Miguel Ángel Leonides Jaimes, un profesor de Ajuchitlán, desapareció camino a Chilpancingo. Seis meses después, cuando ya sus restos descansaban en una fosa común, sus familiares dieron con él después de días duros de cargar con un familiar desaparecido.
El primer secuestro lo
sufrió en carretera a la altura de la población Villa Nicolás. Iba en su primer
carro que tuvo y que compró en cuarenta y cinco mil pesos. Lo llevaron a un
camino de canal de riego, lo ataron de pies y manos, pero para su suerte los
hombres que lo agarraron se descuidaron y ‒dice su padre‒: “Diosito lo ayudó
para desamarrarse y huir”. La segunda vez que lo secuestraron fue en la
carretera a Tlalchapa. Regresaba a ciudad Altamirano en un carro Jetta después de un mitin político. En
esa ocasión también lo ataron de pies y manos, lo vejaron y lo golpearon. Los
hombres que lo “levantaron” desaparecieron con el automóvil. Miguel Ángel
Leonides Jaimes sobrevivió y después localizó su carro pero ya nada más el puro
cascarón. Desanimado y turbado profundamente volvió a su casa a Ajuchitlán y
dijo que no se volvería a comprar otro carro. Su padre dio gracias a Dios que
sobrevivió a tal suceso. Miguel Ángel era profesor de escuela telesecundaria.
Impartió clases en distintas poblaciones de Tierra Caliente. Había estudiado la
licenciatura en Derecho en Chilpancingo en la Universidad Autónoma de Guerrero
UAGro, donde terminó en el 2006. Estuvo un tiempo en esa ciudad trabajando en alguna
dependencia gubernamental. Pero alguien le ofreció una plaza para profesor de
telesecundaria y aceptó. Regresaría a su tierra natal: Ajuchtlán del Progreso.
En el 2009 Miguel Ángel estaba nuevamente en la región de Tierra Caliente. En su pueblo se le reconsideró como el Profe. Era un hombre activo y ávido por salir adelante. En realidad estuvo más de diez años fuera de su pueblo porque en el 98 se había ido a ciudad Altamirano a estudiar la preparatoria No. 8 incorporada a la UAGro. De madre cocinera, que atendía un puesto de comida; de padre campesino y artesano de velas de cera que casi ya no se fabrican, Miguel Ángel presentó sus credenciales: no era alumno de excelentes calificaciones, pero sí un alumno que mantenía sus créditos pese a trabajar por las tardes y noches. No fue un alumno de dieces pero sí un alumno analítico y crítico que bien podía prender una discusión teórica con algún profesor corroído por la costumbre y la repetición. Miguel Ángel fue del número de los hombres que progresaron desde abajo, de la nada. Cuando apenas cursaba el primer año de la prepa, sus padres en viaje a Coronilla, una población de la sierra, que iban al santuario de la virgen que se encuentra en ese lugar, sufrieron un accidente y su madre falleció. Sin embargo, él terminó la prepa, se fue a Chilpancingo, se recibió de licenciado, se compró sus carritos, construyó y amplio modestamente la casa de su padre. Ahora dice este señor, don Zacarías Leonides: “La casa de mi hijo”. Casa de concreto de dos cuartos y un amplio corredor, una parte con losa y la otra con techo de láminas de zinc. Con sus treinta años, Miguel Ángel estaba saboreando la vida de un sueldo seguro, toda la vida estaba por delante.
Seis meses antes de su tercer secuestro había hecho un viaje a California para ver a sus hermanos y familiares que habían emigrado de mojados. Las fotos que se sacó allá demuestran la alegría de la vida y del encuentro, el júbilo por andar en caminos y ciudades distintas. Un viaje que pareciera que le hubiera dicho: “Disfruta porque en seis meses las cosas se van a poner mal”.
En junio de 2013 era profesor en el pueblo de San Miguelito perteneciente a San Miguel Totolapan. Tenía que hacer un viaje a Chilpancingo por trámites de la escuela. Como no tenía carro, esos viajes los solía hacer transbordando taxis y en transporte público. Salió el 21 de junio. Avisó a unas hermanas que vivían en Chilpancingo que se dirigía para allá. Pero no llegó y no volvió a llamar. Supieron de él porque les marcaron y una voz les dijo que tenían secuestrado a Miguel Ángel, que “esta vez no se nos escapa”, y les pidieron cien mil pesos como rescate para liberarlo. Zacarías Leonides, padre de Miguel Ángel, recibió la noticia. Cuenta que se pusieron a pedir cooperación en el pueblo, a pedir prestado y como quiera pudieron juntar la cantidad. Aunque les parecía poco dinero porque sabían de otros secuestros donde pedían cientos y hasta millones, se pusieron a esperar la llamada que les diera la instrucción de a dónde tenían que dejar el rescate.
Zacarías
Leonides es un hombre que está en la vejez, es difícil calcularle la edad por
su piel cobriza y porque nunca se despoja de su sombrero. Es bajo y redondo. Su
sombrero de astilla y su camisa guayabera manga larga le dan la estampa del
calentano criollo. Su tono de piel trigueño es cobrizo recalcitrante, típico de
la gente que vive bajo los soles inclementes de esta tierra. Sus ojos son
grandes y tristes cuando habla de su hijo Miguel Ángel, pero su compostura es
maciza: para desplazarse en el pueblo lo hace en una bicicleta. Con un tono de
voz parejo, con pocos ademanes y cuarteada su memoria platica que ni sus hijas
que estaban en Chilpancingo y que nadie más recibió la llamada para reclamar el
rescate. Fueron días duros por cargar con un desaparecido. El señor no entiende
por qué su hijo fue a terminar así: “Él era un muchacho bueno”, “un profesor
activo”, “muchos lo recuerdan y hasta lloran”. Será para siempre un misterio el
lugar donde lo secuestraron por tercera vez, quiénes y por qué lo mataron. No
presentaba golpes ni heridas. Todo parece indicar que lo asfixiaron.
Su padre esperaba que su hijo regresara como las otras veces lo hizo. Pero pasaron los meses y nada se supo de Miguel Ángel. Don Zacarías platica tranquilo, alza su mano para apenas remover su sombrero sin quitárselo a pesar que llevamos buen rato sentados bajo la sombra, en el interior de su zaguán donde cuelga las velas de cera que fabrica y que están envueltas en papel de estraza listas para la venta. No se acuerda de muchas cosas y maltrata a su memoria. No se acuerda si fue en febrero o marzo del 2014 cuando el licenciado que andaba investigando el paradero de Miguel Ángel les dijo que en el Servicio Médico Forence (SEMEFO) de Chilpancingo había un expediente de un muerto que había sido encontrado en un paraje de la carretera a Tlapa “¿el 22?” “¿o el 23 de junio?” (otra vez don Zacarías se impacienta que su memoria se quiebre). La información de ese muerto coincidía en mucho con la de su hijo. Entonces fue a Chilpancingo, aquel cuerpo ya lo habían echado a la fosa común junto con otros 13 muertos. Lo desenterraron. Hicieron una prueba de ADN y el resultado coincidió en un 90%. Era su hijo. De los catorce que habían echado a la fosa común Miguel Ángel había ocupado el escalafón último, así es que tuvieron que sacar todas las cajas para sacar la suya. Los que les entregaron los restos les recomendaron no abrir la caja. Lo trajeron a Ajuchitlán, y don Zacarías, señalando el patio, dice que ahí fue tendido y velado según la costumbre. Pero se arrepiente de no haber abierto la caja: “¿Qué me podía pasar?, era mi hijo, así lo hubiera reconocido bien”. Pero no abrió la caja, en el trajín del velorio no le dio por pensar eso. Sigue contando: “Una comadre de mi hijo me dijo, ‘usted no abrió la caja, hay una posibilidad que ese muerto no sea mi compadre’. Por eso no pierdo las esperanzas que mi hijo vuelva un día”.
El
altar de la casa, que está en el corredor, tiene en el centro un cuadro con la
fotografía de Miguel Ángel, juvenil y risueño, y a lado derecho un cuadro con
el retrato de su madre muerta hacía 15 años. Los dos cuadros adornados con
collares de flores de cempasúchil. Don Zacarías sale del corredor con toda la
carga de sus recuerdos que torturan su memoria fracturada. Dice que tiene que
salir a una reunión para recibir su apoyo de “65 y más”. Traspasa el zaguán y monta
en su bicicleta y se pierde en una calle sin pavimento, entre casas de hombres
que llevan la vida entre mil fuerzas y ocupaciones. Rumbos a donde Miguel Ángel
Leonides Jaimes ya no volvió con vida. □