Un profesor habla de la importancia de la lectura frente a un grupo de alumnos. Es un profesor que lee de verdad, por gusto, y no lo dice por mera repetición de la propaganda educativa. La lectura es el medio por excelencia —les dice—, para llegar al conocimiento y apropiarse del saber. La observación y la experimentación llegan al punto que necesitan de la lectura crítica. Aclarando que la palabra escrita y la imagen pueden desembocar en lenguajes distintos, arremete contra la segunda y dice que esta no subyuga a la primera. Que es un sofisma aquello de que una imagen dice más que mil palabras. Anima a los despistados. La lectura requiere un poco de esfuerzo mental para descifrar las frases, los párrafos, el texto. En modo alguno la imagen ha sustituido a la palabra, aunque en estos tiempos de facilísimas imágenes así lo parezca. Hay una conexión instantánea con la imagen, lo que no ocurre con un conjunto de palabras, que requieren atención para captar lo que nos quieren comunicar. Por eso es más fácil ver una película complicada que leer un texto sencillo. La imagen que no está cifrada en un discurso artístico desmerece de nuestra atención. Lo que vemos en la pantalla en media hora, lo podemos leer en solo cinco minutos.
El grupo de alumnos es afortunado porque les tocó un
profesor que lee, que les transmite su entusiasmo, que no sigue una línea
rígida y hace refrescantes interrupciones para hablarles de sus libros
preferidos, de las lecturas que lo cautivan cada día. Afortunados porque no les
tocó un maestro que para desviar la atención de su desfachatez y carencia,
achaca el desinterés en la lectura a muchos otros motivos, sobre todo porque
los muchachos no aprendieron el hábito de sus padres. Están lejos de los
mentores que eran la esperanza para los hijos de campesinos pobres y
analfabetas. Hay en los grandes lectores mucho de inasible e inesperado. Se
hacen en condiciones adversas y muchos provienen de padres no lectores. Hay
como un influjo celestial. Como si fueran predestinados para vivir en un jardín.
Ya dependerá de cada quien qué frutos coman, qué siembren y qué cultiven. Pero
aparte de la inquietud personal; sí, también los padres, los amigos y la gente
que los rodea; pero los profesores no deben desviar la atención, y deben ser
ellos los principales focos de infección de la lectura, los propagadores del
vicio de leer. Hasta el nivel de preparatoria yo no tuve la fortuna de conocer
a un profesor que leyera, acaso el maestro de historia Gabriel López Sarabio,
que impartía su clase con pasión inusitada, y le llegué a ver en su escritorio
los tomos de Historia General de México
del Colegio de México. De ahí para el real no tuve noticia de otro que leyera
de modo desinteresado. Mi gusto por la lectura llegó de otros rumbos.
Es difícil que todos se dediquen a leer pero más de uno
recordará al profesor que habla de sus libros como un gran motivador, como la
persona que les señaló el camino. El mundo de oficios y actividades es tan
amplio como la porción de mundo que nos toca recorrer. El alumno sale a la
calle y se encuentra con gente que no lee. Gente que tiene a la lectura muy
lejos de sus afanes o simplemente no existe esa noción en su cabeza. Y de
verdad que no deja de ser gente muy inteligente, muy activa y trabajadora,
gente que produce, aunque sea para la subsistencia, gente que vive la vida sin
necesitar de un libro. Trabajar y producir le dan un brillo especial al hombre.
Los poetas de todos los tiempos han festejado la capacidad del hombre para
sobreponerse a cualquier adversidad. Mientras no aparece la muerte en su
horizonte encuentra soluciones para sus grandes problemas cotidianos, da con
salidas en los laberintos que lo detienen en su marcha, la luz que lo ofusca,
luego la domestica para alumbrar lo que antes era confuso e inaccesible. La
inteligencia, su capacidad, el mismo hombre son un misterio.
A diario vemos cómo las personas ejercitan su
inteligencia: hacen cuentas, reflexionan sobre una pérdida de un mal negocio,
profieren palabras y frases que desahogan y aclaran la mente, se concentran en
algo que se niega a salir, esfuerzan la memoria para capturar un dato, un
nombre que parece olvidado; escuchan con suma atención, refulgen en el momento
revelador… El alumno que escuchó con simpatía al profesor, y que nada más al salir
a la calle se ve en medio de la vorágine de la inteligencia de hombres que
nunca han leído un libro, y que hasta pueden ufanarse de no hacerlo nunca,
diciendo, muy orondos, que lo poco o mucho que saben lo han aprendido en la
universidad de la vida, puede caer en el desánimo y preguntarse: “¿Para qué
diantres sirve leer?”.
Cuando nos acercamos a una persona enfrascada a su
actividad cotidiana, de la cual produce y se mantiene, refulge el brillo del
sudor de su frente, que no parece una maldición, sino lo que lo distingue como
ser dominador de las especies. Habla, saca palabras vivas y frases hasta
memorables, todo en relación a su trabajo. No deja de sorprender, y si el
alumno despistado anda por ahí, no tiene otra que meter sus manos en los
bolsillos de su pantalón, erguirse, bajar la cabeza, echar la vista al suelo y
marcharse, apenas mascullando: “¿Para qué diantres sirve leer?”.
Los buscadores del asombro y lo maravilloso pueden detenerse
frente a un puesto de quesadillas en la calle, mirar de cerca, platicar con la
señora que las hace y las vende y embarcarse al puerto de la admiración. La
señora les platicará, y no es para menos, que se levanta a las cuatro de la
mañana, las pizcas secretas y el punto que debe alcanzar el amasado, lo
indiscutible de los ajos y cebolla para dar con el buen sazón, el espesor ideal
que deben alcanzar los guisados, la preparación de salsas que animen al frugal
y el comilón no deje de alabar, las que hubo de pasar para establecerse en esa
banqueta, de cómo se granjea a los inspectores de la autoridad y las dádivas
que les da… Durante la plática soltará frases esplendorosas dignas de
trasladarse a una crónica. Y después de su sabrosa charla, no debe admirar qué
grado de estudios tuvo, sino que en su vida ha abierto un libro. El alumno que
anda en busca de libros, esta vez se impacientará: “¡Para qué diantres sirve
leer!”.
Y así pasa con todos los trabajos y oficios: desde un
vendedor ambulante hasta un alto ejecutivo, pasando por comerciantes,
empleados, oficinistas, burócratas, obreros, campesinos, tablajeros, artesanos,
profesionales, especialistas y maestros de oficio. Pero si se hace una segunda
visita a la señora de las quesadillas ya no tendrá mucho de dónde echar mano,
ya el buscador de lo asombroso no se maravillará tanto, a menos que le platique
el caso de su vida. Toda vida puesta en palabras es cautivante. Con sus
triunfos, sus desgracias y vicisitudes. Y ya contado su testimonio existencial,
puede decaer en el chismorreo y el chiste. Ya no hay interés en ejercitar la
inteligencia, comprender la vida, vivir la vida de un modo más cabal. Yo he
conocido personas que cuando trabajaron y fueron productivas, refulgían de
inteligencia práctica para resolver sus problemas y sobreponerse a todo, luego,
por cuestiones biológicas o por la tristeza que trae la vida en las
postrimerías, se les apagó el brillo de sus frentes. Como los alcohólicos
abjurados, que mientras fueron partícipes de la parranda, sobre todo en la
euforia, motivaron conversaciones lubricadas; pero ya retirados, merodean coléricos
una soledad silenciosa. La lectura mantiene un fuego chisporroteante que va más
allá del brillo de la frente. La lectura es origen de una conversación incesante
que puede prolongar la vida o por lo menos vivirla más real, crítica y
felizmente; nos ayuda a despejar, agarrar vuelo y no como la señora de las
quesadillas que después de su sabrosa plática de la masa y el testimonio de su
vida, se quedó aleteando, incapaz de emprender el vuelo hacia el cielo azul. Si
el alumno da con estas razones, tal vez vuelva a reanimarse y encontrarle
sentido, volver a nacer con las palabras motivadoras de su profesor. ¿Cuántas
personas no se quedan a la mitad de lo que pretendía ser una buena
conversación? Personas que se les dio el don de la palabra como un jardín pero
que nunca lo cultivaron, tal vez nunca se dieron cuenta de lo que se les
entregó. Frases como “Algún día escribiré un libro”, “Si escribieras tu vida
sería un gran libro”, “Si hubieses querido serías un gran escritor”… esconden
entre líneas la falta de un encuentro feliz con los libros y la lectura.
El alumno, a pesar de todo, para salir de la confusión,
visita la biblioteca más cercana. Muchas de las bibliotecas de las ciudades de
nuestro país son tristes escenarios del desinterés y la incuria, sin embargo,
una que contenga unas decenas de libros clásicos, de autores antiguos y
contemporáneos, de literatura mexicana, (y como terracalenteño, también unos
libros de mi región); no deja de ser una opción esperanzadora. Sin presión de
nadie, sin intermediarios, el alumno se da cuenta que el comercio con los
libros no es tan difícil como se suele pensar. Entabla un diálogo duradero, un
diálogo que irá subiendo de nivel, por su mera iniciativa y curiosidad. Será un
continuador de la conversación de los autores que le interesen y, como su
preceptor, llegará a contagiar y animar a leer, si es que tiene valor de hablar
de cosas que casi nadie habla y que casi a nadie le interesa. Pero que no están
muy alejadas de la realidad. Esos libros fueron escritos por inquietudes sobre
la vida, como por una urgencia para subir el nivel de la conversación y
prolongarla hasta el fin de los tiempos.
El libro más recomendado y que se tiene a la mano es La Biblia, aunque luego no se lee por
satisfacción porque los guías religiosos coartan la libertad creativa del lector.
“Hay que saberla interpretar”, les dicen. Y de ahí surgen supersticiones
temibles, “si no entiendes, todas las palabras se te volverán”, como si fuera
una andanada que confunde el pensamiento. El mismo acto de leer (estudiar,
estar pegado a los libros), representa para mucha gente el peligro de quedar
loco, de que “se sequen los sesos”. Podríamos decir que esto es inspirado en el
personaje más glorioso de la literatura: el Quijote. En mi barrio y círculo
familiar se señalaban a dos personas que supuestamente quedaron locas de tanto
estudiar. Una mujer que por ahí anda seguida de perros callejeros, y un hombre
que no paraba de caminar en todo día, habían sido jóvenes, a decir de la
anécdota, “buenos para el estudio” pero que por esto quedaron locos. La
moraleja es simple: hay que leer pero no tanto.
Si por un lado, las personas muestran desinterés por la
lectura, por el otro tienen una especie de respeto hacia los libros, sienten
que están frente a un misterio, la sabiduría, la verdad. De aquí mismo se
podría explicar las supersticiones que rodean el acto de leer. Yo, como lector,
encontré a mi antepasado consanguíneo más remoto: el ventero analfabeta de El Quijote (I, xxxii), que guardaba
algunos libros de caballerías, los que le secaron los sesos a Alonso Quijano, y
que cuando alguien los leía escuchaba las historias maravillado “me han dado la
vida” decía seguro de que todo aquello había sido verdad. Cuando le dijeron que
aquello era pura fantasía, “disparates y devaneos”, se movió a enojo, como el
Quijote. En una nota de la edición de la Asociación de Academias de la Lengua Española
(2004), explican la actitud del ventero: “En las culturas con alfabetización
insuficiente (…) la escritura conlleva un plus de veracidad”. Como fuere, los
libros tienen prestigio en cuanto objetos manuales, por eso luego escuchamos a
padres que en ratos de enojo, para reconvenir a sus hijos; o enfadados de que
estén pegados a una pantalla, luego dicen: “Ponte a estudiar (leer) un libro”.
Las estadísticas sobre la lectura en nuestro país son
apabullantes: los mexicanos casi no leen. José Emilio Pacheco, recientemente
fallecido, desconfiaba de estos números y no desaprovechaba oportunidad para referirse
a hechos que las encuestas dejan de lado: los lectores poco visibles, la
actividad y préstamos de las bibliotecas públicas, los libros que se prestan y
pasan de mano en mano, los juegos de copias que se sacan a diario y que llegan
a más de una persona. La idea de Pacheco destila a la vez una apuesta de todo
y una íntima alegría por el mundo de los libros. Otro escritor, Gabriel Zaid,
va más allá de la generalidad de que los mexicanos casi no leen, y apunta algo
que corroe: los universitarios casi no leen. Ocupados en obtener credenciales y
acreditar sus currículos (indispensables para quien sueñe en entrar y trepar en
las burocracias gubernamental y universitaria), no tienen tiempo de leer. La
crítica de Zaid se afila más con los que se aferran en publicar sin siquiera
releerse y cuyos títulos solo se leerán en sus currículos. La crítica de Zaid
no deriva de la amargura de un humanista misántropo, sino de la esperanza, y junto con Pacheco, confluyen en la idea de que si todavía se producen y circulan libros de
calidad, inspirados en la tradición clásica, es porque todavía hay lectores de
verdad.
Por eso tenemos un presidente de la República que en la
presentación de su libro se desplomó cuando le preguntaron qué libros había
leído y dejó claro que no lee, o que lo hace como ejecutivo, no personalmente.
¿Y cuántos presidentes municipales, diputados de las cámaras locales,
gobernadores, diputados federales, senadores están en las mismas? La lectura
nos hace más conscientes de la realidad, nos hace verla con otros ojos, nos
hace más humanos; si nuestra clase gobernante no lee, tal vez en parte de ahí
venga la ignorancia, la ignominia y la indecencia con que nos gobiernan.
Desde este punto de vista descreo en un estado conspiratorio
en contra de la lectura. Nadie puede conspirar contra algo que ignora. Zaid nos
dice que antes de la llegada de los tecnócratas al poder, había gobernantes,
con no muy altos grados académicos, pero que leían y por lo tanto creían en un
mundo mejor a partir de los libros. Los de ahora cuentan con doctorados, pero
no leen y sueñan con el ascenso, con trepar en los escalones de las
burocracias. El enemigo principal de la lectura es el desinterés. El cambio no
nos llegará de arriba, hay que retomar la lectura, el diálogo con nuestros
clásicos. Hay que aprovechar que somos enanos —como decía Bernardo de Chartres
en la edad media, y que Zaid lo cita casi religiosamente—, sobre hombros de
gigantes, y por lo tanto podemos ver más y más lejos.~
1 de marzo de 2014