Una
biblioteca es un lugar que nos puede ayudar a no sucumbir. Para medir el quilataje de una ciudad debe empezarse por revisar los estantes de su
biblioteca. Oír el silencio que la resguarda. Ver el techo lo suficientemente
alto para que las ideas salten y vaguen figurándose que lo hacen en la bóveda
celeste. Ver el catálogo de libros que se han fraguado en la tradición de los
clásicos y el estudio de las ciencias liberales. Contagiarse del espíritu que
no se conforma con lo terrestre y lo material.
Cuando
una biblioteca cierra, cuando sus libros son destruidos o dispersados por
desidia, cuando una biblioteca está en manos de personas, no digamos que no le
tienen amor a los libros, sino que no entienden y no se explican cómo puede haber un espacio con
libros arrumbados y amontonados, pudiendo ocuparse ese espacio para otras cosas
más entretenidas o productivas; cuando lo anterior sucede, el mundo se detiene,
el día se oscurece, y no hay inteligencia, ni sensibilidad que ayude al hombre
en su paso atroz. No sabe que hay algo más allá de la cotidianidad, algo que permite
desterrar el aburrimiento: el libro, un instrumento que nos permite enchanchar
la imaginación para enfrentar nuestra realidad.
El
libro vive, por más que la polilla del desinterés lo aceche y, que la gente,
muy ocupada en lo instantáneo, lo menosprecie. El libro vive, decía, su mejor
momento. Es el mejor invento de nuestros días. Y las bibliotecas deben ser los
lugares idóneos para arraigar el vicio de la lectura.
El
lector ¿nace o se hace? Antes de responder esta pregunta digo que la biblioteca
pública debe estar abierta y disponible. Porque un día, el niño, el
adolescente, el joven, lleno de inquietud, guiado por el espíritu, buscará más
libros a partir del primero que leyó y que le cambió la vida, entonces llegará
a las puertas de la biblioteca. Y ¡ay de él y la sociedad si las encontrare
cerradas!
El
lector se hace solo, si bien puede recibir estímulos y provocaciones, tales
como ver a alguien cercano leer, oír la historia de Edipo Rey contada por el
subdirector de la secundaria donde estudia, ver periódicos, revistas y libros
en su casa; sin embargo, la lectura a nadie debe imponerse. La lectura y la
libertad son dos palabras asociadas en extremo. “El verbo leer no soporta el
modo imperativo”, escribió Borges.
Las
bibliotecas públicas son un bien común que debemos preservar, como deberíamos
cuidar los caminos del campo donde solemos caminar para despejarnos. Los
funcionarios de las Secretarías de Cultura deben tener por punto de partida
para sus planes a las bibliotecas públicas. Punto de partida para incentivar el
hábito de la lectura. Porque en muchos hogares no se tienen libros, ya porque
estos están muy caros, ya porque la gente piensa que leer no sirve para hacer
negocios y hacer dinero. ¡Para qué carajos se lee!
Sin
embargo, siempre habrá un adolescente, una persona que quiera extender la
conversación a través de los libros, y tal vez ande a la deriva… Tal vez para
su buena suerte encuentre a alguien que le facilite libros, un profesor, no hay
que perder de vista a los profesores, ellos tienen mucho para convertirse en
los principales incubadores del vicio de la lectura, pero si el lector
potencial no encuentra a nadie para seguir su camino, puede llegar a los
humildes templos del saber que son nuestras bibliotecas públicas. Aunque nadie
vaya. Aunque los incautos digan que los libros son letra muerta. Aunque pasemos
por ellas indiferentes e inadvertentes. Las puertas de la biblioteca deben
estar abiertas para recibir a los que quieren ver y observar el mundo a través
de la exultante ventana de la literatura.
Instituciones
y dependencias del gobierno del área de la cultura cuando se enfocan en el
problema de que se lee poco hacen campañas vistosas con quién sabe qué
resultados. Lo cierto es que hacen poco por las bibliotecas, sobre todo las de
los estados, donde se sabe, que en muchos lugares que antes fueron bibliotecas
han terminado ocupándose para otras actividades.
Se
sabe que Paco Ignacio Taibo II, actual encargado del Fondo de Cultura Económica
(FCE), regalaba, enfebrecido, cientos de ejemplares de libros a personas, que
no con menos ímpetu, se arremolinaban a su alrededor. Hace algunas semanas,
cuando su designación causó controversia, muchos recordaron esas escenas
apantallantes. ¿Qué impresión causa ver a un grupo de policías atropellándose
por un libro? Debe ser algo parecido al ver cómo llevan detenido a un hombre
por el robo de un libro.
Pero
¿es una estrategia efectiva para incentivar la lectura? Yo tengo mis dudas.
Porque ese tipo de acciones van en contra de los escritores que se apartan del
tumulto diciendo para sus mientes aquellas palabras que un día oyeron en la
soledad: “Poeta, no regales tu libro; mejor, ¡quémalo!” Esto es algo que va a
tono con la mayoría de los escritores que he conocido de oídas. Apartarse del
tumulto para el escritor significa apartarse de los reflectores, escribir y
desaparecer. Esto entraña una manera honesta para provocar a la lectura. El
libro, el texto que valga la pena llegará de algún modo a su lector.
Hay
bibliotecas que corren con buena suerte. Tienen a personas que pueden
recomendar un libro, que pueden resumir un libro, que saben de colecciones y
catálogos, que pueden distinguir los libros de superación personal (que se
venden tanto, para no hablar de calidad, que no necesitan estar en un estante
de una biblioteca pública) y, finalmente, que puede encomiar un libro de
literatura a secas.
Los
escritores de libros de superación personal utilizan la palabra para un
optimismo a conveniencia: conducir el comportamiento hacia una generalidad
imposible. El escritor a secas convoca a las palabras para que se valgan por si
solas y, esplendentes, causen en el lector inquietud y asombro y, de este modo,
el lector pueda avistar el destino del hombre.
En
pocas palabras, los libros de autoayuda te lavan el coco. Los libros de
literatura conversan contigo para tratar de comprender la realidad.
Hay
bibliotecas, decía, que tienen buena suerte, como la de Beodo, Argentina, donde
un Jorge Luis Borges, a sus 38 años fue bibliotecario, y, estoy seguro, no necesitó
guantes y sacudidor para mantener con fulgor los estantes de los libros que hay
que leer.
Dejemos
a los encargados ―consientes o inconscientes― de contagiar el vicio de la
lectura: los contadores de pasajes de las tragedias de Sófocles, los que hacen
su labor publicando sus textos y artículos en los periódicos y revistas, en los
muros de Facebook y en los blogs y, mejor, cuidemos la biblioteca pública: ese
espacio que muchos quisieran ver reducido a la vulgaridad o a lo que llaman
asuntos de necesidad apremiante, cuidemos ese lugar porque cuando cierra una
biblioteca, el mundo, ténganlo seguro, se jode enormemente.