Hace
tiempo yo visitaba a una familia de Buenavista, un rancho con recuerdo de
huertas de mangos y limoneros. La familia la componían un matrimonio joven con
cuatro hijos, el mayor de ellos era un adolescente, y los abuelos: unos
ancianos que todas las mañanas buscaban huevos de gallinas en los nidos, y que
se dedicaban al comercio de servilletas y manteles en la ciudad. Sus rodillas con reúmas, sus manos laboriosas
y sus palabras que hablaban de un pasado mejor recordaban sus vidas en los
trabajos del campo.
Buenas
horas entretuve escuchando sus pláticas. Pero yo llegaba con Martín, hijo de
los viejos; y con su mujer: Catalina. Eran personas amables, buenos anfitriones
y nunca los miré con dificultades para conseguir sus alimentos. Y eso que
servían sabrosos platillos, cada comida era un banquete. Habían hecho su casa
en dirección y a unos metros de la casa de los abuelos. Así es que siempre que
visitaba a Martín, esperaba las buenas horas de charla con los viejos.
Yo
vivía en la Ciudad de México, y para irlos a visitar me hacía cinco horas de
viaje en autobús. Una noche, triste por unos amores no correspondidos y
afligido porque mis ilusiones empezaban a tornarse grises, me dirigí a la terminal de autobuses para
viajar a Buenavista. La gran Ciudad, en apariencia de mujer, era mi desventura,
y la Ciudad, ustedes saben, en tales condiciones envilece a uno cuando no lo
encamina a la locura. La tristeza opacó mi memoria porque no recuerdo nada del
camino. Nada más cuando al amanecer me encontré en la casa de Martín y
Catalina. Siempre que llegaba veía destellos de alegría en sus rostros, y las
actividades cotidianas recobraban nuevos bríos. Sin embargo, en aquella mañana
todo anduvo muy tranquilo, y, más que tranquilo, pesaroso, como cuando se está
al pie del lecho de un moribundo que no pasará del día. Y esto era porque un
león había llegado quien sabe de dónde, porque por ahí nunca los hubo, y
merodeaba la zona. En los días anteriores de mi visita —me platicaron— había estado nublado y con una lluvia intermitente. Por eso las gentes del pueblo aguardaban dentro de sus
casas, aguardaban preocupadas y temerosas del león. La casa de Martín, al igual
que la de sus padres, no eran construcciones cerradas, eran con pilares y
pretiles que daban al patio. Pero las habían cerrado con tela mosquitera. “Cosa
nada para las garras del león”, pensé. Pero luego, como adivinando mi
pensamiento, me explicaron que el león les respetaba ese límite. Esto me tocó
comprobarlo después. Aquella mañana que llegué, salió un poco el sol. Los
abuelos salieron a orear sus cobijas, Catalina también salió a colgar un poco
de ropa que había lavado, y yo aproveché para salir al patio. Entonces,
consternada y sin dejar de tender sobre un alambre tirante, Catalina me platicó
del león: había devorado a una mujer loca del pueblo que no entendió del tamaño
del peligro y que nadie alcanzó a encerrarla. Me señaló un fémur que estaba en
el centro del patio y me dijo que era de la mujer loca, que el león lo había
llevado como señal de su límite.
El
patio era grande, con palmeras y otros árboles sembrados con esperanza. Más
allá del patio seguían terrenos de sembradío, más allá, en esa mañana lo supe,
corría el río. Aproveché que dijeron que a esas horas el león andaba lejos —no se escuchaba su rugido— para bajar al río. La playa no era de tierra
lisa y blanda de bajial, sino un terreno hostil de piedras picudas y filosas.
Pero el río era de agua diáfana que me jalaba con su rumor incesante. Caminé
buen trecho de la playa sobre las piedras que hacían agujeros en mis zapatos.
Antes de llegar al río encontré una fosa de agua cristalina excepcional. Un
lucimiento de la naturaleza. Una fosa de piedras blancas y lisas hecha para los
baños y esparcimiento de una deidad. Un grito angustiado del hijo mayor de
Martín me sacó de mi embeleso. El león se aproximaba. Su rugido se escuchaba
lejos pero amenazante. Quise correr pero el filo de las piedras me lo impidió.
Fui dando zancadas. Aún no salía del tramo pedregoso cuando volteé la cara y vi
al león ya de este lado del río. El adolescente, que estaba en el patio, quería
que sus gritos cayeran en mi espalda y se enterraran como alas para levantarme.
Mis zapatos se quedaron clavados en las piedras picudas pero alcancé a salir de
la playa. Apreté carrera, crucé el terreno de sembradío, crucé el patio y me
metí en la casa de Martín. Nada más volteé los ojos al patio y ahí estaba el
león, como un rey encarnizado que hubiera perdido la razón, como un soberano
destronado. Echó un rugido de temblor del fin de los tiempos y se quedó un rato
en el patio, garboso, con su pelambre luciente de majestad perdida. Yo murmuré
que corríamos peligro, que éramos presas fáciles porque la frágil tela
mosquitera que nos dividía del león no era nada para su garra y potencia. Pero
nuevamente me tranquilizaron. El león respetaría aquel límite simbólico. Pero
no me conformé. Como quiera el león nos tenía a la raya, sin dejarnos salir
siquiera al patio. El león empezó a rumiar
el hueso de la mujer loca que derrengó y devoró. Estuvo un buen rato
ahí, luego se regresó por donde había venido. Su rugido potente se fue apagando
poco a poco.
Tenía
pensado quedarme tres días en la casa de Martín, pero ese mismo día me regresé.
Martín me sacó por lo poblado, por donde el león no llegaba, y sin embargo, por
el camino, los dos fuimos temerosos. Dije que pronto volvería pero hasta la
fecha no he vuelto. Por el camino fui pensando cómo era posible que Martín y su
padre, que siempre me habían platicado de valentía y hechos de armas, no
pudieran salir a cazar al león y vivir tranquilamente. Algo que estaba fuera de
sus alcances —razoné— y tal vez hasta del entendimiento, los hacía
vivir sometidos a los rugidos del león.
Ilustración: EKO. La Esfinge. Laberinto 12/01/19.