˗¿Y luego? ˗me preguntó.
˗Pues quiero aprovechar
este dinerito para viajar a Petatlán. ¿Sabe?, mi suegro murió con ganas de ir a
ver al señor de Petatlán. La enfermedad ya no se lo permitió. Por eso mi mujer
quiere hacer ese viaje, para pagar la manda
de su padre si es que la hubo.
El hombre que me
preguntaba se impacientó. Me ofreció un cigarro y nos pusimos a fumar. Luego
nos echamos a andar hacia la catedral. La tarde caía, a nuestras espaldas el
sol se ocultaba detrás del cerro. El hombre que era de pláticas suaves, tal vez
por la familiaridad de otras charlas, quería decirme algo que salía de su tono.
Se mordisqueaba las puntas de los dedos. En la catedral había albañiles
trabajando. Bien se adivinada que adentro había una multitud afanosa en remozar
la construcción.
˗¿Cómo irá a quedar la
catedral? ˗me pregunté a mí mismo y sin querer di pie para que aquel hombre me
soltara lo que traía entre manos:
˗¿Tú crees que ahí esté
Dios?. No, por cierto. Mucho costará la obra, dinero que sale de las limosnas
de los feligreses. Si la iglesia repartiera ese dinero…
Trató de acordarse de
una cita bíblica para hacer referencia que Dios se encuentra en el lugar más
humilde e insospechado, pero no se acordó. Yo, que me sé aquella metáfora: “ves
la paja del ojo de tu hermano pero no ves la viga que atraviesa el tuyo”,
tampoco me acordé. Luego Añadió:
˗No le veo sentido que
vayas a Petatlán. Si buscas a Dios lo puedes encontrar donde tú te encuentres.
Pero bueno… cada quien.
No apagábamos los
cigarros. Seguimos caminando. Llegamos al mercado y doblamos en la Avenida para
regresar por la última calle de la ciudad. El mercado, dos callejones lúgubres
de los puestos del oro y la catedral abarcan toda la cuadra. Así es que
teníamos que pasar por el otro costado de la iglesia. El sol había declinado y
la tarde empezaba a pardear. Enfrente de la puerta lateral del atrio mi
acompañante me volvió a asaltar con otra pregunta:
˗¿Quién vive ahí? ˗apuntó con la mirada una casona de
estilo de los adinerados del viejo Pungarabato: techo de teja a dos aguas, muros
elevados, y con portal; dos ventanales y tres puertas de dos hojas de cedro, la
puerta principal más alta y ancha que las otras, todo con marcos de cantera. La
fachada, pues, anuncia que adentro hay aposentos suntuosos decorados con
ajuares de lujo.
˗No sé ˗contesté y observé cómo unos jóvenes bajaban de una
camioneta notable una parrilla para azar y dos charolas de cerveza para
meterlas a dicha casa.
˗¿De veras no sabes? Es
la casa del señor obispo ˗dijo como para coronar sus ideas, y para rematar
añadió: ¿De dónde sale el dinero para vivir con tanto lujo?...
Dos cosas me llamaron
la atención de mi interlocutor. La primera es que quien me decía que Dios no se
encuentra en la iglesia sino en el hombre de fe y con limpio proceder, lo he
visto más de una vez conduciendo piadosamente a su familia dentro del templo.
Se asume como católico, pero esto no le impide a ejercer una crítica, y esta
será bienvenida siempre porque se aproxima al punto de equilibrio entre el
insolente sin miramiento y aquel que le da mucha importancia a las reglas y
prácticas exteriores del Evangelio.
Decir que si el clero
repartiera su riqueza, que si fundiera todo el oro de sus altares para
repartirlo entre los pobres a parte de un lugar común se me hace un
despropósito. La desigualdad siempre existirá. Siempre habrá quien tenga oro
más que otro. Tengo en mis manos una frase de George Steiner (París. 1929): “La
riqueza no debe envidiarse ni condenarse”. Hay otras cosas a que dedicarse: a
leer, a caminar por los campos y buscar la virtud. No hay por qué apetecer o
vilipendiar, porque como el mismo Steiner ha dicho: “el dinero sí despide un
olor. Casi siempre, a muerte” (Canta dinero a la diosa. Letras Libres, 189).
La otra cosa que me
llamó la atención fue que el hombre que ve con malos ojos el lujo de la casa
del obispo sea un hombre que tiene lo suyo: carros, propiedades, casas, fortuna
en el sentido del contador y del banquero. Él puede alegar que todo lo que
posee es producto de su esfuerzo y dedicación. Nadie podría descartarlo. Pero
los hombres, así los más grandes y ricos no están libres de la Fortuna, esa
rueda que da a unos hombres a manos llenas y, a otros, miseria y desdicha. Todo
esto no se lo quise contar a mi conocido por temor a caer en la indiscreción
con lo que tiene.
Se acabó la calle y
apagamos los cigarros. Aunque él no lo creyó, quién sabe si me piensa un
creyente dogmático (donde que tengo mis mares bravos de duda y crítica contra
los padres que no sacan jugo a sus horas silenciosas de lectura saliendo al
encuentro del hombre anquilosado y provocándolo por medio del arte. En nuestro
país hemos tenido notables ejemplos de padres que han derivado en grandes
artistas y estudiosos. No sé de ningún caso en mi región); pienso que cada
quien por su lado llegó, en esencia, a las mismas conclusiones: a veces detrás
de la cruz está el Diablo, a veces las cucarachas de los templos pisan con
patas de chivo y de gallo. Que Dios está en el tiempo y espacio del hombre que
llora de arrepentimiento, está con el que le llama de corazón y en el fulgurante
acto de amor al prójimo. Está a la cabecera del catre mudo del enfermo. Puede
estar en la habitación oscura y sencilla del pobre pero también en la mansión
del rico que sazona sin ostentación sus días con obras pías y caridad. Dios
está al lado del desgraciado porque él comprende sus íntimos y profundos
dolores. Está al lado del hijo caído que se derrumba al abismo del suicidio y
la locura.
˗Cuando entro a una
iglesia, me da por admirar la obra del hombre, la creación del artista. Ya
después habrá tiempo para pequeñas disertaciones filosóficas y de ética ˗le
dije al hombre que veía sin sentido mi viaje a Petatlán, no le cayeron muy bien
mis palabras, pero continué˗: Usted mismo cuando viaja a otra ciudad y se
encuentra a su paso con iglesias de construcciones majestuosas se saca fotos
que luego enseña a sus amigos. Antes de saber si Dios está ahí, hay esa
admiración por el ingenio del hombre plasmado en la arquitectura. Además, voy a
Petatlán porque me tocó nacer y criarme en este lado del mundo entre hombres
pobres y rústicos que reflejan su sensibilidad en danzas y peregrinaciones. Es
una práctica inmemorable y letal como llevarle flores a los muertos. Sé, por Las mil y una noches, que quien se
precie de ser hijo de Mahoma por lo menos una vez en la vida debe visitar la
Meca.
Sentí que no oyó mis
palabras. No quiso oírlas. Mala costumbre de los hombres de no escuchar y
tratar de entender. Ya era la nochecita, agarré para mi casa y seguí cavilando:
Las construcciones de
las iglesias tienen un encanto para mí que pude trasladar en palabras cuando
leí el discurso que dio José Vasconcelos en 1922 por la inauguración del
edificio que albergó a la Secretaría de Educación: “Tenía una unción como de
templo: salas muy amplias para discurrir libremente y techos muy altos para que
las ideas puedan expandirse sin estorbo. ¡Solo las razas que no piensan ponen
los techos a la altura de la cabeza” (Citado por Enrique Krauze. Vasconcelos:
libros, aulas, artes. Letras Libres,
Julio 2010).
He leído que el primer
pensamiento de todos los desgraciados es dirigirse a la iglesia, dirigirse a
Dios, yo también en mis andanzas de peregrino de este mundo me he detenido en
el quicio de un templo, y he entrado para descansar mis sueños en el colchón de
la esperanza. Más aún un día entré en uno donde había libros, influjo de José
Vasconcelos que creyó que la lectura es el motor principal para el desarrollo
de los hombres, y ahí no han dejado de discurrir las ideas libremente.͠
Septiembre 30 2014