Mis vecinos han de perdonarme
que no les ayude.
Pero voy calle arriba, de prisa,
en busca de mi familia. ~