A un hombre de vicios
todos los días se le presentan mil modos para recaer. Pareciera que la voluntad
se ha retirado del hombre vicioso. Nada más falta el salto de una idea, un
impulso incontrolable para que el vicio se enseñoree. Y cuando hay conciencia
del mal, cuando el exceso lleva al filo del precipicio, no faltan las
circunstancias y las motivaciones exteriores para recaer. Como si fuésemos las
piezas de otros seres que juegan con nuestras pasiones y debilidades, como si
el diablo verdaderamente metiera sus cerdas en nuestras copas de vino. Por hablar
de un vicio, el alcohol: ¿cuántas veces un parroquiano se promete antes de
entrar en la taberna tomarse dos o tres copas y al último sale bien borracho?
¿Cuántas veces se promete tomar poco y termina por beber hasta descubrir que
más allá de la euforia no hay nada más que el vacío y el sinsentido?
En
los otros días entré en una taberna para tomarme dos litros de cerveza, “¡dos
litros nada más!”, me dije ya temiendo que la voluntad me abandonara o que el
diablo llegase a mover algunas piezas para disponer todo aquello para una
borrachera. Y así me pintó desde el principio. Yo, que soy amigo de tabernas
pero poco conocido en ellas, me senté a la barra al lado de un viejo conocido.
Él bebía sus copitas de whisky, y yo pedí mi primera cerveza. Hasta aquí no hay
nada de particular, platicando los dos, cada quien con su bebida. Sin embargo,
el diablo ya había tramado una treta. “¿Sabes quién está por llegar ahorita?”,
me preguntó el Topo, que así le dicen a mi conocido. Hundí mi buche, alcé los
hombros y le dije que no sabía. “¡Camilo Peñaloza!”, y echó una sonrisa ladina,
inspirada por el diablo. Camilo es un amigo mío, es un señor que me dobla la edad.
Llevo ocho años de conocerlo, y la conversación, el primer entretenimiento
inventado por el hombre que lo enaltece, nos ha acercado a los linderos de la
buena amistad. Tomador, charlista de empuje, fumador impenitente, siempre que
nos reunimos, por la mucha cerveza y vino que se bebe mientras platicamos, no
salgo bien librado. Por eso empecé a platicarles de las muchas trampas que se
tienden a los hombres bien intencionados. Cuando el Topo me dijo que Camilo estaba por llegar sentí un natural temor
que aquello terminase en francachela. “Ahorita viene, voy por él”, dijo el Topo y salió. Mientras tanto yo me pedí
la segunda caguama. Un parroquiano, viendo el lugar que había dejado el Topo, fue a sentarse ahí. Ya estaba algo
tomado. Me observó un momento y me dijo: “¿Sabe usted por qué me cambié de
lugar? ‒solo se contestó‒, porque aquel señor que está a mi lado le apesta el
hocico. Ya me tiene atarantado con su aliento de mortandad”. Le hice un gesto
de comprensión. Luego añadió: “…y eso que es contador, no debe ser así, es un
profesionista”. Y luego, ya con confianza, me preguntó: “Y usted ¿qué es…
licenciado, arquitecto…?” Vaya pregunta difícil de contestar. Hace unos meses
trabajé en un despacho contable y cada vez que me preguntaban a qué me dedicaba
contestaba bien fácil: “Soy auxiliar contable”. Pero ahora qué podría decir sin
dejar de ruborizarme. Pero aquel borracho vio mi turbación y de inmediato se
volvió a contestar: “No se preocupe, usted es amigo, es un buen amigo”.
Llegó
Camilo. Pasaban ya las siete de la tarde.
El Topo recuperó su lugar, y el
borrachín que había estado platicando conmigo, volvió al lado del contador de
mal aliento. Camilo Peñaloza pudo haber inventado las tabernas pero no las
frecuenta tanto. Más bien es tomador en donde hay motivo para iniciar una
charla, en el lugar donde encuentra camaradería y cuando hay algo que contar.
Su conversación suele tener dos vertientes: la primera, como un cronista oral que
da cuenta de las familias criollas de la ciudad, de sucesos, de personajes pintorescos,
y algo propio de su generación, la transición de pueblo a ciudad del viejo Pungarabato;
y la segunda, sobre sus aficiones y trabajos: futbolero (fue portero del Juventus en la liga regional, y siempre
un acalorado chivista), cinéfilo, herrero, farmacéutico, comerciante y, desde
hace diez años, gerente de casas de empeño. Su voz es torrencial, estentórea;
su plática es clara, contundente, hilarante, a veces con picardía, siempre
mordaz. Su plática es de quien tiene buena memoria para aprisionar a las
palabras.
Las
fuentes de su personalidad están en su padre Prisciliano la Pichanga y en los personajes pintorescos
que conoció de niño. Desde muy chico acompañaba a su padre a vender legumbres a
las plazas de Coyuca y Tlapehuala. Tal vez de ahí su gusto por la plática viva,
la frase chocarrera, pero también los dichos y la sentencia que se escuchan en
las plazas populares. Su padre fue un hombre que la tristeza nunca flanqueó.
Dicharachero, bebedor, en su casa siempre hubo qué comer, en las primeras
décadas de la segunda centuria del siglo xx, años que la miseria y el hambre
eran muy notorios por estas tierras. A su hijo Camilo le regalaría de niño, fue
por cuestiones de trabajo, un viaje a la ciudad de México, cuando un viaje a la
capital era un gran acontecimiento. Luego se retiró de comerciante e invirtió
en fierro y echó andar una herrería. Y, como personaje de Las mil y una noches, donde la fortuna cae a los más
despreocupados, el fierro subió de precio, y la Pichanga se vio pujante en su negocio.
Su
otra fuente, el principal de los personajes pintorescos que conoció fue Ñel Pérez, panadero del pueblo. Cuando
lo conoció ya estaba viejo y era tembloroso, vestía manta siempre impecable y
con su paliacate amarrado al cuello. Era colorado y de ojos de color. Recuerda
que aparecía en las calles con un canasto sobre la cabeza vendiendo pan que él
mismo hacía. Era llevado con la gente y se tomaba muy en serio la llevada. Iba
por el camino muy abusado por si alguien le decía algo. De pasada, de varias
cuadras de distancia, alguien le gritaba: “Ñel,
fresco!”. Se paraba, dejaba de despachar si era el caso y contestaba también
con voz en cuello: “Hijo de tu puta madre, ve y dile a tu madre que se bañe
porque horita voy a ir a cogerla”. Así era por todo el camino, despachaba más
mentadas de madre que pan. Él lo admiraba, ahora recuerda, casi era su ídolo.
Tales
son las fuentes de la personalidad de Camilo. El altamiranense que voz en
cuello soltaba las palabras más impúdicas y disolutas, el llevado, su fuerte no
era el albur, era el grito pelado: “¡Hijo de tu puta madre!” “¡Mierda!” “¡Hijo
del cocho!” “¡Hijo de la verga!”.
Las
nuevas generaciones que desconocen la intención a veces no ofensiva de estas
frases, dichas como al aire, como para sí mismo, se avienen mal con ellas y Camilo
a menudo se ve envuelto por sus palabras en pequeños desastres y rencillas
cotidianas.
Antes
de volver al Camilo que está sentado a la barra de la taberna conviene saber que
de niño escuchó las prédicas del evangelio, y de joven se hizo allegado de
curas, sin embargo en sus años de madurez ha derivado en un agnosticismo
entendido en su concepción popular, ni cree y ni descree. También conviene
saber que a pesar que de niño escuchaba por la noche historias de espantos y
apariciones no cree en fantasmas, ni en el diablo, pero escucha estas historias
cuando se ofrece, regaña a quienes las cuentan por creerlas, y por último, él
las relata con tanta intensidad como si fuesen de primera mano.
Aquella
tarde Camilo había pedido más cervezas. ¡Pobre de mí!. El diablo, gran
conocedor de los hombres, y por poco padre de ellos, ya debía haber movido
algunas piezas para mi caída. Debo decir que no siempre son caídas, muchas
veces he salido triunfante. Ya en el inicio del fragor, Camilo nos lanza una
pregunta: “¡Cochos! ¿no han notado nada raro en mí?” El Topo y yo nos fijamos en él. Vestía pantalón de mezclilla y playera
de cuello. El borracho que me había hecho plática, y que estaba al pendiente de
lo que hablábamos se acercó y, pícaro, le dijo a Camilo: “¿Qué pasó, Camilo?
Nosotros te teníamos como muy hombre”. Se rio, dio un giro riéndose, nosotros
apenas le respondimos con una sonrisa, y luego se apartó. Camilo siguió sobre
su asunto. El Topo por fin le dijo: “Un
poco más delgado”, porque Camilo siempre está en lucha con los kilos de más. Ha
bajado hasta 30 kilos pero los ha recuperado. Sube de peso, pero luego baja, se
mantiene a la raya. “¡Ya no fumo, hijos de la verga!”. Varias veces ha tratado
de dejar de fumar pero vuelve a recaer. Sin embargo, esta vez ya no recaerá.
Sin caer en el prurito por la idea de una vejez sin sufrimiento, cosa muy común
en las personas de nuestras sociedades modernas, que se cuidan en extremo para
llegar más allá del dolor y de la muerte, Camilo ha llegado a una verdad: tiene
que dejar el placer del sabor del tabaco para, en cambio, seguir disfrutando de
los placeres de reposo: la serenidad y el bienestar físico.
Un
suceso le ayudó a asirse en esta resolución, y tal suceso fue el germen de este
texto. Después que nos dijo que ya no fumaba, me dijo: “Compa, te quería ver
para contarte algo que quiero que escribas”. Es la segunda persona que me
cuenta algo para que lo escriba. El primero fue Polilo Santamaría, muerto recientemente, que me contó una historia
que tal vez nunca escribiré. Yo escribo por intuiciones que me llegan. A veces
las ignoro, trato de esquivarlas, pero luego reaparecen, palpitantes para que
las escriba. Escribo a sabiendas que no me leería ni mi abuelita, y no porque
no supiera leer, sino porque no tendría tiempo para tales cosas. Al escuchar a
Camilo de que quería contarme algo para que lo escribiera no dejó menos de
asombrarme.
Y
aquí va su historia, breve pero que lo ha tocado en el alma.
Muy
de mañana o por la tardecita, para el caso da lo mismo; aunque la mañana es
hermana de la alegría y la esperanza, y la tarde es austera y triste porque nos
recuerda el fin de las cosas. Pero ahora que recuerdo debió haber sido por la
tarde, y si no fue por lo menos diré que es la hora ideal de la muerte. Camilo
subía las gradas que comienzan en el declive del cerro San Juan. Un hombre, un
tanto mayor que él, se le acercó y le posó la palma de su mano en uno de sus
hombros:
‒¿Quién
se murió ahí? ‒le preguntó aquel hombre señalándole una casucha de las que
abundan por esos rumbos.
‒¡Hijo
‘e puta! No lo sé. Yo vengo nada más a caminar ‒le contestó.
‒Pues
ahí hay un muerto ‒le dijo aquel hombre como si le fuera en ello algo
importante.
Camilo
siguió su paso no sin algún desasosiego. Entretuvo sus pensamientos en los
alrededores. El aire que corría recordaba los calores duros de esos días, el
periodo más crítico de las secas. Vio aquella panorámica con casas y casuchas
hechas con retazos de tristeza. Camilo se había encontrado a un par de
adolescentes. El hombre que le dio la información no le despegaba la vista.
Camilo interceptó a los jóvenes y les preguntó:
‒¿Hay
muerto en esa casa?
‒Sí,
señor.
‒¿Quién
se murió?
‒Nuestra
mamá, señor.
‒¿Quién
era la madre de ustedes?
‒La
taquera que vendía tacos en la avenida.
‒¿Qué
le pasó?
‒Un
paro cardiaco.
Ya
pegados a los sesenta años cualquiera tiene sus muertos, (él ya enterró a sus
padres y a dos de sus hermanas), Camilo no es de miedo, descree de cualquier
aparición o voces del más allá, Camilo de pronto es impasible, pero en ese rato
Camilo se sintió profundamente conmovido: “Me sentí como un animal”. Es la
bruma que nos envuelve cuando nos topamos contra lo que no se puede.
Camilo
dejará el placer del tabaco para sustituirlo por el placer de la tranquilidad
de su casa, por el placer de su mujer y sus hijos. Y la conversación será su
mejor paliativo: “Lo siento por mis amigos Edgardo y Noé que siempre que nos
reuníamos a tomar luego me pedían cigarros”, Pero estoy seguro que cuando nos
reunamos, como buen diablo, nos dirá: “Pero fumen, fumen, porque estos asuntos
merecen meditarse y discutirse entre el humo del tabaco”.
Aquella
tarde yo había bebido un poco más de dos litros de cerveza, “Camilo, no puedo
seguir tomando, me voy”, “Adelante, compa ‒me contestó‒, luego nos vemos”. Esa
tarde salí avante de las tretas del diablo. Agarré camino a mi casa para
escribir este texto. ~
Nota: “No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer”. Epicuro “Panegirista de los ‘placeres en reposo’ (la serenidad y el bienestar físico), advirtió que sin ellos nadie puede disfrutar tampoco de los placeres en activo, es decir las arrebatadas alegrías del cuerpo y el alma”. Citado por Enrique Serna. “Placeres en reposo”. Letras Libres. Marzo 2015.
Nota: “No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer”. Epicuro “Panegirista de los ‘placeres en reposo’ (la serenidad y el bienestar físico), advirtió que sin ellos nadie puede disfrutar tampoco de los placeres en activo, es decir las arrebatadas alegrías del cuerpo y el alma”. Citado por Enrique Serna. “Placeres en reposo”. Letras Libres. Marzo 2015.
@Noeisraelb