Antes de la luz del alba del 16, fui por los rumbos de los Bajiales para ver hasta dónde había llegado la creciente. En media hora estuve ahí. El río llegó hasta la mitad del camino del canal de riego. Nadie recuerda que antes hubiera llegado hasta ese punto. La inundación no solo fue de los Bajiales, propiamente dicho de las tierras bajas del río, sino también de las tierras que los campesinos llaman de “barro”. Vi las tierras con sus siembras bajo el agua, vi los perros campestres que huyeron de la creciente y que ladraban desperdigados por el camino, ladrando falsamente porque de un rato para otro se vieron sin propiedad que cuidar, vi un amanecer sombrío, vi cómo dos pastores se regresaron desolados porque les fue imposible ir a ver su hato de borregos, vi cómo el rumor incesante del río acalló por siempre el gorjeo de las aves que saludan el nuevo día.
Le di en sentido contrario del camino del canal y me adentré en el camino viejo, llamado así me supongo porque era el natural para llegar a aquellas tierras antes que se zanjara el canal. Esto ya hace muchos años. Caminé poco para ver la creciente como una vista de mar, inacabable, con su agua revuelta precipitándose por las partes más bajas. Vi como si el mundo se acabara de crear. El rey, que escogió el lugar más bajo para servir, nos recordaba sus antiguos dominios. El río caudaloso que estaba frente a mí algún día de mediados del siglo xvi recibió a Fray Juan Bautista Moya, quien para cruzarlo adiestró a un caimán y sobre su lomo se trasladó a los pueblos aborígenes para divulgar el evangelio.
Mis sentimientos chocaron. Por un lado me maravillaba al ver cómo el río se recreaba en su leyenda más antigua; pero por el otro, la creciente inundaba con su agua puerca mi pecho al pensar en los sembradíos de cientos de hectáreas que se perdieron. Para salir a salvo, tuve que pensar las cosas positivamente: los campesinos sabrán sobreponerse. La vida o el amor a la tierra los harán seguir depositando la semilla, confiando en la madre tierra. Nada más basta que el sol, que no depende de nadie, salga con su fuerza y enjute aquellos terrenos.
Volví a la ciudad pensando esto, la imagen avasalladora que había visto del río peleaba por sobreponerse a la tristeza de pensar en las pérdidas lamentables. Con estos pensamientos me encontraba cuando me encontré con el Pato, viejo conocido, tartamudo él; y nos saludamos:
—¿Ya viviste el río? —me preguntó.
—Sí. Llegó lejos, ni en el 67, que fue la última gran creciente, subió tanto —quién sabe por qué le dije esto al Pato, lo que hizo que él también se soltara:
—Ayer lo mimiré dedetrás del cerro, por donde la trituturadora, todo era rirío, totodo estaba inunnundado. Nomás se mimiraban las puntas de las totorres de la iglesia de las Titinajas. Me dio hasta miemiedo ver aquequello.
Lamenté no haber ido a ver el río por donde me decía el Pato. En efecto, ahí es una parte alta, desde donde se pueden ver los arreboles ardientes del amanecer, y también, el ocaso que anuncia la paz de la noche. Así es que desde ahí se pudo haber tenido una buena vista. Al otro día fui pero todo era neblina, por más que caminé y caminé no pude ver nada, nada más las capas de niebla que se levantaban con el sopor de la mañana. Al siguiente amanecer volví otra vez pero la creciente ya había bajado. Sin embargo, quedó la huella fatal de su paso y por un rato me puse a recrear cómo, a la distancia, se pudo ver aquella serpiente plateada que se había tragado un brazo de mar, y cómo se hubiera visto deslizando presurosa, implacable. La vi a través de las palabras del Pato, y también sentí el vértigo de un vago miedo del hombre antiguo que vio por primera el río después de la creación.
16 de septiembre de 2013