· Guerrero no es México, pero Iguala sí era como todos los municipios del Estado de Guerrero, donde los capos tenían el control de las direcciones de seguridad y aun sacaban tajadas del erario público.
·Los presidentes municipales no es que fuesen
aliados o socios de los capos. Estaban sojuzgados bajo la sombra incómoda de
los capos. Y si no decían nada era porque en su nula transparencia también
ellos podían medrar y aspirar a otros puestos públicos.
· Diez años tuvieron los capos para desaparecer a 43 estudiantes normalistas. Diez años que tuvieron luz verde y el disimulo de coroneles del ejército y altos mandos de la policía federal.
Ciudad
Altamirano no es Iguala, pero por la entrega de la seguridad pública a los
capos es como si lo hubiera sido. El escenario tenebroso para desaparecer a 43
estudiantes estaba preparado en cualquiera de las ciudades principales del
Estado.
En
Ciudad Altamirano los capos empezaron a sonar en el 2004. De Huetamo y San Lucas,
municipios de Michoacán, llegaban de arribada esbirros que se hacían llamar zetas; y del lado de Coyuca de Catalán,
llegaban otros que se identificaban como de la banda de los pelones. La gente empezó a hablar de sus poses temibles, de sus
armas; y pronto, de su saña y sus ambiciones desmesuradas.
La
ciudad empezó a ser sitio de enfrentamientos. Los crímenes entre las bandas
enturbiaron la claridad de aquellos días. Nadie pensó que las escenas de
levantones y asesinatos del 2004 apenas eran el preludio de la ambición e
irracionalidad de los capos, de la extorsión y el secuestro. Un desbocar de
unos hombres en el mal puro: en el vacío y sinsentido. Diez años de estupor, de
zozobra, de miedo, y en muchos ciudadanos, de indignación. Diez años que saltó
del cuño una moneda que subyuga con un tintineo pavoroso e indignante: que de
un lado resalta el perfil corrompido, oneroso del gobernante; y del otro, la
sombra ominosa de los capos.
Pero
¿de dónde salieron los capos?, ¿quiénes son?, ¿por qué su ensañamiento?, ¿su
desprecio por la vida humana?. Quiero hablar de los años que precedieron la
llegada de los capos, de la década de los noventa, tiempo que me tocó vivir mi
infancia y adolescencia.
Ciudad
Altamirano era una pequeña ciudad, pujante en lo comercial, con ciudadanos
orgullosos del progreso que había alcanzado en los últimos 30 años. Treinta
años no son nada pero en ese tiempo quedaba poco del antiguo y rústico
Pungarabato. En esas tres décadas se construyeron los edificios que albergarían
las escuelas, las burocracias, los hospitales públicos y privados, y comercios a
grande escala. Ciudad Altamirano se convirtió en el emporio de Tierra Caliente.
Había un festín de burócratas favorecidos, profesionistas, médicos,
comerciantes que en pocos años se podían levantar alcázares.
Sin
embargo, por el otro lado, por más que el sector progresista brillaba por su
lujo, era notable el socavón de la pobreza y desigualdad.
En
los noventa empezaron a morir los campesinos de la última generación que
tuvieron un auténtico amor a la tierra, un arraigo por la vida del campo.
Campesinos que guardaban formas de producción y de convivencia arcaicas.
Mostraban respeto a la tradición y a los mayores, compartían sus experiencias y
vivían plenamente en el pueblo. No fue una generación de campesinos de convivencia
idílica. Siempre hubo muertes por venganza, por honor. Muchos de ellos
platicaban por experiencia de sus mayores el paso por estas tierras del grito
funesto de “¿quién vive?” que causó discordias y muertes entre hermanos y
compadres. ¡Qué generación, qué sociedad vive sin sobresaltos, sin tragedia! Luego
no dejaron de contar la violencia regional que les tocó saber durante el
transcurso de sus vidas, los últimos tres cuartos del siglo pasado: pleitos por
las tierras, reyertas inspiradas por el exceso del alcohol, desgracias
familiares. Fue la última generación de campesinos que utilizaron formas de
trabajo rudimentarias, muchos se resistieron a utilizar pesticidas y abonos
químicos para producir la tierra. Con sus antiguos modos de producción, no
comprendían muy bien la complejidad de la sociedad moderna con su aplastante
progreso.
Ahora
recuerdo su visión de las cosas, todo venía degenerando. Hombres que creían que
el pasado fue mejor, intuían que tiempos malos sobrevendrían. Tal vez su
pesimismo era por su condición propia: el abandono del campo era notorio. Sus
hijos no compartieron la mística por la vida y el trabajo del campo. Estos
fueron absorbidos por las muchas ocupaciones de las ciudades, y una gran
mayoría, terminó en los Estados Unidos. Tal vez por eso su pesimismo y sus
malos augurios. Sin embargo, los campesinos de esta generación que llegaron a
saber de la violencia de los capos, no dejaron menos de desconcertarse. Hombres
de a pie no dejaban de ver con desconcierto que unos hombres bajaran de una
imponente camioneta, armados para matar y levantar. Se quedaron perplejos como
cualquiera que diez años después se ponga a indagar la fuente primigenia de la irracionalidad
de los capos.
De
niño yo llegué a escuchar que la cocaína proveniente de Colombia no toda iría a
parar a los Estados Unidos, sino tendría que buscar mercado en nuestro propio país.
No tardó mucho. En los noventa los consumidores de cocaína eran tan notorios
como los narcotraficantes que transportaban marihuana y goma de amapola a la
frontera y al país vecino. Estos últimos cuando volvían triunfantes de sus
viajes se confundían entre las personas de los grupos progresistas. El éxito y
el dinero son falsos valores que a menudo ofuscan la vista de muchos, y
adormecen la conciencia social. El lujo y el dispendio que ostentaban los
narcotraficantes inspiraban el espejismo de grandeza que hizo pensar a muchos,
que años después habrían de morir enrolados en las bandas, que la riqueza,
aunque fuese pasajera, bien se podía conseguir en un viaje de droga a la
frontera, en un golpe de suerte. Espejismo de muchos que abrevaba en las
circunstancias de pocos: residencias modernas, carros y camionetas flamantes,
afamadas fincas, ricos ranchos.
Esos
narcotraficantes que empezaron a aparecer con sus coletazos de audacia en los
80 y ya para los noventa tenían sus historias y hazañas esplendorosas, en los
primeros años del 2000 los que no mutaron en capos, fueron asesinados. Su
dinero y su suerte se esfumaron con la llegada de las bandas. Los que
sobrevivieron, unos aún con riqueza, cayeron en traiciones, destierros,
secuestros y muertes troces.
Los
capos se cebaron en la sangre. No diré de malos porque repetir que a los que
matan y secuestran son malosos o sospechosos es como ir justificando cualquier
atentado contra vida humana.
¿Dónde
abreva el rencor vivo, la maldad pura de los capos? ¿Dónde está el surtidor de
irracionalidad, vacío y sinsentido? Bien podemos decir como Rubén Darío: en el
hombre hay mala levadura.
El
liberalismo, la democracia liberal, el libertarismo llevado a la satisfacción
de los deseos individuales más ínfimos, se suspenden ante esta vorágine de
pasiones ciegas y pareciera que se esfuman en los aires del desánimo. Los
capos, con sus impulsos macabros; los gobernantes, preocupados por la ganancia
inmediata son a la hora de estamparse en la moneda avasallante hijos legítimos del
individualismo galopante y desbocado que nuestra sociedad actual parece
ponderar. Un individualismo que cuando mucho da por pensar nada más en el
núcleo primigenio: el cónyuge y los hijos. Cierra las puertas porque las demás
cosas suceden en la calle, al vecino. Los lazos comunitarios se rompieron en
una sociedad que fragua bajo su mojigatería el egoísmo más recalcitrante:
pensar en el yo, que es lo más importante y los demás que se las arreglen como
puedan. Aún podemos ver esos lazos entrañables en pequeñas poblaciones que
comparten actividades o en grupos que tienen intereses virtuosos afines, grupos
que son nada en las grandes ciudades, donde el individualismo hace caminar con
el rostro patibulario.
Aunque
los capos salieron de las hendiduras de un submundo tan misterioso como
irracional, y los gobernantes de escenarios distintos: de buenas familias, con
estudios universitarios, del fogueo con políticos duchos en la verbosidad y
demagogia comparten el fuego del individualismo mal entendido que implacable,
devorador consume el propio seno de donde ha surgido.
Es
bueno ser optimista y actuar en ello para no caer en un optimismo ramplón. Hay
que esperar el progreso, más bien dicho hay que aprovechar las oportunidades para
concretarlo. Como la lamentable desaparición de los 43 que ha indignado a
amplios sectores de la sociedad.
Aunque
pareciera que el gobierno se resiste a implantar el Estado de Derecho, aunque
haya un amplio sector de la sociedad, que montado en el individualismo
desbocado, se dirija a la nada; una moneda corrompida y brutal no puede
predisponer ni comprar a todos. Los hombres que encarnan la justicia, por muy
mala levadura que haya en su simiente, no nada más se encuentran en las páginas
de la historia. Ni en cielos inalcanzables. A menudo nos los encontramos en la
vida cotidiana y nos sorprenden. De ahí que no todo sea nubarrones, por más que
cubran el cielo una década. De esos hombres nacerá el Estado de Derecho que
tanto urge a los mexicanos. ̴
@Noeisraelb