enero 30, 2014

Presidentes y antiprensa

Mis primeras nociones políticas descreían de la Democracia (así con su letra inicial en mayúscula). Nada más me bastaba leer algún diario para saber de las tropelías de nuestra clase política, y así, yo decir: “¿Quién, cuándo llegará un Robespierre para que corte de tajo esta hidra de personajes que han reducido la política a desprecio y lodo?” Pasaron los años, hubo lecturas, y de pronto me vi como un simpatizante de la Democracia. Dejé de menospreciar vivir en un sistema de libertad de conciencia, donde se puede opinar y discutir. En esto me ayudaron —algún día los asimilaré—, los libros de uno de nuestros mayores liberales demócratas de nuestro tiempo: Enrique Krauze. Un intelectual que tuvo la valentía —se dio el lujo—, de ejercer la crítica al PRI cuando este se encontraba aún en el esplendor de su dominio. En los ochenta publicaba sin reticencias como un luchador por una “Democracia sin adjetivos”.
En el 2000 se dio la alternancia en el poder. La presión de la sociedad civil, que en la Ciudad de México encarnó en el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el 97, había consolidado un ambiente de libertades políticas. Catorce años después, las cosas no son tan sencillas y halagüeñas como pidieran parecer. No hemos llegado a la panacea de la Democracia. Hay muchos lastres, muchas miserias que venimos arrastrando.
Una de ellas es la impunidad de la vida faraónica de los gobernadores. Ángel Aguirre Rivero, el de Guerrero, es uno de ellos. Sagaz y verboso, gobierna con discursos cínicos por su doblez, desde su nubecilla de “jefazo”, como le dicen sus subordinados.
Otro lastre, hecho a la imagen y semejanza de sus tutores los gobernadores, son los presidentes municipales. Esperan una canonjía de sus respectivos partidos. Inician una campaña, conscientes que es una inversión privada, llegan a los ayuntamientos y ejercen como negociantes. No hay necesidad de mencionar la corrupción porque rapazmente, y con una pequeñez visceral, quieren asegurar su futuro con los recursos públicos. La presidencia es el inicio de sus carreras. Sus grandes ambiciones los hacen ver pequeños. Están pensando en el futuro político, en trepar a otros puestos más grandes, donde haya chance de crecer, donde haya recursos públicos.
Los presidentes se imaginan su paraíso. Si no fuera por los capos, que últimamente a su vez los extorsionan y les arrancan negociaciones turbias, vivieran gozosos en ese pedazo de paraíso de tres años. Manejan la doblez del discurso, a veces no tan hábilmente como el guía del momento que es Ángel Aguirre Rivero; y como no hay en la prensa nadie que los desmienta, que los exhiba en su fariseísmo, no pasa nada, viven felices. Al otro día del discurso vacío, cuando no hipócrita, los presidentes refrendan contratos con los dos directores de diarios con presencia en nuestra región, son espléndidos con los reporteros y les hacen desayunos, les dan sus buenas palmaditas en el hombro. Son amigos. Los periodistas —salvo sus raras excepciones—, así se vuelven poco menos que publirrelacionistas de los presidentes. Todo es una francachela, y digo poco menos, porque nada más falta que un incauto reportero le pregunte al funcionario qué va a pedir para la comida.
Y los presidentes muy contentos, la presidencia es un logro personal. No distinguen entre su persona y el funcionario que son: el ayuntamiento es el presidente. Se vuelan tanto que no son capaces de discernir que frases como “El presidente más joven…” o “El mejor presidente municipal de México”, que un reportero bribón utiliza como eslóganes para presentarlos, llegan al diálogo civil como una ironía que los caricaturiza como unos pobres hombres ávidos de zalamería.
Esto es un lastre de nuestra democracia. Presidentes rapaces que disponen de los recursos públicos a su voluntad porque no hay quién les pida cuentas. Una prensa corrompida —antiprensa—, porque niega su origen decimonónico: la crítica del poder y su participación en un diálogo público de buen nivel.
Los dueños de los diarios disfrutan de un cacho del paraíso de los presidentes: los contratos de publicidad (que no son malos por sí solos, pero no deben imponer la autocensura y simulación en el manejo de la información). Estos contratos son imprescindibles para los presidentes para poder trotar gozosos en el terreno de la impunidad con una imagen límpida y sonriente. Para esto, los periodistas también son apapachados, por eso un reportero mojigato cobra doce mil pesos mensuales como aviador aunque en nómina aparezca como “Asesor en comunicación”.
¿Cuándo llegará un Robespierre que arrase con nuestra actual clase política? Ya no espero nada parecido a eso. Aspiro a la democracia liberal, pero sigo teniendo mis críticas, mis dudas, más cuando la reducen a un carnaval donde la chacota, más la simulación, las dobleces de sus protagonistas la reducen en lodo y ambición vil.


30 de enero de 2014

enero 28, 2014

De capos, facinerosos y caciques



Le debemos a Viliulfo Gaspar Avellaneda (San Lucas, Michoacán. 1942) la historia de Isaac Alvarado Reynoso, el Zopilote; bandido que alcanzó notoriedad en la región de Tierra Caliente en el primer lustro de la década de los treinta. Uno de los delincuentes “más espectaculares y desalmados que tuvo la región”. Sus robos en los caminos reales, el asalto a las casas ricas y el enfrentamiento que seguido tenía contra las fuerzas rurales y militares le dieron fama. Sus golpes los daba en el puerto de Malpaso, “estrecho pasadizo natural formado entre los cerros de El Caracol y La Doña, paso obligado para los viajeros” que tenían que agarrar la ruta de Huetamo.

     El Zopilote tenía algo de peculiar. Tenía aceptación popular. Esto, por entre otras cosas “ayudaba a los pobres”. El Zopilote no tuvo nada que ver con la refriega armada de la revolución pero “surgió a la par de tantos bandidos que aparecieron después de esta y al quedar sin trabajo no tuvieron más camino que dedicarse a la rapiña”. Viliulfo no deja de decir que otros también lo hicieron desde los cargos que obtuvieron y que se enriquecieron utilizando sus puestos y sus influencias en el poder.

     Había una dualidad en la clase política dominante respecto al Zopilote. Por un lado deseaban su captura y eliminación, y por el otro, lo aprovechaban para negocios turbios y como pistolero contra sus enemigos.

     Por ejemplo, al Zopilote se le achacó la muerte de Alberto C. Reyes, hombre que vestía calzón de manta y gabán sobrepuesto (como vestía la gente de campo de ese entonces), que causaba desconcierto en sus vecinos porque leía libros de Voltaire, Rouseau, la Divina Comedia y otros libros clásicos. En los primeros años de la década de los treinta una hambruna azotó a su pueblo natal Zirándaro, y él que sembraba extensas tierras y que tenía sus trojas llenas de maíz, lo repartió entre la gente más pobre. Aun se fue a la ciudad de México y tuvo la audacia de entrevistarse con el presidente de la República Abelardo L. Rodríguez, y arrancarle un préstamo de diez mil pesos que ocupó para comprar maíz y otros bastimentos que trajo, de la ciudad a la estación Balsas en tren, y de ahí en lanchones río abajo. La gente de Zirándaro lo recibió con fiesta. Así se convirtió en el gran líder, y pronto se interesó por el ejido y el reparto de las tierras a los campesinos. Sus sueños los frustró el Zopilote a quien le pagaron para que lo matara. Eran momentos turbulentos por la repartición de las tierras.

     El sargento Aristeo Olmos llegó para acabar con el Zopilote. Por ese tiempo se acostumbraba que a los bandidos y criminales, a los carentes de dinero e influencias, se les colgara de un árbol en el lugar donde habían hecho sus fechorías. El sargento tendió varias trampas al Zopilote pero este las burló. Por esto el sargento le tomó un odio tremendo, lo tomó como un enemigo personal.

     Sucedió que el Zopilote con dos de sus secuaces se robaron a la mala a tres muchachas de Ceibas Altas. El Zopilote se llevó a la suya a su guarida que era una cueva del cerro del Tule, próxima a Querutzeo.

     Irene Baltazar, que así se llamaba la muchacha que el Zopilote se robó pudo escapar y volver a su rancho. Dio informes sobre el punto exacto donde su malhechor se encontraba. El sargento Olmos movilizó a su gente y se lanzó hacia su captura. Unos disfrazados de vaqueros y otros aparentando ser cazadores subieron en su busca. Tocaban un cuerno para no darle a maliciar, porque así acostumbraban los que buscaban alguna res perdida. No perdieron el tiempo. Lo encontraron cuando bajaba montado en una bestia. No le dieron tiempo a nada y le pegaron dos balazos, pero no lo mataron. El Zopilote se acobardó y pidió clemencia. El sargento Olmos, tranquilo y ceremonioso ordenó que cortaran un palo largo, como una tranca; y pidió sícuas “(corteza verde que cubre los árboles)”, y él mismo procedió a amarrarlo de las muñecas y de los tobillos. Metió el palo entre sus manos y pies y ordenó a dos hombres que lo bajaran cargando en los hombros los extremos de la tranca. Mal la pasó el Zopilote sus últimas horas. Las heridas de los balazos se le habían hecho unos boquetes donde parecía que las tripas iban a salírsele, y la tortura más grande fue que sus brazos, por el peso de su cuerpo se descarnaron y los huesos rosaban directo con el palo. El sargento con sus hombres no pararon, tomaron un descanso en el rancho Querutzeo, donde la gente salió de sus chozas de zacate para verlo, y de ahí lo llevaron a Ceibas Altas, donde por fin lo colgaron. Dicen que ya iba muerto.

     Desde la primera vez que leí la historia del Zopilote me resultó difícil no relacionar este personaje con los actuales jefes de los grupos armados. La misma audacia, la misma violencia y hasta los mismos rumbos. Nada más que estos jefes no necesitan barrancas ni cuevas para esconderse. Están diseminados en las poblaciones. Se pasean muy avasalladores con su aparatoso grupo de pistoleros  por las comunidades. Tienen una red de informantes y vigías que los tienen al tanto del tránsito de las carreteras. Han infiltrado las administraciones municipales, de donde disponen de recursos; y tienen dominio en varias dependencias gubernamentales.

     De las ciudades de Tierra Caliente, Altamirano ha sido la más perjudicada. A principios de este siglo era un lugar próspero. Se podía echar andar un negocio sin mayores preocupaciones. No obstante de sus cinturones de pobreza y su flagrante desigualdad, vivían ahí empresarios exitosos, comerciantes acaudalados, burócratas encumbrados, médicos que habían hecho grandes fortunas, en fin vivía gente de dinero tranquilamente. En el 2004 aparecen los capos y sus legiones. Llegan para controlar el mercado y el paso de las drogas y desatan un baño de sangre entre degollados y desollados. Pronto se dan cuenta de una veta de oro: la extorsión, el secuestro y el cobro de piso. Todos echan mano del hervidero de ricos que es ciudad Altamirano. Todos se creen dueños de “la plaza”. Llega gente de los capos que están en San Lucas, en Coyuca y en Arcelia para sacar dinero de muchos modos. Si los fuertes empresarios regionales —no las trasnacionales ni las grandes empresas de redes nacionales—, los medianos y los pequeños no han cerrado y huido, viven azarosos, sabedores de la impunidad e inconsciente ambición de los capos.

     En ciudad Altamirano ya existe un repudio contra los grupos armados. En un principio hubo una íntima simpatía. No dejaban de admirar las noticias que se tenían de los grupos, cuando la pelea era entre ellos. Región acostumbrada a la violencia, y con una desigualdad enorme, en algún tiempo sus pobladores llegaron a ver con buenos ojos a los narcos, esos que se dedicaban al tráfico de drogas, que se desaparecían de la ciudad porque se iban a los Estados Unidos y regresaban con mucho dinero a disfrutar de la vida. Hacían sus fiestas fastuosas, lucían su dispendio y se dejaban ver con sus excesos mundanos. La gente los aceptaba sin mayor reparo, mientras se dedicaran a lo suyo. Nadie pensó que estos personajes estuvieran preparando el escenario para una guerra entre capos, y que después, estos, se fueran de modo rapaz contra la población civil.

     Hay ciudades donde esa simpatía con los jefes de los grupos armados aún existe. Tal vez porque no han sido desangradas y exprimidas como Altamirano. He escuchado a personas de Huetamo y Arcelia que refieren que la gente armada por ahí se pasea y que la verdad de las cosas con ellos no se meten, que al contrario, les dicen que si alguien anda haciendo males (obviamente que no sean ellos), que les digan porque ellos están para “proteger al pueblo”. He escuchado esto de personas que no tienen nada que ver con los grupos y se dedican a su trabajo, y surgen las preguntas: ¿son ciudadanos ya no digamos sin conciencia histórica, sino sin conciencia social? ¿Cuándo notarán el estancamiento, y aún el retroceso que la región ha tenido a causa de los capos? Si la Tuta escuchara esas palabras —que estoy seguro que las escucha—, sentiría el éxtasis de su enseñoramiento. Por eso el cinismo con que se anuncia como protector del pueblo michoacano, una triste réplica de los discursos vacuos y demagógicos de nuestra clase política.

     Los jefes de los grupos armados a diferencia del Zopilote, que azotó los caminos reales en la década de los treinta, no están fuera de la ley, están por encima. Pueden manipular a presidentes municipales y otros funcionarios públicos. Han interferido en elecciones. Tienen una gran red de vigías que les informan del desplazamiento de tropas del ejército, que son a las únicas que les temen. Hay policías municipales que están al servicio de ellos. Hay policías federales que saben guardar disimulo.

     Uno de los traficantes que alcanzó notoriedad en la región de Tierra Caliente fue Chuche Borja. “Marihuanero”, la palabra que se usaba porque en un principio nada más la marihuana se traficaba. Era el primer lustro de la década de los ochenta y sin lujos ni camioneta Chuche Borja  con sus hombres visiblemente armados llegaban a ciudad Altamirano en el transporte público proveniente de Huetamo. Una noche, en una calle del centro, protagonizaron una balacera donde murió una mujer por una bala perdida. Esta mujer dejó huérfana a una niña de brazos, que por cierto es de mi edad, y que por ahí anda desperdigada entre preocupaciones domésticas.

     Chuche Borja se decía comandante y vigilante del pueblo de San Lucas. Y parecía que era protegido por altos mandos militares. Se le miraba convivir con tenientes y coroneles.

     Él llegaba mucho al Hotel los Arcos, que estaba en Rivapalacio, y que era un lugar habilitado como cantina. Ahí llegaba con su gente a tomar cerveza.

     Chuche Borja con sus hombres asaltaba, violaba y mataba. El hombre se envinó y perdió el piso con el poder que había alcanzado. Fue más allá de lo que tenía permitido. Una versión dice que con su gente mató a una familia entera en el municipio de Zirándaro. La noticia de esta tragedia llegó a altos mandos del gobierno y ahí empezaron a acabarse sus privilegios.

     Un día se encontraba en el Hotel los Arcos, y ahí llegó el coronel Ortega con soldados.  Él lo vio con naturalidad y le dijo que se agregara a la rueda a tomarse una cerveza. El coronel no aceptó y le dijo que tenía orden de aprehenderlo. Chuche Borja lo tomó como una broma y el coronel dio instrucciones a los soldados para que los arrestaran. Ya preocupado, le ofreció al militar 10 millones de pesos, pero de nada le valió.

     Se los llevaron al cuartel del 40 batallón de infantería de ciudad Altamirano. Y de ahí los regresaron a Rivapalacio para llevar a Chuche Borja a Los Brasiles, lugar de su residencia. Allá le encontraron Marihuana almacenada y ahí comenzó su suplicio. Era la hora en que el sol está más caliente. De Los Brasiles a la carretera hay que recorrer un buen tramo de brecha de terracería. Le desollaron las plantas de sus pies y lo hicieron caminar sobre la tierra caliente hasta llegar a la carretera. Su madre, al presentir lo que le deparaba a su hijo, le suplicó al coronel que no se lo llevara, que ahí mismo se lo matara. Fue cuando Chuche Borja dijo sus proverbiales palabras: “Levántese, mi amor; él es un gobernante, pero no es mi Dios”.

     Chuche Borja caminó un buen tramo. Apareció un helicóptero cerniéndose en los aires; bajó, lo subieron ahí y nunca más se volvió a saber nada de él.
     
     Por los años de los setenta y ochenta cobró fama el “pozo Meléndez”, que se localiza a la vera de la carretera Taxco-Iguala, y tiene una profundidad abismal. Las dependencias policiales lo utilizaban para echar ahí a rebeldes, guerrilleros y también criminales que desestabilizaban el sistema. Dicen que Chuche Borja ahí fue a parar.

     Si revisamos la historia política de nuestra región no es difícil de encontrarse la figura del gran jefe, el cacique que con los de arriba se muestra sumiso y cuidadoso de sus intereses; y con los de abajo, el pueblo a la merced suya, se manifiestan con arbitrariedad y fuerza que les da el poder. La ley ellos la hacen. Los jefes de los grupos armados y Chuche Borja —este en su tiempo—, son herederos de esos personajes. Podían surgir facinerosos a la par que los caciques pero no tardaban en ponerse al servicio de estos y si se salían del control eran destripados, tal como pasó con el Zopilote en los primeros años de la década de los treinta.

     En “El diputado Chávez y Tacho López” (Relatos y leyendas de Tierra Caliente, 2006), Viliulfo Gaspar Avellaneda nos cuenta de los avatares de algunos caciques de su natal San Lucas. Otra vez Viliulfo, quien está escribiendo una obra valiosísima que nos ayudará a entender nuestra historia y realidad. En constancia y dedicación, y también en calidad, es un autor sin precedente que se ha inspirado en nuestra región.

     El diputado Chávez llegó a Huetamo desde Morelia, y de inmediato hizo llamar a Tacho López, quien la hacía como jefe de las defensas rurales, mayordomo de los asuntos municipales, era el cacique local. Tacho López se presentó de inmediato con su gente armada, que lo andaban con viejos máuseres de la revolución. La gente del diputado le dijo a la de Tacho López que entregaran sus armas, que las tenían que matricular. Era una triquiñuela. Ya no se las devolvieron. El diputado le informó a Tacho López que quedaba relevado de su cargo. Ahora se quedaría en ese puesto Froylán López.

     Eran nuevos tiempos. Entraba el cardenismo (1934) y los cambios venían desde arriba. A Froylán López tal vez le faltó “movilizar influencias, cambiar el color de la fachada, presentar lealtad al nuevo régimen y conseguir la continuidad”.

     Adolfo Valle, hombre de presencia en San Lucas, se encontraba en dicha reunión y al enterarse quién iba a ser el nuevo mayordomo de los asuntos municipales, expresó su desacuerdo. Froylán López era un asesino. Había matado a un hombre que la gente sabía que estaba loco y decían que era “marihuano” porque había pertenecido al ejército mexicano. Un día este hombre se emborrachó y andaba corriendo por las calles del pueblo. La policía lo perseguía, y aquel hombre le hizo frente a uno y lo desarmó. Froylán se mamposteó detrás de un árbol y desde ahí le disparó y no le erró. Froylán López, exacerbado, contestó las acusaciones que Adolfo Valle hacía en su contra con el diputado. Este, con visible disimulo le dijo al nuevo hombre del poder que no hiciera tropelías, que de lo contrario, lo vendría a sustituir también.

     Tacho López, el de los hombres con máuseres de la revolución, hacía poco era el hombre fuerte, y ahora andaba viendo cómo salvar su vida. Correos de hombres de su confianza le informaron que por las dos salidas que había para regresar a su pueblo lo esperaban dos emboscadas para matarlo. Retrasó su salida y salió hasta que le confirmaron que las emboscadas se habían retirado.

     Al final, en este relevo, no hubo sangre. Pero siete años atrás, cuando Tacho López desplazó a Cheque López, sí la hubo. Cheque López había sido el cacique después de la revolución. Tenía a su servicio “una banda de matones” para el gobierno del pueblo y localidades periféricas. Era temible por sus pistoleros. Para relevarlo hubieron de matar a un hombre de sus confianzas, amañar la situación para que él pareciera el asesino y así se proscribiera de la política.

     Volviendo a Froylán López, quien sustituyó a Tacho López y que comenzó con los tiempos del cardenismo, él se supo adaptar a las épocas de “conciliación” y control político a través de la movilización de contingentes agrarios. Él sí “se informó a tiempo para movilizar influencias, cambiar el color de su fachada, presentar lealtad…” Froylán López fue cacique casi tres décadas. Y un día su relevo llegó desde Morelia y el control pasó a otro López: Jesús López Montaño.

     Para entender el relevo de los caciques, Viliulfo sube estos personajes a las tablas del teatro que representa una comedia, donde el personaje que no es capaz de interpretar el papel que le corresponde es bajado y sustituido por otro. Volviendo a los capos que azotan actualmente a la región con sus legiones de pistoleros y vigías, y aplicando la idea de Viliulfo, que va más allá del sarcasmo y nos señala la arbitrariedad de los que toman las riendas del poder como una fatalidad, una “práctica milenaria”, bien nos podemos preguntar: ¿cuándo serán bajados y suprimidos de la comedia (tragedia)? El público está harto y no sale de él más que rechiflas e imprecaciones. ¿Cuándo los que pueden hacer los cambios de personajes desde arriba lo harán antes que el teatro quede vacío? El tiempo ayudará a saberlo.~


2 de diciembre de 2013. 

enero 27, 2014

Relecturas


El primer libro que tuve en mis manos fue Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Fue en un cubil sórdido, lleno de grillos y malos olores. Ahí también hojeé un pedazo de diccionario sin pastas. Acaso este fue el primer llamado a la lectura. Yo me crie con unos abuelos campesinos, analfabetos. Aprendí a leer hasta tercero de primaria, pero como Arreola, me gustaba oír los dichos y las historias de la gente de campo. Mi abuelo era un platicador de pasajes de La Biblia que sabía de oídas. Yo lo acompañaba a su bajial, me gustaba acompañarlo, y durante una hora que hacíamos de camino montados en un burro, él sacaba sus historias. Terminó por intrigarme y siempre tuve en claro que había que leer La Biblia. Cuando entré en la adolescencia mi abuelo abandonó su tierra para atender sus enfermedades. Pronto habría de morir consumido por la “azúcar” y ciertas tristezas que cargaba. Se negó a una diálisis impostergable, y saludó a la muerte con la frente limpia. Nunca me imaginé que este hombre de vida sencilla influyera tanto en mí. Poco después de su muerte, su bajial fue abandonado, y luego rematado. Desde ese día, sin percatarme en su momento, me convertí en un “desterrado hijo de Eva”. Soy un campesino que a falta de tierra busca sacar frutos y entretener el tiempo en los libros.
El primer libro que leí en forma, El llano en llamas, fue a los quince años; como ven, ya grandecito. Ese libro cambió mi vida. Viéndolo desde estas alturas: fue el llamado a mi vocación.
Llegué a la ciudad de México el 12 de octubre del 2001. Ahí me entrené como lector de tiempo completo. Pasé días felices leyendo con fruición en la Biblioteca Central de ciudad universitaria. Y como para el vicio de la lectura, también surgen amigos, un grupo de compañeros me siguieron el juego y tuvimos a la lectura como nuestra gran guía. Ahí empecé a asimilar lo que Borges decía, que lo importante no es leer sino releer. Es algo natural del lector: se lee, se siente feliz y después se quiere volver a encontrar con ese instante milagroso.
Yo sueño tener mis cartas credenciales con los libros que releo. Ahora que ya tengo 31 años, hago una lista de mis relecturas. Son muy pocos libros (no quiero justificar mi incapacidad para leer grandes cantidades, pero releer tiene la ventaja de tener un diálogo más rico y perdurable con los autores dignos de releerse):
 
1.- El llano en llamas. Juan Rulfo (1917-1986). Me salvó de la programación ruin de televisa y me sustrajo de los vacuos domingos de futbol.
2.- Pedro Páramo. Juan Rulfo. Una estrella junto a la luna aluza la noche. Ruidos, voces, murmullos y ecos traspasan las paredes de las casas derruidas. Y se ve pasar el Colorado de Miguel Páramo “con el pescuezo echado hacia atrás” y “con las piernas dobladas también hacia atrás, como si se fuera a ir de bruces”.
3.- Dormir en tierra, El quebranto, El apando. José Revueltas (1914-1976). Me fue difícil no caer en la tentación de títulos tan sugerentes: Los errores, El luto humano, Los días terrenales… Revueltas era un ateo; Octavio Paz, su contemporáneo, decía que era el más cristiano de los escritores mexicanos.
4.- Confabulario. Juan José Arreola (1917-2001). Un día después de la muerte de este autor, la maestra Ma. de Lourdes Durán Hernández nos hizo leer “De memoria y olvido”. Yo ya había leído “Una reputación”, pero ahí empezó el gusto por su prosa, la pasión por Juan José Arreola.
5.- Bestiario. Juan José Arreola. No deja de sorprenderme que muchos escritores de la “generación de los años cincuenta” reconozcan la generosidad de Arreola, y cómo era “un encaminador de almas”. Leer en voz alta estas páginas es permitir que el espíritu de Arreola nos encamine a la pasión literaria.
6.- La Feria. Juan José Arreola. Un torbellino de historias que terminan en humo. Es la antípoda del fantasmal “Pedro Páramo”. Historias de carne y hueso de Zapotlán el Grande, hoy ciudad Guzmán.
7.- Julio Cortázar (1914-1984). Cuentos. Tanto decimos de Julio Cortázar que solemos olvidar que fue un cuentista excepcional. “Cartas de mamá”, “Una flor amarilla”… son cuentos que sostienen mi pasión por la relectura.
8.- El Aleph. Jorge Luis Borges (1899-1986). Es sólo por mencionar un título, Borges me dio las pistas para releer. Borges decía que Frank Kafka era la piedra angular de la literatura del siglo xx, Borges también lo es desde la segunda mitad de ese siglo.
9.- El Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). Ahora lo leo con otros ojos, pero a veces, igual que la primera vez que lo leí, caigo en la tentación de saltar de mi vida aburrida y recorrer los caminos convertido en un caballero andante.
10.- El Pentateuco, El libro de Job, los cuatro Evangelios. ¿Leer la Biblia como los demás libros?, o ¿leer todos los libros clásicos como la Biblia? Me quedo con lo segundo. Alejémonos de lecturas literales y dogmáticas, y hurguemos las claves y los misterios que nos ofrece para tratar de entender la condición humana. Me congracio en tener una versión Reina y Valera que José Emilio Pacheco recomienda, y de la cual dice: “hecha en el mejor momento del idioma”, “uno de los tesoros ignorados de la lengua española”.
11.- Las mil y una noches. De tierras extrañas y tiempos lejanos nos ha llegado este fruto exótico, que al leerlo, las pasiones, el destino, las miserias se reflejan ante nosotros como un fatal espejo. Entonces nos damos cuenta que no somos ni tan extraños y que no estamos tan lejanos.
12.- Cien años de soledad. Gabriel García Márquez (1929). Los primeros libros que leí de este autor fueron: Los funerales de Mamá Grande, La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba, y la verdad no entendía por qué se hablaba tanto de él. No me habían producido ninguna fascinación. Hasta que alguien me deslizó: Cien años de soledad, como para callarme la boca, y esta novela fue un gran temblor de tierra.
13.- Blanco en azul. Azorín (1873-1967). Arrumbado por ahí se encontraba este libro en el departamento de Juan Pablo Guerrero, en la colonia Santo Domingo. A veces uno está de suerte, y después de un rato de tedio, aparece un libro digno de recomendarse, un milagro. Así pasó con este libro. De la lectura individual y silenciosa, pasó a ser una lectura de tertulia.
14.- Azul. Cantos de vida y esperanza. Rubén Darío (1867-1916). Este nombre consagrado, casi familiar, guarda grandes secretos, inigualables lecciones en sus cuentos y en sus versos para todo aquel que pretenda un día hacerle la guerra a las palabras.
15.- Al filo del agua. Agustín Yáñez (1904-1980). Es una de las obras que abrió brecha a lo que después se etiquetaría como “realismo mágico”. Ahí se cuenta de modo natural el encanto, lo milagroso y la miseria de un pueblo de fines del siglo xix, cuyos habitantes sienten la inminente llegada de la “modernidad” como una avalancha de contradicciones.
16.- Los Sueños, Poesía. Francisco de Quevedo (1580-1645). Cuando me surge la necesidad de escribir algo pago caro mi ignorancia por no haber leído aún a los autores del Siglo de Oro Español. Nada más a Quevedo y no me desanimó porque con su lectura me siento como con una llave para empezar a leer a esos autores que resplandecieron nuestro idioma.
17.- Historia general de las cosas de Nueva España. Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590). Entrega de toda la vida a una obra, obra monumental. Desde que llegó este religioso a la recién conquistada y destruida Tenochtitlan se dedicó a registrar, recoger y comparar las informaciones y testimonios de los sabios aborígenes sobrevivientes. Así nos dejó su valiosísimo libro. Es encontrarse a un nuevo mundo, una vena de donde venimos.
18.- Relatos y leyendas de Tierra Caliente, El zopilote y los bandidos de Malpaso. Viliulfo Gaspar Avellaneda (1942). No diré nada del Viliulfo editor, tampoco del Viliulfo promotor de la lectura. Nada más diré que en la edad en que muchos piensan en el retiro o que ya no hay en sus vidas empresas posibles, él ha recogido la tradición oral de su padre y de su gente, la suya propia, inspirada en la plática de buen nivel, y nos la ha entregado en páginas de rica prosa en estos libros. 
19.- La Celestina. Fernando de Rojas (¿1470?-1541). Río con las voces mascullantes de Sempronio y Pármeno. Y me lamento no haber conocido a una Celestina a los diecinueve años para contar con su sapiencia y favores. 
20.- Las batallas en el desierto. José Emilio Pacheco (1939). Su prosa es un guiño para empezar a leer su poesía. Del grupo de los alumnos de Arreola, él es uno de los que tienen una obra perdurable, igual que su maestro. Sabio y humilde, cuenta sin reticencias que sus primeros cuentos disgustaron a Arreola. En los setenta era un talento prometedor. En los ochenta ya era un autor digno de releerse.
21.- Gabriel Zaid (1934). Es bueno encontrarse en el camino a un buen maestro. Gabriel Zaid me ha enseñado a comer con moderación, a caminar correctamente. Me ha enseñado a leer poesía, y leer la realidad, aguzar el oído. A avivar más zonas de mi flaca inteligencia.
Rulfo fue el descubrimiento, “Cien años de soledad”, un temblor de tierra, y con Gabriel Zaid empecé a leer con todos los sentidos.

No incluí autores que me falta releer. Están en el umbral de mi puerta: Paz, Gorostiza, López Velarde y Sor Juana. Como todas las actividades que el hombre puede desempeñar, la de lector me ha dado pequeñas satisfacciones: cuando Miguel García Maní leyó Pedro Páramo me reclamó porque ya se lo había platicado; Viliulfo Gaspar Avellaneda me presentó ante unos “académicos” como: “Noe Borja… —después de segundos azarosos, acabaló—: ha leído cuatro veces El Quijote”. Son pequeñas satisfacciones porque la grande se da cuando se encuentra la página, los versos que conectan de inmediato.
Como se puede notar, mi lista se nutre más de la narrativa mexicana. Hay una gran ausencia: Carlos Fuentes. Le he entrado a sus principales novelas: La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura, Terra Nostra, pero no ha habido un encuentro feliz. Esta última la tengo desde el 2006, y varias veces empecé a leerla pero no hubo buenos resultados. La dejé para mejores momentos de lector. No hace mucho que la terminé, pero los resultados no mejoraron. Lo sé, Carlos Fuentes es una figura importante en la narrativa mexicana del siglo xx. Pocos meses antes de su muerte lo soñé y mi memoria lo rescató de manera límpida: yo, conturbado por mi ignorancia, entrevistaba al anciano impecable de cuestiones literarias. No me desanimo. Tengo sus novelas y seguiré esperando un mejor momento de lector.
Voy a llevar agua para mi molino. Yo también he escrito algunas cosas, y he cometido la impertinencia de molestar a mis amigos para que me lean. Fueron acumulándose las hojas en mi estante ¡y qué bueno que no pasaron de ahí! ¡Qué bueno que la última creciente se las llevó! Estaba yo muy embebido viendo cómo el agua arrasaba con todo, cómo hacía remolinos y hundía todas las cosas que encontraba a su paso. A pesar que el agua llegaba de todos lados, no llovía; por lo que todos salimos a ver aquello como una función. “Mira allá —me dijo alguien que estaba a mi lado—, se lleva el archivo del registro civil”. Vi y eran muchas hojas tamaño carta que iban derecho a hundirse en el remolino de agua. “Son tus escritos que cuidas con tanto celo”, me gritó mi mujer que chapoteaba en el agua, me gritó desesperada, pensando que yo lo lamentaría. Apenado por los que estaban a mi lado solo dije “Está bien”. Le he dicho a mi mujer que no diga nada de que leo, y que menos que escribo para evitar las malas interpretaciones. Poco después pensé “¡qué bueno que el agua se llevó esas hojas!”. Simplemente no podían ocupar un lugar de mi librero entre La Divina Comedia y El paraíso perdido. Ya cuando la creciente pasó mi esposa me enseñó unos escritos que pudo rescatar. Eran mis primeros relatos que escribí en el 2006. Los tengo por ahí, esperando otra creciente.
Soy un aficionado a la Literatura, pero le dedico mis mejores horas del día. Una última confesión: la lectura ha sido capaz de proscribir de este pequeño reino al dios Dioniso.~

4 de Diciembre de 2013