Hay personas que se les
da el don de la amistad, una suerte de animarla y conservarla. Erasmo ‒nombre
de por sí con resonancias dulces y sencillas, de tal sencillez como su apodo
derivativo: Lamo‒, cultivaba
amistades que trascendían más allá de las parrandas. Era un hombre de
temperamento tranquilo, que aún después del ruido y la soledad de las
borracheras, le quedaba entero el sentimiento de la amistad.
Quien
bebe se rodea de un gran grupo de personas que juran, entre otras cosas,
amistad. Pero cuando se deja de beber, ese círculo que parecía tan infalible,
se esfuma. En Lamo, por su afabilidad
y fiabilidad, no podía esfumarse fácilmente.
Sin
tener mucho (tuvo poco pero ¿a cuántos no nos sacó de grandes apuros?), siempre
compartía lo poco que traía. A veces me tocó ver, y lo digo con culpa que nunca
expiaré, cómo se gastaba el último tostón
con sus amigos. Su imagen de borracho, sacada, es cierto por su estilo de vida;
pero también por los prejuicios que suelen acompañar a los humanos, impedía ver
lo esencial de aquel hombrón de voz suave para escuchar y de timbre macizo para
las juergas: era un ser desdichadamente bondadoso.
La víspera de su tragedia platiqué con él por
última vez. Transpiraba desánimo y una desesperación resignada. Le tuve que
decir ‒¡qué bueno que se lo dije!‒, que él era un ser humano bondadoso (dudé en
decirle esto porque él no era de estas ni de muchas palabras, pero se lo dije),
muchos de tus amigos están más allá de la copa y la ocasión. Por eso ‒le dije‒
hay buenas razones para vivir. Me contestó con un rotundo meneo negativo de
cabeza. La tristeza y la pesadumbre, de las cuales pocos se salvan en esta
vida, ya lo llevaban a su fin, tan drástico como pesaroso.
Lamo,
como hombre, tuvo errores: su obsesión por la mujer que ya no le pertenecía ‒todo
acercamiento a ella, en su inminente destrucción, lo perdía y lo hundía más‒;
y, su refugio en el alcohol. Estas dos cosas lo perturbaron tanto que no pudo
continuar pagando sus deudas. Nada del otro mundo, por cierto. Sus deudas que
tanto le debieron mortificar, después se supo, no rebasaban los treinta mil
pesos.
Errores
pero no pecados en un hombre que vivió con sencillez: no necesitaba de mucho
para vivir, y si se endeudó, fue por el robo inmisericorde que sufrió en su
propia casa. Un hombre de buen carisma que atraía a sus amigos, que aumentaron
con los años, porque en él encontraban descanso y comprensión. Un hombre que sabía
administrar el silencio, silencio que a veces parecía escarbar bajo sus pies y
hacía pesar más con sus ojos grandes, como de moro. Pero esos silencios lo
hicieron ser un hombre prudente y tolerante.
Ya
después, la tristeza llenó su silencio. Después de su muerte, se comprende,
antes podíamos tener atisbos, pero todo se presentaba por partes, confusamente,
como para burlar toda clarividencia humana. Su cara larga, su mirada perdida, su
ilusión burlada y rota, todo cupo en su silencio.
Yo,
que viví muchos días con él, me quedaré con aquel niño que de muy chico le
llevaba la comida a su padre campesino al bajial, con el infante que confuso
desertó de la primaria porque nunca aprendió a escribir su nombre, con aquel
niño que apenas pintó a muchachillo se retiró de los trabajos del campo para
irse de aprendiz de eléctrico, con aquel adolescente que probó el mundo de la
rebeldía y la calle con la banda juvenil “los batos locos” ‒banda, que es justo
decirlo, no se le recuerda ningún suceso infausto, y en la cual, me han
informado, Lamo siempre fue mesurado
y tranquilo‒. También con aquel joven aprendiz de orfebre, que cuando empezó a
ganar centavos, procuró arreglar su cuarto porque quería hacer la mayor apuesta
que puede hacer un hombre, y válido es decirlo, perdió esa apuesta.
Me
quedaré también con el hombre que estuvo al lado de su madre hasta que esta
murió. Sus problemas personales nunca fueron cosa grave para ver y atender a su
madre. Una vez, a horas de la madrugada, llevando a su madre en sus brazos,
porque iba inconsciente por las altas y bajas de la presión, dijo, como para darse
fuerzas: “No es animal para dejarla morir”. Me impresionaron esas palabras
dichas por un hombre en apariencia rudimentario y tirado al vicio.
Una
muerte como la de Lamo es un “camino
de Damasco” que ofusca y hace detenerse para replantearse el sentido de la vida.
Él fue criado en una familia de creencias católicas pero por apuros cotidianos
no fue bautizado. Ya adulto se negó ir a la pila bautismal, y en este punto había
un silencio infranqueable. Sin embargo, la muerte de Lamo tuvo esa gracia del cristiano (porque la forma en que murió
nunca dejará de ser un misterio y porque murió purificándose con su
sufrimiento) de morir por los demás. Morir para repensar la vida, recapacitar y
prepararse para la muerte.†