La mala suerte me persigue. Son tres años de mala
suerte y no más me la paso pensando que sean siete… Doy con un amigo que es mi
amigo pero al último resulta ser un águila:
hace mi deuda más triste y recalcitrante; triste para mí, recalcitrante para mi
mujer. Es lo que más siento… mi mujer. Si la vieran: su carita triste y
resignada, como diciendo: “¡Qué marido chambón me tocó!”. A veces me ha tocado
escucharla decir: “El pobre no sabe ni manejar un carro”. Mi mala suerte me
llega por ahi, por ahí y por aquí… No
hallo qué hacer ¿huir? ¿Tronar? O como los hermanitos suicidas ¿reventarse? Con
el atardecer mis ojos se tiñen chispeantes de tristeza. Me refleja la triste
llamarada de los sueños rotos del día. He fabricado muchos gestos para
resignarme a mi mala suerte pero ahorita no los recuerdo. Observo el ocaso y mi
cara se va borrando en el desaliento de la nochecita. A estas horas yo de niño
me alquilaba a barrer la calle. Pero ahora ni eso. Algo pasó por aquí, sí,
señor, un correcaminos que torció mi destino. Unos amigos me invitan una
caguama. Yo despabilo mi cara y a las primeras me niego a tomar. Mi mujer no le
gusta que tome. A veces sí, hasta ella misma me surte de cervezas. Pero hoy que
todo me salió mal, estoy seguro, se disgustará de verme borracho. Comienzo a
sentir los remordimientos. Son alfilerazos que sacan de un tirón de la carne
maciza de mis músculos. Yo me sentía incólume, pero ahora comienzo a sentir
aquello de la maldición de las generaciones. Y que gente sin deberla ni temerla
estemos condenados antes del nacimiento. Mis amigos me mandan otra caguama, y
de paso me mandan decir que sonría, que me ponga alegre y dicharachero. Pero no
puedo, me voy hundiendo en la tristeza azul de la nochecita.