enero 30, 2014

Presidentes y antiprensa

Mis primeras nociones políticas descreían de la Democracia (así con su letra inicial en mayúscula). Nada más me bastaba leer algún diario para saber de las tropelías de nuestra clase política, y así, yo decir: “¿Quién, cuándo llegará un Robespierre para que corte de tajo esta hidra de personajes que han reducido la política a desprecio y lodo?” Pasaron los años, hubo lecturas, y de pronto me vi como un simpatizante de la Democracia. Dejé de menospreciar vivir en un sistema de libertad de conciencia, donde se puede opinar y discutir. En esto me ayudaron —algún día los asimilaré—, los libros de uno de nuestros mayores liberales demócratas de nuestro tiempo: Enrique Krauze. Un intelectual que tuvo la valentía —se dio el lujo—, de ejercer la crítica al PRI cuando este se encontraba aún en el esplendor de su dominio. En los ochenta publicaba sin reticencias como un luchador por una “Democracia sin adjetivos”.
En el 2000 se dio la alternancia en el poder. La presión de la sociedad civil, que en la Ciudad de México encarnó en el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en el 97, había consolidado un ambiente de libertades políticas. Catorce años después, las cosas no son tan sencillas y halagüeñas como pidieran parecer. No hemos llegado a la panacea de la Democracia. Hay muchos lastres, muchas miserias que venimos arrastrando.
Una de ellas es la impunidad de la vida faraónica de los gobernadores. Ángel Aguirre Rivero, el de Guerrero, es uno de ellos. Sagaz y verboso, gobierna con discursos cínicos por su doblez, desde su nubecilla de “jefazo”, como le dicen sus subordinados.
Otro lastre, hecho a la imagen y semejanza de sus tutores los gobernadores, son los presidentes municipales. Esperan una canonjía de sus respectivos partidos. Inician una campaña, conscientes que es una inversión privada, llegan a los ayuntamientos y ejercen como negociantes. No hay necesidad de mencionar la corrupción porque rapazmente, y con una pequeñez visceral, quieren asegurar su futuro con los recursos públicos. La presidencia es el inicio de sus carreras. Sus grandes ambiciones los hacen ver pequeños. Están pensando en el futuro político, en trepar a otros puestos más grandes, donde haya chance de crecer, donde haya recursos públicos.
Los presidentes se imaginan su paraíso. Si no fuera por los capos, que últimamente a su vez los extorsionan y les arrancan negociaciones turbias, vivieran gozosos en ese pedazo de paraíso de tres años. Manejan la doblez del discurso, a veces no tan hábilmente como el guía del momento que es Ángel Aguirre Rivero; y como no hay en la prensa nadie que los desmienta, que los exhiba en su fariseísmo, no pasa nada, viven felices. Al otro día del discurso vacío, cuando no hipócrita, los presidentes refrendan contratos con los dos directores de diarios con presencia en nuestra región, son espléndidos con los reporteros y les hacen desayunos, les dan sus buenas palmaditas en el hombro. Son amigos. Los periodistas —salvo sus raras excepciones—, así se vuelven poco menos que publirrelacionistas de los presidentes. Todo es una francachela, y digo poco menos, porque nada más falta que un incauto reportero le pregunte al funcionario qué va a pedir para la comida.
Y los presidentes muy contentos, la presidencia es un logro personal. No distinguen entre su persona y el funcionario que son: el ayuntamiento es el presidente. Se vuelan tanto que no son capaces de discernir que frases como “El presidente más joven…” o “El mejor presidente municipal de México”, que un reportero bribón utiliza como eslóganes para presentarlos, llegan al diálogo civil como una ironía que los caricaturiza como unos pobres hombres ávidos de zalamería.
Esto es un lastre de nuestra democracia. Presidentes rapaces que disponen de los recursos públicos a su voluntad porque no hay quién les pida cuentas. Una prensa corrompida —antiprensa—, porque niega su origen decimonónico: la crítica del poder y su participación en un diálogo público de buen nivel.
Los dueños de los diarios disfrutan de un cacho del paraíso de los presidentes: los contratos de publicidad (que no son malos por sí solos, pero no deben imponer la autocensura y simulación en el manejo de la información). Estos contratos son imprescindibles para los presidentes para poder trotar gozosos en el terreno de la impunidad con una imagen límpida y sonriente. Para esto, los periodistas también son apapachados, por eso un reportero mojigato cobra doce mil pesos mensuales como aviador aunque en nómina aparezca como “Asesor en comunicación”.
¿Cuándo llegará un Robespierre que arrase con nuestra actual clase política? Ya no espero nada parecido a eso. Aspiro a la democracia liberal, pero sigo teniendo mis críticas, mis dudas, más cuando la reducen a un carnaval donde la chacota, más la simulación, las dobleces de sus protagonistas la reducen en lodo y ambición vil.


30 de enero de 2014