El lunes de la tercera semana de enero, buscando novedades en mi cuenta de Twitter, me encontré con un artículo que
Enrique Krauze había escrito por los ochenta años de Gabriel Zaid. El artículo
se había publicado un día antes en el diario Reforma, y al final del texto, se
reproducía la invitación al público en general a una mesa redonda en el Colegio
Nacional, el 24 de enero, “Lectores de Gabriel Zaid”.
Meses antes, en el mismo Twitter, Krauze me descubría una veta de inspiración y fortaleza,
que me encauzaba a la alegría por la lectura y los libros, que me situaba y me
hacía asirme con resolución en el campo de la cultura libre. Esa veta fue
Gabriel Zaid. Nunca olvidaré la mañana en que leí la reseña que Krauze hizo
para el libro Dinero para la cultura.
Deleitado, muy animado por el artículo “Instituciones de la cultura libre”, me
puse a leer todos los artículos y ensayos de Zaid que la revista Letras Libres recoge en su archivo digital.
Fue un encuentro feliz. “El sacrificio personal”, “apretarse el cinturón”,
fueron ideas providenciales, que por mis aspiraciones de escritor, recobraron
pleno sentido en mi ser. Fue un encuentro feliz, nada más comparable de cuando
por primera vez leí El llano en llamas,
libro que me cambió la vida, que me sustrajo del vacío y de una vida de
mataperros.
Con Zaid empecé a leer con nuevos ojos. Alerta de lo que
pasa entre líneas y con los sentidos muy aguzados para leer la realidad. Es
para mí un maestro original del que he aprendido que la literatura no acaba en
la página, sino que nos hace conscientes de nuestro ser y se extiende a la
lectura y crítica de nuestro entorno. Para llegar a los 80 años, entre otras
cosas, debe haber alegría por la vida. Esto destilan los textos de Gabriel
Zaid: un regocijo por vivir la vida de los libros.
Por todo esto, aquel lunes de la tercera semana de enero,
no dudé en viajar a la Ciudad de México para estar presente en aquella mesa
redonda. A Gabriel Zaid se le hace inconcebible que se pierda tiempo y se gaste
dinero en traslados, para que luego, no se compre el libro y ni se lea el autor
en cuestión; como si asistir a una presentación de libro o del autor,
sustituyera el acto de leer. Yo perdería un día de trabajo, gastaría en pasajes
y compraría unos libros que por ahí tenía pendientes. Uno de ellos, claro está,
Dinero para la cultura. Lo platiqué
con mi mujer, y a pesar de ciertos remilgos de ella por el dinero, dinero que
nunca dejaría de faltar, aceptó mi viaje con un atisbo de ternura. Entonces sentí
en mí algo del personaje del cuento “Un pacto con el diablo”, de Juan José
Arreola, que duda en ir al cine, aun en el día que las entradas costaban menos,
para no gastar un dinero que si lo había, era muy poco. A pesar de ello, el viernes
24 arribé al zócalo de la Ciudad de México.
Hay tantos libros que leer que el tiempo resulta poco, hay muchos libros
que llevar a casa que no hay dinero suficiente. Pero no hay que desesperarse: hay
que capturar ese tiempo; hay que llevar los libros paso a paso, a tenacidad de
caminito de hormiga.
Yo he tenido una biblioteca personal de pocos libros,
menos de los que debería tener. Tal vez por el descuido que tuve con mis
libros, tal vez porque he sido un lector de bibliotecas públicas. Guardo gran
gratitud a la biblioteca de mi ciudad. Muchachillo, a los 14 años, una tarde me
vi con un billete de cincuenta pesos, y agarré mi bicicleta para ir a comprar El llano en llamas en un puesto de
periódicos; quien sabe por qué, en mi casa no había ningún lector, y sí,
lugares difíciles para guardar un libro. Mi primer antecedente literario fue
escuchar a muchos campesinos que guardaban una excelente memoria oral. Pero tal
vez fue algún cuento, fragmento probablemente, en algún libro de texto
gratuito. El asunto es que cuando terminé de leer esos relatos, tuve la
necesidad de ir a la biblioteca pública. Para mi alivio, ahí encontré “Obras”
de Juan Rulfo editado por el Fondo de Cultura Económica.
Del tiempo que duró mi paso por la ciudad de México, ahí
viví de octubre del 2001 a agosto de 2006, reverdece el jardín de la amistad y
el de la biblioteca central. En esta me entrené como lector de tiempo completo.
Ahí aprendí, en tan solo un espacio corto, solitario; en un redil de libros, a
florecer un jardín. Y a apasionarme. Una biblioteca, que si bien no tiene todos
los libros, pero sí tiene muchos que despiertan la curiosidad y mantienen el interés
del lector, debe ser poco menos que el paraíso. Un paraíso para el que lee por
curiosidad y motivado por los mismos libros, por su sed de aprender.
Tal vez por contar con ese semi paraíso, donde había que
alzar la mano para leer los frutos predilectos, no le di importancia a mi
biblioteca personal. No digo que incrementara el número de volúmenes, sino que
cuidara los que tenía. Me abochorna recordar libros muy valiosos para mí que
perdí por mi vesania. El llano en llamas,
el primer libro que compré; Bestiario
de Arreola con postfacio de José Emilio Pacheco, y dedicado por este para mí; El son del corazón de López Velarde; El laberinto de la soledad de Octavio
Paz; El Aleph de Borges; Cien años de soledad, que nunca se lo
podría pagar a mi amigo Óscar Cortez, quien lo sustrajo del librero de una tía
suya; La presidencia imperial de
Enrique Krauze, que fue un texto de clase y que me cautivó su prosa. Todos esos
libros y otros más los perdí por ser un incauto promotor de mis lecturas. A
final de cuentas, si vivía en el paraíso, en la edad dorada, diría don Quijote,
no existían las palabras tuyo y mío.
Me quedé con tan pocos libros, que cuando me regresé a mi
ciudad natal, de no haber sido por mi amigo Miguel García Mani, quien me hizo
traerme Las mil y una noches en dos
tomos, una antología de López Velarde y Crimen
y castigo de Dostoievski hubiera regresado a mi tierra a un desolador
destierro. Desde hace año y medio mi puñado de libros, como yo, dejó de ser
trashumante. Y ahora que tienen su espacio, todos los días que ando por ahí, resiento
los vacíos de los libros perdidos. Libros que ya viviendo en lo árido de mi
tierra, he lamentado como el borracho que pierde su dinero en la parranda
inconsciente o como el enamorado mal correspondido que extravía la fotografía
de su amada.
Aquella mañana me puse a caminar las calles del Centro
Histórico, me compré unos lentes para el astigmatismo de mi ojo derecho y el
desgaste del otro, y me puse a buscar los libros que quería, andaba de suerte,
todos los encontré. Conforme me los iban pasando me daban precio, entonces
apareció de nuevo el personaje de “Un pacto con el diablo”. A cada precio que
escuchaba me ponía meditabundo y dubitativo. Sentía vértigo al ver cómo la
cuenta ascendía. Pero no me eché para atrás. Resuelto, casi bruscamente; como
si yo también estuviera haciendo un pacto con el diablo, me decidí: “Trato hecho. Me los llevo”.
De aquella mesa redonda me gustó la idea de Adolfo Castañón: “y es que este
Gabriel tan nuestro, tan regio, parece a veces como un huésped de otro mundo
que hubiese condescendido a visitar nuestra modesta región”. Un rodeo para
detenerse a admirar la obra de Zaid. Un descanso para empezar a reflexionar su lúcido
pensamiento.
Una vertiente de su pensamiento que me ha llamado la
atención, y que me conectó de inmediato con mi pasado (fui criado por unos
abuelos campesinos, que producían casi para el autoconsumo), es la valoración
—por lo menos no la demerita—, de la vida rural. Esa vida que prescindía de
tantos aires modernos. El hombre no andaba tan errado cuando producía lo que
necesitaba y hacía con sus propias manos e ingenio lo que ocupaba. Para Zaid es
muy importante el saber hacer las cosas uno mismo, manualmente, probando,
aprendiendo. Sus ideas para mejorar la economía de los campesinos es de una
praxis que nada más al saberlas se puede decir, ¡qué fácil, el camino está
despejado! Valorar al campesino, apoyar su independencia, no desvirtuarlo de su
condición de microempresario, facilitarle medios de producción baratos y
eficientes. De haberse aplicado sus ideas en el campo mexicano (El Progreso improductivo, el libro donde
desarrolla propuestas económicas para el sector marginado, lo publicó en 1979);
se hubiera evitado en mucho la emigración y el abandono del campo.
Cuando salí del recinto donde había sido la mesa redonda,
me encontré a unos pasos de Cristopher Domínguez Michael, otro de los ponentes.
Quise acercarme para agradecerle sus entrevistas a Vicente Leñero y a Hugo
Hiriart. Pero me ganó la pena. Excelentes entrevistas que releo con entusiasmo.
Y si me obligan a decir para qué sirve leer una entrevista, diría que para
conocer momentos ejemplares. Ya dependerá de cada quien si pasan a ser
inspiradores para las decisiones cotidianas. Yo tenía una novela malograda que
escribí en 2009. Era mala pero la idea no me parecía despreciable. No la desechaba,
pero no sabía qué hacer con ella. Domínguez Michael asistió el milagro de la
conversación. Leñero contó las peripecias de la escritura de su novela Los albañiles, y sentí un reflejo, el
norte para reescribir mi novela, repensarla. E Hiriart le confesó un
aprendizaje, casi un consejo, que yo he asimilado como un convertido asimila las
primeras palabras del evangelio: trabajar sin apuros, escribir dos o tres horas
diarias por la madrugada y dejar que las ideas fluyan durante el día.
Y ya con pena, tampoco busqué la manera de acercarme a
Enrique Krauze. Un amigo me ha hecho ver que todo hubiera terminado en un buen
saludo. Nada más. Lo mejor es seguir el diálogo con sus libros y los cientos de
sus artículos. Esa noche conocí al amigo de Zaid, y uno de sus más perspicaces
lectores. Lo escuché moderar, con su tono reposado, a los otros “Lectores de
Gabriel Zaid”. Atento al diálogo (diálogo y respeto son las primeras palabras
de su credo), pero sin perder de vista su entorno, como para no perderse de nadie.
Esa noche vi en Enrique Krauze lo afable y caballeroso que debe ser un hombre
de letras.
Dos palabras quise mencionar en el párrafo anterior:
elegancia y sencillez (sencillez que aprendió de sus maestros y la pasión al
oficio), dos palabras que están en todos sus textos. Celebro de Enrique Krauze
su afán por difundir el saber que cultiva: la historia y la biografía —y, no
menos, la literatura y la política—. No desprecia ningún medio para llegar al
público interesado. El germen de este artículo, como lo dije al principio, fue
por un enlace que hizo desde su cuenta de Twitter.
Yo también fui un rebelde que deseaba el secular estallido
de la Revolución en 2010. Vilipendiaba la democracia. Mi deseo era tan
disparatado como mi ignorancia. Las circunstancias sociales eran muy
diferentes, y para bien de todos, no hubo tal. (En cambio, no puedo dejar de
decirlo, hemos chapoteado en una pesadilla de sangre. Igual de horripilante que
la guerra. Aparecieron capos avasallantes, sedientos de dinero, que también
aquí, en Tierra Caliente, abrieron sucursales de los peores instintos
criminales. Y su guerra, sus ambiciones inconscientes se han llevado a muchos
de encuentro y la tranquilidad de los otros). Con la lectura, sobre todo de
Krauze, me he convencido que la democracia no nos va a caer del aire etéreo,
sino debemos germinarla en nosotros todos los días en el diálogo atento y
respetuoso.
Salí a la calle Donceles. Me eché a andar sin rumbo fijo. Me tomé un café a pie. Esa misma noche me regresaría a mi ciudad. Pero tenía un tiempo para caminar, otro tiempo para disfrutar un viaje a la ciudad de México.
1 de abril de 2014