Afuera debe estar el aire fresco que en lo alto mueve las ramas de la cahuinga del camino y las hojas de los cueramos del patio. Y más arriba las nubes cargadas de los aguaceros que hacen falta por caer. Y más arriba el cielo gris, el cielo marchito…
Aquí estoy dentro de esta
caja de muerto. Es una tarde tierna de septiembre, si es que el tiempo no ha
desbarajustado mi memoria. Pero del día que me sacaron de mi casa a curar no
deben haber transcurridos tantos… Y fue un día de septiembre. Afuera debe estar
el aire fresco que en lo alto mueve las ramas de la cahuinga del camino y las
hojas de los cueramos del patio. Y más arriba las nubes cargadas de los
aguaceros que hacen falta por caer. Y más arriba el cielo gris, el cielo
marchito… Acá abajo también debe haber corazones tristes. Escucho los primeros
rezos para prender el luto… Yo estoy tranquila, acabo de salir como de un sopor
de sueño interrumpido. Y desde ahí se me ha aguzado el sentido. Nada más no
puedo mover mi cuerpo. Por un rato sentí que estaba encerrada en mi cuarto. Con
llave y con tranca. Al cuidado de que no se acercara Margarito, mi pobre ruco
que debe estar triste. Debe estar acarreando las maderas para hacer mi
sepulcro. Debe estar tomando mezcal. Parece que lo estoy viendo… Me arrejunté
con él cuando yo tenía los 15. Nunca he hablado como ahora, impulsada por la
franqueza. Yo siempre oprimí mis palabras. Él venía no sé de cuantos vicios y
de cuantas mujeres. Ya era grande el señor, y yo una muchacha que se quedaba
pensativa y que nadie podía sacar del ensimismamiento. Nada más mi hijo Jorge,
porque ya tenía yo un hijo. Yo decía entre mí que adónde iría a dar con mi hijo
de brazos. Y en mi casa, mi madre y mis hermanos mirándome con coraje y
diciéndome no sé cuántas maldiciones que tenía que cumplir. Yo tuve una cara
larga, la boca chueca y un párpado caído. Y muchos decían que tenía chueco el
entendimiento. Pero esto es mentira, si bien Dios no me dio la inteligencia de
otros, para mis cosas nunca me faltó el buen sentido. Luego muchas personas
dijeron que cómo no debía estar yo loca si me había huido con ese Margarito que
tenía fama de que también no estaba en sus cabales. Yo tuve mis razones para
dejarme engatusar de ese hombrecito. Le di dos hijas. Y cuando me llegó la
menopausia le cerré mi cuarto con el candado y con la tranca. Entonces él echaba
sus rondines todas las noches para sorprenderme en la hora en que salía a tomar
agua o a hacer de los orines. Pero yo me las ingeniaba para que esto no
ocurriera… Ya para el amanecer pegaba mi oreja en la puerta para saber cuándo
se retiraba y entonces yo me preparaba para salir. Eso quise hacer hace rato.
Pensé que estaba encerrada en mi cuarto. Temerosa de la salacidad del hombre.
Escuché pasos que iban y venían, trozos de pláticas aprisionados por el aire
lívido del corredor. Traté de levantar mi cuerpo pero no pude. Entonces volteé
a los lados y todo era oscuridad. No pude ver ni la palma de mi mano y entonces
supe que estoy muerta en esta caja de muerto.