A Juan Pablo Guerrero, que platica con un profesionista cubano empobrecido
Vida cotidiana de Ciudad Altamirano a mediados del siglo xx |
Cuando
yo conocí a Viridiana Núñez ella era una anciana de ochenta años. Me acuerdo bien. Su casa era como la de los
pobres de ese tiempo: de cercados de carrizo, una casa chiquita pero siempre
con espacio para meter a los niños que sus nietas y bisnietas le llevaban.
“Luego vuelvo por el guache, ‘ma Viridiana”, le decían, pero nunca
volvían. Así es que el corazón de Viridiana tenía que ver cómo agenciarles un
taco a aquellos niños que todos los días eran un remolino.
Por
ese tiempo vivía un hombre que se llamaba Cándido Zúñiga, quien en parte de su
tierra sembraba caña dulce; él le tenía buen aprecio a la vieja Viridiana y él
mismo le decía, cuando era la temporada, que fuera a cortar las cañas que
quisiera. Ella no se hacía del rogar e iba con los chamacos que podían cargar
algún manojo. Las cañas las partían y aquellos niños se distribuían a venderlas
en todo el pueblo. Era cuando empezamos a convertirnos en población grande.
Viridiana
Núñez fue la primera en armarse de ganchos e irse por las pinzaneras para cortar pinzanes
y venderlos por charolas y dobles. Me acuerdo que le decían: “¡Quién te va a
comprar!”. Pero ella, acompañada de sus bisnietos, iba casa por casa vendiendo
los pinzanes que en el campo estaban
a manos de quien quisiera cortarlos.
De
alguna o de otra forma aquella mujer tenía que dar la cara por aquellos niños
que no tenían padre ni madre para que vieran por ellos. Y lo hizo a fuerza de
espinazo y pulmón. Me acuerdo bien que decía: “Alguno de tanto que crié, algún
día me dará una patada en el culo”. Aquellos guaches nomás daban el estirón a muchachos y desaparecían del
pueblo. Y que yo sepa ninguno regresó a ver por Viridiana Núñez. Nomás a las
que se miraba volver era a las nietas y bisnietas que lo hacían porque llevaban
alguna criatura de brazos y decían que para sus ocupaciones esos niños les
hacían estorbo. Y como les dije desde un principio, en aquella casita de
cercado siempre había un espacio para un nuevo llanto. ¡Yo me acuerdo bien!
Así
aguantó otros diez años. Después las piernas le empezaron a fallar. Ya no salió
más al campo, ya no salió más a vender pinzanes.
Pero por esos días todavía tenía una ringla de niños que pedían su comida.
Viridiana Núñez, que acostumbrada a engañarles el hambre con sopas de leche,
que no eran más que tortillas batidas en leche con una pizca de sal,
entristeció. Eran largas sus noches pensando que su infortunio había llegado
antes de la hora. Fue cuando se le escuchó decir que tenía que recurrir a lo
último que tenía.
—¿Qué
es lo último que tiene? —le preguntó el mayor de los bisnietos, quien tenía
once años de edad.
—¡Nada,
hijo! ¡Nada!... Nomás me queda mi alma —dijo Viridiana Núñez, encorvada;
sostenida de su mula, que así le
llamaba a su bordón.
Esperó
todo el tiempo, durante las madrugadas, con su delgado sueño, pero casi siempre
en vigilia. Sin ver la luna y las estrellas, obstinada y temerosa del abismo de
la perdición de su alma. Esperaba metida en su camisón eterno, como si fuera un
puño de huesos sin vida, al amigo que le dijera: “Ya llegué, por mí has estado
esperando, ¿qué son los amigos?”
Una
madrugada se quedó dormida, y, a través de su sueño, escuchó: “Llegaré con un
viento suave, como un susurro que apuntalará tu vida”. Ella esperó porque su
ilusión era ver crecer a aquellos niños: “Hasta que siquiera sepan defenderse”,
decía. De vez en cuando sopesaba el costal de maíz, casi vacío. “Debe llegar
antes que ponga la última tina de nixtamal”. Un bisnieto la encontró hablando
sola, le preguntó que quién vendría, y ella le contestó: “Alguien que quiera
cargar con esta vieja ya después de muerta”.
Y
así ocurrió. Mientras caminaba por el patio paso a pasito durante una madrugada
le llegó el viento suave que la envolvió en un sueño tibio donde sus rodillas
supieron de nuevos alientos. Amaneció dormida de pie. Los nietos, más
divertidos que otra cosa, la despertaron. Uno de ellos le dijo: “ ‘Ma Viridiana, ya no hay maiz para poner nixtamal”. Ella los
apartó para dirigirse al baño, y si uno no le dice que tuviera cuidado en no
caerse porque no traía el bordón, ella no se hubiera dado cuenta que ya podía
caminar sin su mula. Ya en cuclillas,
dentro del chiquero cercado de paja de ajonjolí que ocupaba para hacer de sus
necesidades, vio enclavado un chucho
de billetes en un lugar que nada más estaba concedido a sus ojos. Salió con el
ánimo renovado, con sus rodillas rejuvenecidas. Pidió su mula que siguió usando más por costumbre que por necesidad. ¡De eso
yo me acuerdo bien!
Así
vivió otro tiempo Viridiana Núñez. Pudo ver crecer a sus bisnietos y darles de
comer hasta que pudieron defenderse de la vida.
Cuando
el menor de ellos cumplió los trece años, ella reunió a los últimos tres que le
quedaban en su casita de cercado de carrizo, y les dijo que ahora sí, ya no
podía más, que se iba contenta porque ya estaban hombrecitos. Los tres se
admiraron y quisieron animarla con palabras nobles, pero ella no quiso alargar
el tema y les pidió nada más un favor: que en cuanto muriera la enterraran sin
dilación en su patio. ¡Cómo no me voy acordar!
A
los días vieron que su cuerpo se encogió y que difícilmente se movía, como si
todos los años de la enfermedad le hubieran caído de sopetón. En un amanecer la
encontraron tirada en el chiquero. Estaba con la cara sobre sus aguas mayores, rodeada
de billetes embarrados de excremento. ¡Cómo no lo voy a recordar! Si yo era el
menor de los últimos que crió, pero yo ya era su tataranieto. ¡Cómo no me voy a
acordar! Si yo fui el que se quedó a sepultarla en el patio porque ella no
quiso en el panteón. Los otros dos nomás la vieron tirada en el chiquero y se
marcharon. Yo hice el hoyo para enterrarla, se me hizo fácil, era suave el
terreno y daba hasta gusto enterrar la pala y sacar aquella tierra blanda.
Nomás terminé de aplanarle la tierra que la cubría y me fui a buscar a Cándido
Zúñiga. Ella me había recomendado que luego que muriera fuera a buscarlo y le
pidiera trabajo: “Dile que lo haga por mí, por la estimación que me tuvo”. Ahí
me quedé a trabajar. Ahí trabajé hasta que Cándido Zúñiga murió. De eso me
acuerdo y de eso les he platicado. Pero ya de lo otro no sé nada. También a mí
me dijeron que esa noche los animales no dejaron dormir al vecindario, que los
perros no podían estar de temerosos y que espantaban con sus aullidos, y que
las gallinas andaban en el patio, cacareando, anunciando una calamidad que en
ese momento nadie podía vislumbrar. Muchos durmieron en el patio porque
pensaban que iba a temblar. Pero no ocurrió ningún temblor. Al amanecer, la
novedad fue que el cuerpo de Viridiana Núñez fue desenterrado. Pero les aseguro
que yo hice el pozo como debe de ser, de seis pies de hondo para que no se
salga ningún muerto.