Para Carola
El primer recuerdo que
tengo de Adán Avelino es verlo platicar muy serio en el corredor de la casa de
mi abuelo. Estaba jodido por la reuma y caminaba balanceándose. Era robusto y
colorado. Usaba un sombrero vaquero.
Frente a frente, don Adán sentado en una silla de palos tejida con mecate, y mi
abuelo en la hamaca, este deshojaba y rebanaba mazorcas de toqueres, platicaban
de la vida del campo, de sus experiencias de agricultores. De sus creencias y
tradiciones. De esa tarde guardo la historia del hombre que terminó por huir de
la molicie de la casa de sus suegros para irse a vivir bajo la sombra de un
árbol.
Recuerdo
a los dos viejos, que por esos días no estaban tanto (cincuentones los dos),
muy interesados en la conversación que desarrollaban. Ya era de tarde y la luz
del sol entraba directamente al corredor. Al poco rato los dos se quedaron
callados. Se estuvieron sentados ahí un rato, descansando de su agotadora
conversación.
Ahí
quedó sellada una amistad. Más allá de que habían contraído deudo (eran
compadres), el pasado y la vida de agricultores los unía. Fue la única vez que
los vi platicando. Ya después la vida los llevó por caminos distintos. Mi
abuelo abandonó su bajial y se ocupó en atender las enfermedades que lo
achacaban. Ningún hijo sacó el gusto por el campo, y el bajial terminaría
abandonado y rematado. Reducido por la insuficiencia renal, murió a fines del
noventa y nueve. Se había negado a la diálisis.
Por
esos días yo andaba metido en mis estudios de preparatoria. Aún no sabía el
peso que mi abuelo tendría en mi vida. Fue el hombre que me crio. Tengo muy
presente su afición a la conversación. Conversar una hora de camino mientras
llegaba a su bajial. De él escuché las primeras historias que me asombraron. De
él y de las personas que se rodeaba. A veces pienso que mi hábito de lector se
explica porque es imposible revivir aquellas conversaciones. Soy un campesino
que a falta de tierra busca sacar frutos y entretener el tiempo en los libros.
Cuando
me fui a México a estudiar, empecé a visitar más seguido a mi madre, aun
llegaba directamente a su casa. Ahí me reencontré con don Adán. Seguía con la
reuma, pero todavía trabajando su tierra. Y seguía siendo un gran conversador.
Yo, sin darme cuenta, andaba en busca de lo que tuve en el paraíso de mi
infancia: el campo y la conversación. Adán fue la extensión de esa ilusión. Me
invitó a trabajar a su sembradío de camote y sudé cual peón más experimentado.
Por las tardes, como pretexto para empezar a platicar, nos poníamos a jugar
baraja. La estima y la admiración por él, pese a vilezas y chismes, estuvieron
a salvo. Más aún aumentaron.
Pasaron
los años. Adán sembró menos. Murió su mujer. Y vendió su tierra donde sembraba
camote, y otras cuatro hectáreas que tenía.
De
cuando lo conocí ya pasaron veinticinco años. Me dicen que ahora trota tras una
salacidad postrimera. Me dicen que se emborracha muy continuo. Yo lo llegué a
ver contadas veces borracho. No negaba que en su juventud tomó, pero cuando yo
lo empecé a tratar estaba en la madurez sensata, esa que vilipendia los vicios
y avisa de la experiencia.
De
lo que me cuentan yo tomo mis reservas. La última vez que nos vimos y cruzamos
palabra lo sentí envejecido. Y no me refiero a su cuerpo porque para mí eso es
lo de menos, sino a su ser; me habló con un corazón envejecido. Me dijo que la
venta de cerveza, su actual negocio y de lo que se mantiene, va mal. Lo oí y lo
sentí desarraigado, como debe hablar un hombre de campo que es despojado de su
tierra, como debe ser la voz de quien de pronto se le viene una avalancha de
vilezas. Un corazón marchito y envejecido. Yo me sentí triste, una tristeza que
me puso largo rato pensativo. El sueño del campo desde hace mucho que se fue. Y
el último reducto de la conversación viva que escuché en la infancia, y que es
don Adán Avelino, sentí que se apagaba.
1
de noviembre de 2013