Gabriel García Márquez (1927-
2014), con Cien años de soledad, nos
ha dejado un temblor de tierra, una sacudida que hace acordarnos de los veneros
que insuflaron nuestras venas, nos hace ver marchar el incontenible torrente sanguíneo
y sus pasiones, nos hace ver los personajes y la tragedia de nuestra historia:
la vida de los pueblos latinoamericanos.
La
obra que lo dio a conocer y que le dio el éxito (palabra que se usa poco, y aun
se rehúye, y cuando se utiliza en las páginas de la literatura inspirada en la
tradición de los clásicos no deja de causar suspicacias), se publicó en 1967.
No bien empezó a circular la primera edición cuando en el mundo de las letras
se sintió una tempestad proveniente del caribe colombiano, tempestad que
culminó quince años después cuando le entregaron el premio nobel de literatura.
La tempestad arrojó un García Márquez rico y famoso, y, aunque trataba de
despistar y aparentar lo contrario, con desplante altivo de poeta que
se sabe consagrado e insuperable. También muy cercano y amigo de los poderosos,
como si por haber tratado en su obra la soledad y destino de los hombres del
poder, los hubiese invocado y estos no se resistieran a recurrir a él como a un
oráculo para poder conducir las riendas de sus dominios.
Como
un gran escritor ‒Jorge Volpi dice que Cien
años de soledad y Borges es lo que perdurará de la literatura del español
en América; yo digo que también otros titanes, ahorita mismo digo que Juan
Rulfo‒, nos ha dejado una enseñanza fundamental: lealtad a la vocación.
Se
sabe que García Márquez tenía la edad de diecisiete años cuando le llegó la
intuición de escribir una obra a partir del mundo que le tocó descubrir en su
infancia que vivió al lado de sus abuelos maternos: pensamiento y vida
cotidiana del caribe. Gran lector, se hizo escritor. Publicó sus primeros
libros pero no podía escribir la obra que traía entre sueños. Se sentía en un callejón
sin salida. Tendría que leer a Rulfo para que sus intuiciones alcanzaran el
aliento vital, la fuerza creadora que lo puso a escribir de modo impostergable.
Hubieron
de pasar veintidós años para que se le revelara el tono y la obra se le
presentara completa, tocara su puerta y le dijera: “Aquí estoy, escríbeme”.
¿Qué
pasaron en esos veintidós años? Muchas cosas en la vida bullanguera y
jacarandosa del escritor, pero en esencia puede decirse: leer y escribir
(recomendaba a los aspirantes a escritor escribir mínimo una página diario),
sin perder las intuiciones del mundo que quería escribir, reacomodando a fuerza
de la lectura de los clásicos los personajes sísmicos que darían vida a Cien años de soledad.
Hasta
aquí la enseñanza de García Márquez. Ahora hablaré de la suerte que tuvo:
encontrarse una esposa que creyó en él, y para esto no concibo otra fuente que
el amor y la fe en el hombre. García Márquez fue un hombre dichoso porque
contó con el amor de la mujer que estuvo a su lado. Así lo dejó ver él mismo en
muchas líneas de su obra. Se cuenta ‒ahora parece una fabulación que se
confunde con algún pasaje de su obra‒, que Mercedes Barcha se las ingenió para
no desanimar a su esposo. Cuando este se encerró para escribir el libro que les
cambiaría la vida (¿habrán pensado que les cambiaría la vida? ¡Tan indiferente
que le es el dinero a la literatura! Cuantos grandes poetas y prosistas han
muerto en la pobreza), ella soportó con estoicismo los días flacos. Sufrió el
designio de que su esposo sería un escritor de los grandes.
Emmanuel
Carballo (1929-2014) en su libro: Protagonistas
de la literatura mexicana (2005), en el capítulo dedicado a Alfonso Reyes
(1889-1959) cita los atributos indispensables que, según el mismo Reyes, debe
tener la esposa del poeta: cancelar “las preocupaciones extrañas, a acallar los
ruidos parásitos, a evitar las materialidades enojosas, a respetar y hacer
respetar su sueño de ojos abiertos y a llevarle el genio sin que se note
demasiado”. Si la mujer los cumple, dice Alfonso Reyes, “merecerá el
agradecimiento de la posteridad”. Mercedes Barcha cumplió esos atributos, por
lo tanto, merece nuestro agradecimiento.ᴥ