enero 28, 2014

De capos, facinerosos y caciques



Le debemos a Viliulfo Gaspar Avellaneda (San Lucas, Michoacán. 1942) la historia de Isaac Alvarado Reynoso, el Zopilote; bandido que alcanzó notoriedad en la región de Tierra Caliente en el primer lustro de la década de los treinta. Uno de los delincuentes “más espectaculares y desalmados que tuvo la región”. Sus robos en los caminos reales, el asalto a las casas ricas y el enfrentamiento que seguido tenía contra las fuerzas rurales y militares le dieron fama. Sus golpes los daba en el puerto de Malpaso, “estrecho pasadizo natural formado entre los cerros de El Caracol y La Doña, paso obligado para los viajeros” que tenían que agarrar la ruta de Huetamo.

     El Zopilote tenía algo de peculiar. Tenía aceptación popular. Esto, por entre otras cosas “ayudaba a los pobres”. El Zopilote no tuvo nada que ver con la refriega armada de la revolución pero “surgió a la par de tantos bandidos que aparecieron después de esta y al quedar sin trabajo no tuvieron más camino que dedicarse a la rapiña”. Viliulfo no deja de decir que otros también lo hicieron desde los cargos que obtuvieron y que se enriquecieron utilizando sus puestos y sus influencias en el poder.

     Había una dualidad en la clase política dominante respecto al Zopilote. Por un lado deseaban su captura y eliminación, y por el otro, lo aprovechaban para negocios turbios y como pistolero contra sus enemigos.

     Por ejemplo, al Zopilote se le achacó la muerte de Alberto C. Reyes, hombre que vestía calzón de manta y gabán sobrepuesto (como vestía la gente de campo de ese entonces), que causaba desconcierto en sus vecinos porque leía libros de Voltaire, Rouseau, la Divina Comedia y otros libros clásicos. En los primeros años de la década de los treinta una hambruna azotó a su pueblo natal Zirándaro, y él que sembraba extensas tierras y que tenía sus trojas llenas de maíz, lo repartió entre la gente más pobre. Aun se fue a la ciudad de México y tuvo la audacia de entrevistarse con el presidente de la República Abelardo L. Rodríguez, y arrancarle un préstamo de diez mil pesos que ocupó para comprar maíz y otros bastimentos que trajo, de la ciudad a la estación Balsas en tren, y de ahí en lanchones río abajo. La gente de Zirándaro lo recibió con fiesta. Así se convirtió en el gran líder, y pronto se interesó por el ejido y el reparto de las tierras a los campesinos. Sus sueños los frustró el Zopilote a quien le pagaron para que lo matara. Eran momentos turbulentos por la repartición de las tierras.

     El sargento Aristeo Olmos llegó para acabar con el Zopilote. Por ese tiempo se acostumbraba que a los bandidos y criminales, a los carentes de dinero e influencias, se les colgara de un árbol en el lugar donde habían hecho sus fechorías. El sargento tendió varias trampas al Zopilote pero este las burló. Por esto el sargento le tomó un odio tremendo, lo tomó como un enemigo personal.

     Sucedió que el Zopilote con dos de sus secuaces se robaron a la mala a tres muchachas de Ceibas Altas. El Zopilote se llevó a la suya a su guarida que era una cueva del cerro del Tule, próxima a Querutzeo.

     Irene Baltazar, que así se llamaba la muchacha que el Zopilote se robó pudo escapar y volver a su rancho. Dio informes sobre el punto exacto donde su malhechor se encontraba. El sargento Olmos movilizó a su gente y se lanzó hacia su captura. Unos disfrazados de vaqueros y otros aparentando ser cazadores subieron en su busca. Tocaban un cuerno para no darle a maliciar, porque así acostumbraban los que buscaban alguna res perdida. No perdieron el tiempo. Lo encontraron cuando bajaba montado en una bestia. No le dieron tiempo a nada y le pegaron dos balazos, pero no lo mataron. El Zopilote se acobardó y pidió clemencia. El sargento Olmos, tranquilo y ceremonioso ordenó que cortaran un palo largo, como una tranca; y pidió sícuas “(corteza verde que cubre los árboles)”, y él mismo procedió a amarrarlo de las muñecas y de los tobillos. Metió el palo entre sus manos y pies y ordenó a dos hombres que lo bajaran cargando en los hombros los extremos de la tranca. Mal la pasó el Zopilote sus últimas horas. Las heridas de los balazos se le habían hecho unos boquetes donde parecía que las tripas iban a salírsele, y la tortura más grande fue que sus brazos, por el peso de su cuerpo se descarnaron y los huesos rosaban directo con el palo. El sargento con sus hombres no pararon, tomaron un descanso en el rancho Querutzeo, donde la gente salió de sus chozas de zacate para verlo, y de ahí lo llevaron a Ceibas Altas, donde por fin lo colgaron. Dicen que ya iba muerto.

     Desde la primera vez que leí la historia del Zopilote me resultó difícil no relacionar este personaje con los actuales jefes de los grupos armados. La misma audacia, la misma violencia y hasta los mismos rumbos. Nada más que estos jefes no necesitan barrancas ni cuevas para esconderse. Están diseminados en las poblaciones. Se pasean muy avasalladores con su aparatoso grupo de pistoleros  por las comunidades. Tienen una red de informantes y vigías que los tienen al tanto del tránsito de las carreteras. Han infiltrado las administraciones municipales, de donde disponen de recursos; y tienen dominio en varias dependencias gubernamentales.

     De las ciudades de Tierra Caliente, Altamirano ha sido la más perjudicada. A principios de este siglo era un lugar próspero. Se podía echar andar un negocio sin mayores preocupaciones. No obstante de sus cinturones de pobreza y su flagrante desigualdad, vivían ahí empresarios exitosos, comerciantes acaudalados, burócratas encumbrados, médicos que habían hecho grandes fortunas, en fin vivía gente de dinero tranquilamente. En el 2004 aparecen los capos y sus legiones. Llegan para controlar el mercado y el paso de las drogas y desatan un baño de sangre entre degollados y desollados. Pronto se dan cuenta de una veta de oro: la extorsión, el secuestro y el cobro de piso. Todos echan mano del hervidero de ricos que es ciudad Altamirano. Todos se creen dueños de “la plaza”. Llega gente de los capos que están en San Lucas, en Coyuca y en Arcelia para sacar dinero de muchos modos. Si los fuertes empresarios regionales —no las trasnacionales ni las grandes empresas de redes nacionales—, los medianos y los pequeños no han cerrado y huido, viven azarosos, sabedores de la impunidad e inconsciente ambición de los capos.

     En ciudad Altamirano ya existe un repudio contra los grupos armados. En un principio hubo una íntima simpatía. No dejaban de admirar las noticias que se tenían de los grupos, cuando la pelea era entre ellos. Región acostumbrada a la violencia, y con una desigualdad enorme, en algún tiempo sus pobladores llegaron a ver con buenos ojos a los narcos, esos que se dedicaban al tráfico de drogas, que se desaparecían de la ciudad porque se iban a los Estados Unidos y regresaban con mucho dinero a disfrutar de la vida. Hacían sus fiestas fastuosas, lucían su dispendio y se dejaban ver con sus excesos mundanos. La gente los aceptaba sin mayor reparo, mientras se dedicaran a lo suyo. Nadie pensó que estos personajes estuvieran preparando el escenario para una guerra entre capos, y que después, estos, se fueran de modo rapaz contra la población civil.

     Hay ciudades donde esa simpatía con los jefes de los grupos armados aún existe. Tal vez porque no han sido desangradas y exprimidas como Altamirano. He escuchado a personas de Huetamo y Arcelia que refieren que la gente armada por ahí se pasea y que la verdad de las cosas con ellos no se meten, que al contrario, les dicen que si alguien anda haciendo males (obviamente que no sean ellos), que les digan porque ellos están para “proteger al pueblo”. He escuchado esto de personas que no tienen nada que ver con los grupos y se dedican a su trabajo, y surgen las preguntas: ¿son ciudadanos ya no digamos sin conciencia histórica, sino sin conciencia social? ¿Cuándo notarán el estancamiento, y aún el retroceso que la región ha tenido a causa de los capos? Si la Tuta escuchara esas palabras —que estoy seguro que las escucha—, sentiría el éxtasis de su enseñoramiento. Por eso el cinismo con que se anuncia como protector del pueblo michoacano, una triste réplica de los discursos vacuos y demagógicos de nuestra clase política.

     Los jefes de los grupos armados a diferencia del Zopilote, que azotó los caminos reales en la década de los treinta, no están fuera de la ley, están por encima. Pueden manipular a presidentes municipales y otros funcionarios públicos. Han interferido en elecciones. Tienen una gran red de vigías que les informan del desplazamiento de tropas del ejército, que son a las únicas que les temen. Hay policías municipales que están al servicio de ellos. Hay policías federales que saben guardar disimulo.

     Uno de los traficantes que alcanzó notoriedad en la región de Tierra Caliente fue Chuche Borja. “Marihuanero”, la palabra que se usaba porque en un principio nada más la marihuana se traficaba. Era el primer lustro de la década de los ochenta y sin lujos ni camioneta Chuche Borja  con sus hombres visiblemente armados llegaban a ciudad Altamirano en el transporte público proveniente de Huetamo. Una noche, en una calle del centro, protagonizaron una balacera donde murió una mujer por una bala perdida. Esta mujer dejó huérfana a una niña de brazos, que por cierto es de mi edad, y que por ahí anda desperdigada entre preocupaciones domésticas.

     Chuche Borja se decía comandante y vigilante del pueblo de San Lucas. Y parecía que era protegido por altos mandos militares. Se le miraba convivir con tenientes y coroneles.

     Él llegaba mucho al Hotel los Arcos, que estaba en Rivapalacio, y que era un lugar habilitado como cantina. Ahí llegaba con su gente a tomar cerveza.

     Chuche Borja con sus hombres asaltaba, violaba y mataba. El hombre se envinó y perdió el piso con el poder que había alcanzado. Fue más allá de lo que tenía permitido. Una versión dice que con su gente mató a una familia entera en el municipio de Zirándaro. La noticia de esta tragedia llegó a altos mandos del gobierno y ahí empezaron a acabarse sus privilegios.

     Un día se encontraba en el Hotel los Arcos, y ahí llegó el coronel Ortega con soldados.  Él lo vio con naturalidad y le dijo que se agregara a la rueda a tomarse una cerveza. El coronel no aceptó y le dijo que tenía orden de aprehenderlo. Chuche Borja lo tomó como una broma y el coronel dio instrucciones a los soldados para que los arrestaran. Ya preocupado, le ofreció al militar 10 millones de pesos, pero de nada le valió.

     Se los llevaron al cuartel del 40 batallón de infantería de ciudad Altamirano. Y de ahí los regresaron a Rivapalacio para llevar a Chuche Borja a Los Brasiles, lugar de su residencia. Allá le encontraron Marihuana almacenada y ahí comenzó su suplicio. Era la hora en que el sol está más caliente. De Los Brasiles a la carretera hay que recorrer un buen tramo de brecha de terracería. Le desollaron las plantas de sus pies y lo hicieron caminar sobre la tierra caliente hasta llegar a la carretera. Su madre, al presentir lo que le deparaba a su hijo, le suplicó al coronel que no se lo llevara, que ahí mismo se lo matara. Fue cuando Chuche Borja dijo sus proverbiales palabras: “Levántese, mi amor; él es un gobernante, pero no es mi Dios”.

     Chuche Borja caminó un buen tramo. Apareció un helicóptero cerniéndose en los aires; bajó, lo subieron ahí y nunca más se volvió a saber nada de él.
     
     Por los años de los setenta y ochenta cobró fama el “pozo Meléndez”, que se localiza a la vera de la carretera Taxco-Iguala, y tiene una profundidad abismal. Las dependencias policiales lo utilizaban para echar ahí a rebeldes, guerrilleros y también criminales que desestabilizaban el sistema. Dicen que Chuche Borja ahí fue a parar.

     Si revisamos la historia política de nuestra región no es difícil de encontrarse la figura del gran jefe, el cacique que con los de arriba se muestra sumiso y cuidadoso de sus intereses; y con los de abajo, el pueblo a la merced suya, se manifiestan con arbitrariedad y fuerza que les da el poder. La ley ellos la hacen. Los jefes de los grupos armados y Chuche Borja —este en su tiempo—, son herederos de esos personajes. Podían surgir facinerosos a la par que los caciques pero no tardaban en ponerse al servicio de estos y si se salían del control eran destripados, tal como pasó con el Zopilote en los primeros años de la década de los treinta.

     En “El diputado Chávez y Tacho López” (Relatos y leyendas de Tierra Caliente, 2006), Viliulfo Gaspar Avellaneda nos cuenta de los avatares de algunos caciques de su natal San Lucas. Otra vez Viliulfo, quien está escribiendo una obra valiosísima que nos ayudará a entender nuestra historia y realidad. En constancia y dedicación, y también en calidad, es un autor sin precedente que se ha inspirado en nuestra región.

     El diputado Chávez llegó a Huetamo desde Morelia, y de inmediato hizo llamar a Tacho López, quien la hacía como jefe de las defensas rurales, mayordomo de los asuntos municipales, era el cacique local. Tacho López se presentó de inmediato con su gente armada, que lo andaban con viejos máuseres de la revolución. La gente del diputado le dijo a la de Tacho López que entregaran sus armas, que las tenían que matricular. Era una triquiñuela. Ya no se las devolvieron. El diputado le informó a Tacho López que quedaba relevado de su cargo. Ahora se quedaría en ese puesto Froylán López.

     Eran nuevos tiempos. Entraba el cardenismo (1934) y los cambios venían desde arriba. A Froylán López tal vez le faltó “movilizar influencias, cambiar el color de la fachada, presentar lealtad al nuevo régimen y conseguir la continuidad”.

     Adolfo Valle, hombre de presencia en San Lucas, se encontraba en dicha reunión y al enterarse quién iba a ser el nuevo mayordomo de los asuntos municipales, expresó su desacuerdo. Froylán López era un asesino. Había matado a un hombre que la gente sabía que estaba loco y decían que era “marihuano” porque había pertenecido al ejército mexicano. Un día este hombre se emborrachó y andaba corriendo por las calles del pueblo. La policía lo perseguía, y aquel hombre le hizo frente a uno y lo desarmó. Froylán se mamposteó detrás de un árbol y desde ahí le disparó y no le erró. Froylán López, exacerbado, contestó las acusaciones que Adolfo Valle hacía en su contra con el diputado. Este, con visible disimulo le dijo al nuevo hombre del poder que no hiciera tropelías, que de lo contrario, lo vendría a sustituir también.

     Tacho López, el de los hombres con máuseres de la revolución, hacía poco era el hombre fuerte, y ahora andaba viendo cómo salvar su vida. Correos de hombres de su confianza le informaron que por las dos salidas que había para regresar a su pueblo lo esperaban dos emboscadas para matarlo. Retrasó su salida y salió hasta que le confirmaron que las emboscadas se habían retirado.

     Al final, en este relevo, no hubo sangre. Pero siete años atrás, cuando Tacho López desplazó a Cheque López, sí la hubo. Cheque López había sido el cacique después de la revolución. Tenía a su servicio “una banda de matones” para el gobierno del pueblo y localidades periféricas. Era temible por sus pistoleros. Para relevarlo hubieron de matar a un hombre de sus confianzas, amañar la situación para que él pareciera el asesino y así se proscribiera de la política.

     Volviendo a Froylán López, quien sustituyó a Tacho López y que comenzó con los tiempos del cardenismo, él se supo adaptar a las épocas de “conciliación” y control político a través de la movilización de contingentes agrarios. Él sí “se informó a tiempo para movilizar influencias, cambiar el color de su fachada, presentar lealtad…” Froylán López fue cacique casi tres décadas. Y un día su relevo llegó desde Morelia y el control pasó a otro López: Jesús López Montaño.

     Para entender el relevo de los caciques, Viliulfo sube estos personajes a las tablas del teatro que representa una comedia, donde el personaje que no es capaz de interpretar el papel que le corresponde es bajado y sustituido por otro. Volviendo a los capos que azotan actualmente a la región con sus legiones de pistoleros y vigías, y aplicando la idea de Viliulfo, que va más allá del sarcasmo y nos señala la arbitrariedad de los que toman las riendas del poder como una fatalidad, una “práctica milenaria”, bien nos podemos preguntar: ¿cuándo serán bajados y suprimidos de la comedia (tragedia)? El público está harto y no sale de él más que rechiflas e imprecaciones. ¿Cuándo los que pueden hacer los cambios de personajes desde arriba lo harán antes que el teatro quede vacío? El tiempo ayudará a saberlo.~


2 de diciembre de 2013.