El primer libro que tuve en mis manos fue Platero y yo de Juan Ramón Jiménez. Fue en un cubil sórdido, lleno de grillos y malos olores. Ahí también hojeé un pedazo de diccionario sin pastas. Acaso este fue el primer llamado a la lectura. Yo me crie con unos abuelos campesinos, analfabetos. Aprendí a leer hasta tercero de primaria, pero como Arreola, me gustaba oír los dichos y las historias de la gente de campo. Mi abuelo era un platicador de pasajes de La Biblia que sabía de oídas. Yo lo acompañaba a su bajial, me gustaba acompañarlo, y durante una hora que hacíamos de camino montados en un burro, él sacaba sus historias. Terminó por intrigarme y siempre tuve en claro que había que leer La Biblia. Cuando entré en la adolescencia mi abuelo abandonó su tierra para atender sus enfermedades. Pronto habría de morir consumido por la “azúcar” y ciertas tristezas que cargaba. Se negó a una diálisis impostergable, y saludó a la muerte con la frente limpia. Nunca me imaginé que este hombre de vida sencilla influyera tanto en mí. Poco después de su muerte, su bajial fue abandonado, y luego rematado. Desde ese día, sin percatarme en su momento, me convertí en un “desterrado hijo de Eva”. Soy un campesino que a falta de tierra busca sacar frutos y entretener el tiempo en los libros.
El primer libro que leí en forma, El llano en llamas, fue a los quince años; como ven, ya grandecito. Ese libro cambió mi vida. Viéndolo desde estas alturas: fue el llamado a mi vocación.
Llegué a la ciudad de México el 12 de octubre del 2001. Ahí me entrené como lector de tiempo completo. Pasé días felices leyendo con fruición en la Biblioteca Central de ciudad universitaria. Y como para el vicio de la lectura, también surgen amigos, un grupo de compañeros me siguieron el juego y tuvimos a la lectura como nuestra gran guía. Ahí empecé a asimilar lo que Borges decía, que lo importante no es leer sino releer. Es algo natural del lector: se lee, se siente feliz y después se quiere volver a encontrar con ese instante milagroso.
Yo sueño tener mis cartas credenciales con los libros que releo. Ahora que ya tengo 31 años, hago una lista de mis relecturas. Son muy pocos libros (no quiero justificar mi incapacidad para leer grandes cantidades, pero releer tiene la ventaja de tener un diálogo más rico y perdurable con los autores dignos de releerse):
1.- El llano en llamas. Juan Rulfo (1917-1986). Me salvó de la programación ruin de televisa y me sustrajo de los vacuos domingos de futbol.
2.- Pedro Páramo. Juan Rulfo. Una estrella junto a la luna aluza la noche. Ruidos, voces, murmullos y ecos traspasan las paredes de las casas derruidas. Y se ve pasar el Colorado de Miguel Páramo “con el pescuezo echado hacia atrás” y “con las piernas dobladas también hacia atrás, como si se fuera a ir de bruces”.
3.- Dormir en tierra, El quebranto, El apando. José Revueltas (1914-1976). Me fue difícil no caer en la tentación de títulos tan sugerentes: Los errores, El luto humano, Los días terrenales… Revueltas era un ateo; Octavio Paz, su contemporáneo, decía que era el más cristiano de los escritores mexicanos.
4.- Confabulario. Juan José Arreola (1917-2001). Un día después de la muerte de este autor, la maestra Ma. de Lourdes Durán Hernández nos hizo leer “De memoria y olvido”. Yo ya había leído “Una reputación”, pero ahí empezó el gusto por su prosa, la pasión por Juan José Arreola.
5.- Bestiario. Juan José Arreola. No deja de sorprenderme que muchos escritores de la “generación de los años cincuenta” reconozcan la generosidad de Arreola, y cómo era “un encaminador de almas”. Leer en voz alta estas páginas es permitir que el espíritu de Arreola nos encamine a la pasión literaria.
6.- La Feria. Juan José Arreola. Un torbellino de historias que terminan en humo. Es la antípoda del fantasmal “Pedro Páramo”. Historias de carne y hueso de Zapotlán el Grande, hoy ciudad Guzmán.
7.- Julio Cortázar (1914-1984). Cuentos. Tanto decimos de Julio Cortázar que solemos olvidar que fue un cuentista excepcional. “Cartas de mamá”, “Una flor amarilla”… son cuentos que sostienen mi pasión por la relectura.
8.- El Aleph. Jorge Luis Borges (1899-1986). Es sólo por mencionar un título, Borges me dio las pistas para releer. Borges decía que Frank Kafka era la piedra angular de la literatura del siglo xx, Borges también lo es desde la segunda mitad de ese siglo.
9.- El Quijote. Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616). Ahora lo leo con otros ojos, pero a veces, igual que la primera vez que lo leí, caigo en la tentación de saltar de mi vida aburrida y recorrer los caminos convertido en un caballero andante.
10.- El Pentateuco, El libro de Job, los cuatro Evangelios. ¿Leer la Biblia como los demás libros?, o ¿leer todos los libros clásicos como la Biblia? Me quedo con lo segundo. Alejémonos de lecturas literales y dogmáticas, y hurguemos las claves y los misterios que nos ofrece para tratar de entender la condición humana. Me congracio en tener una versión Reina y Valera que José Emilio Pacheco recomienda, y de la cual dice: “hecha en el mejor momento del idioma”, “uno de los tesoros ignorados de la lengua española”.
11.- Las mil y una noches. De tierras extrañas y tiempos lejanos nos ha llegado este fruto exótico, que al leerlo, las pasiones, el destino, las miserias se reflejan ante nosotros como un fatal espejo. Entonces nos damos cuenta que no somos ni tan extraños y que no estamos tan lejanos.
12.- Cien años de soledad. Gabriel García Márquez (1929). Los primeros libros que leí de este autor fueron: Los funerales de Mamá Grande, La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba, y la verdad no entendía por qué se hablaba tanto de él. No me habían producido ninguna fascinación. Hasta que alguien me deslizó: Cien años de soledad, como para callarme la boca, y esta novela fue un gran temblor de tierra.
13.- Blanco en azul. Azorín (1873-1967). Arrumbado por ahí se encontraba este libro en el departamento de Juan Pablo Guerrero, en la colonia Santo Domingo. A veces uno está de suerte, y después de un rato de tedio, aparece un libro digno de recomendarse, un milagro. Así pasó con este libro. De la lectura individual y silenciosa, pasó a ser una lectura de tertulia.
14.- Azul. Cantos de vida y esperanza. Rubén Darío (1867-1916). Este nombre consagrado, casi familiar, guarda grandes secretos, inigualables lecciones en sus cuentos y en sus versos para todo aquel que pretenda un día hacerle la guerra a las palabras.
15.- Al filo del agua. Agustín Yáñez (1904-1980). Es una de las obras que abrió brecha a lo que después se etiquetaría como “realismo mágico”. Ahí se cuenta de modo natural el encanto, lo milagroso y la miseria de un pueblo de fines del siglo xix, cuyos habitantes sienten la inminente llegada de la “modernidad” como una avalancha de contradicciones.
16.- Los Sueños, Poesía. Francisco de Quevedo (1580-1645). Cuando me surge la necesidad de escribir algo pago caro mi ignorancia por no haber leído aún a los autores del Siglo de Oro Español. Nada más a Quevedo y no me desanimó porque con su lectura me siento como con una llave para empezar a leer a esos autores que resplandecieron nuestro idioma.
17.- Historia general de las cosas de Nueva España. Fray Bernardino de Sahagún (1499-1590). Entrega de toda la vida a una obra, obra monumental. Desde que llegó este religioso a la recién conquistada y destruida Tenochtitlan se dedicó a registrar, recoger y comparar las informaciones y testimonios de los sabios aborígenes sobrevivientes. Así nos dejó su valiosísimo libro. Es encontrarse a un nuevo mundo, una vena de donde venimos.
18.- Relatos y leyendas de Tierra Caliente, El zopilote y los bandidos de Malpaso. Viliulfo Gaspar Avellaneda (1942). No diré nada del Viliulfo editor, tampoco del Viliulfo promotor de la lectura. Nada más diré que en la edad en que muchos piensan en el retiro o que ya no hay en sus vidas empresas posibles, él ha recogido la tradición oral de su padre y de su gente, la suya propia, inspirada en la plática de buen nivel, y nos la ha entregado en páginas de rica prosa en estos libros.
19.- La Celestina. Fernando de Rojas (¿1470?-1541). Río con las voces mascullantes de Sempronio y Pármeno. Y me lamento no haber conocido a una Celestina a los diecinueve años para contar con su sapiencia y favores.
20.- Las batallas en el desierto. José Emilio Pacheco (1939). Su prosa es un guiño para empezar a leer su poesía. Del grupo de los alumnos de Arreola, él es uno de los que tienen una obra perdurable, igual que su maestro. Sabio y humilde, cuenta sin reticencias que sus primeros cuentos disgustaron a Arreola. En los setenta era un talento prometedor. En los ochenta ya era un autor digno de releerse.
21.- Gabriel Zaid (1934). Es bueno encontrarse en el camino a un buen maestro. Gabriel Zaid me ha enseñado a comer con moderación, a caminar correctamente. Me ha enseñado a leer poesía, y leer la realidad, aguzar el oído. A avivar más zonas de mi flaca inteligencia.
Rulfo fue el descubrimiento, “Cien años de soledad”, un temblor de tierra, y con Gabriel Zaid empecé a leer con todos los sentidos.
No incluí autores que me falta releer. Están en el umbral de mi puerta: Paz, Gorostiza, López Velarde y Sor Juana. Como todas las actividades que el hombre puede desempeñar, la de lector me ha dado pequeñas satisfacciones: cuando Miguel García Maní leyó Pedro Páramo me reclamó porque ya se lo había platicado; Viliulfo Gaspar Avellaneda me presentó ante unos “académicos” como: “Noe Borja… —después de segundos azarosos, acabaló—: ha leído cuatro veces El Quijote”. Son pequeñas satisfacciones porque la grande se da cuando se encuentra la página, los versos que conectan de inmediato.
Como se puede notar, mi lista se nutre más de la narrativa mexicana. Hay una gran ausencia: Carlos Fuentes. Le he entrado a sus principales novelas: La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Aura, Terra Nostra, pero no ha habido un encuentro feliz. Esta última la tengo desde el 2006, y varias veces empecé a leerla pero no hubo buenos resultados. La dejé para mejores momentos de lector. No hace mucho que la terminé, pero los resultados no mejoraron. Lo sé, Carlos Fuentes es una figura importante en la narrativa mexicana del siglo xx. Pocos meses antes de su muerte lo soñé y mi memoria lo rescató de manera límpida: yo, conturbado por mi ignorancia, entrevistaba al anciano impecable de cuestiones literarias. No me desanimo. Tengo sus novelas y seguiré esperando un mejor momento de lector.
Voy a llevar agua para mi molino. Yo también he escrito algunas cosas, y he cometido la impertinencia de molestar a mis amigos para que me lean. Fueron acumulándose las hojas en mi estante ¡y qué bueno que no pasaron de ahí! ¡Qué bueno que la última creciente se las llevó! Estaba yo muy embebido viendo cómo el agua arrasaba con todo, cómo hacía remolinos y hundía todas las cosas que encontraba a su paso. A pesar que el agua llegaba de todos lados, no llovía; por lo que todos salimos a ver aquello como una función. “Mira allá —me dijo alguien que estaba a mi lado—, se lleva el archivo del registro civil”. Vi y eran muchas hojas tamaño carta que iban derecho a hundirse en el remolino de agua. “Son tus escritos que cuidas con tanto celo”, me gritó mi mujer que chapoteaba en el agua, me gritó desesperada, pensando que yo lo lamentaría. Apenado por los que estaban a mi lado solo dije “Está bien”. Le he dicho a mi mujer que no diga nada de que leo, y que menos que escribo para evitar las malas interpretaciones. Poco después pensé “¡qué bueno que el agua se llevó esas hojas!”. Simplemente no podían ocupar un lugar de mi librero entre La Divina Comedia y El paraíso perdido. Ya cuando la creciente pasó mi esposa me enseñó unos escritos que pudo rescatar. Eran mis primeros relatos que escribí en el 2006. Los tengo por ahí, esperando otra creciente.
Soy un aficionado a la Literatura, pero le dedico mis mejores horas del día. Una última confesión: la lectura ha sido capaz de proscribir de este pequeño reino al dios Dioniso.~
4 de Diciembre de 2013