Presentación del libro: "Relatos de luz y sombras" en Tlapehuala. De izquierda a derecha: Roberto Ventura, el autor José Francisco García González, Ángel Ramírez Ortuño y Josimar Galíndez Rojas. |
Hay libros que se escriben
para saldar los recuerdos de la infancia, las historias oídas, las palabras que
palpitan… Hay libros, el fin duradero de la literatura, que trasudan vida, y es
cuando se dice que un libro es bueno. Y ¿quién no tiene algo que contar? De ahí
que el vulgo suela decir: “Con mi vida yo escribiría un libro”. Sin embargo, no
todos escriben. Se ha dicho que la literatura la hacemos todos, nada más que
unos cuántos escriben. Y muchas veces muy a pesar de los escritores. “Todos
escribimos, todos tenemos apuntes en alguna libreta…”, recuerdo haber oído
decir a José Francisco García González (Tlapehuala, ¿1965?) durante la presentación
de su libro: “Relatos de luz y sombras (Trinchera, 2018) hace apenas unas
semanas.
Ahí
mismo dijo que de joven ya poseía una libreta llena de textos. Pero los libros
toman su propio tiempo. No hay quien los obligue a acelerar su paso. La
circunstancia de un libro, viéndolo en retrospectiva, es tranquila y
parsimoniosa. Quién sabe cuánto tiempo transcurrió para que el autor
desempolvara sus borradores o los empezara a copiar de su mente de escritor,
pero este libro de relatos apareció en 2015.
¿Qué
ocurre en este libro? Historias que José Francisco oyó o vio de niño y acaso de
adulto, hechos alegres o tristes ‒como la muerte de su padre‒, que parten de su
familia o de su barrio, palabras de un permanente regionalismo, y esto no es
cosa menor en estos tiempos en que somos testigos del desuso de muchas palabras
que nuestros padres y abuelos hablaban, y que al recordarlas se agigantan como
el recuerdo de ellos y nos sentimos bajo una sombra de reposo y descanso donde
todos hemos crecido. Además, el lenguaje autóctono de nuestros pueblos, con ecos
de nuestros pueblos aborígenes, no deja de ser un reclamo resistente al mandato
lineal del neoliberalismo. Palabras pacíficas como tenamaixle, shirgo, pichacua, guanchipo, cagüinga
insuflan de fuerza en estas páginas y a la vez de nostalgia de la vida de
nuestros pueblos que ya se fue y que para feliz memoria el autor se puso a
escribir.
En
algunos relatos hay pasajes de buen aliento donde al autor echa mano de la
crónica, género propio de los viajeros, José Francisco, con su facha de
aventurero expedicionario, en ese ir y
venir de su pueblo natal a donde radica, al parecer Chilpancingo; de ese ir y
venir al tiempo en que sus ojos de infante descubrieron el mundo, barajea los
personajes con su respectivo registro de las circunstancias en que vivieron. Su
relato “La minas”, el relato más arriesgado, y, por lo tanto, el más
aventajado, es un vértigo de personajes que confluyen en un punto. En la
crónica de un solo día, el autor ha aprovechado para hablarnos de unas minas que
dieron trabajo y riqueza, y de su subsecuente movimiento dorado que atrajo
comercio y pasiones. Un día de feria cuyo acontecer se esfumó, como las propias
minas, en otrora muy ricas; después de una tormenta con rayos, truenos y relámpagos.
No quedaron ni cenizas. Nada más unas cuantas voces que dieron razón de lo que
fue…
El
autor no deja para la imaginación quién es su mayor influencia: Gabriel García
Márquez, sus libros, cuyo encuentro le dedica un relato, lo han hecho escribir
un relato muy especial. Con tono regionalista, una historia de cazadores, una
historia de nahuales, tema que sigue obsesionando a muchos escritores de estas
tierras, me pareció un cuento de terror. Matar un venado e irse a dormir
tranquilo, para que al amanecer otros ojos comprueben que en realidad el animal
colgado, listo para desollarse, es un “cristiano”, es un cuento de buena
factura.
Otros
temas que han sido motivo de grandes conversaciones de camino de la gente de
Tierra Caliente, y que tenían que serlo de los escritores de por acá, aparecen
en el libro. Como el encanto del día de San Juan, ese desajuste del tiempo, y
que el autor maneja en la línea de lo asombroso y maravilloso. En este relato:
“El desasombro de lo extraordinario”, un grupo de traficantes de
estupefacientes (todos con títulos académicos), ubicados en la frontera de
México‒Estados Unidos, y que mientras hacen tiempo, escondidos de la migra, y
tal vez para alejar los temores, cuentan respectivamente una historia de
maravilla. Aprovechan sus conocimientos aprendidos en las aulas para darles una
explicación. El autor echa mano del cuentacuentos, método infalible para salvarse
de las horas lóbregas de espera. Aunque los traficantes después se vean ricos,
en esas horas en que se juegan la suerte, es de su suma importancia
despabilarse con historias vividas u oídas que despierten la inteligencia y el
interés. Aquí hemos llegado a una metáfora de la importancia de las palabras
para el ser humano, porque las palabras son la espuma rebosante de los huesos
que sostienen la vida. La palabra para alejar los temores, para sobrellevar la
angustia, la palabra, ese puente para la felicidad.
José
Francisco, rebosante de sus huesos e historias, nos ha entregado un libro que
se agrega a la escasa, escabrosa, pero a final de cuentas feliz conversación
libresca de autores nacidos en Tierra Caliente.