septiembre 30, 2014

¿Dónde está Dios?

˗¿Y luego? ˗me preguntó.
˗Pues quiero aprovechar este dinerito para viajar a Petatlán. ¿Sabe?, mi suegro murió con ganas de ir a ver al señor de Petatlán. La enfermedad ya no se lo permitió. Por eso mi mujer quiere hacer ese viaje, para pagar la manda de su padre si es que la hubo.
El hombre que me preguntaba se impacientó. Me ofreció un cigarro y nos pusimos a fumar. Luego nos echamos a andar hacia la catedral. La tarde caía, a nuestras espaldas el sol se ocultaba detrás del cerro. El hombre que era de pláticas suaves, tal vez por la familiaridad de otras charlas, quería decirme algo que salía de su tono. Se mordisqueaba las puntas de los dedos. En la catedral había albañiles trabajando. Bien se adivinada que adentro había una multitud afanosa en remozar la construcción.
˗¿Cómo irá a quedar la catedral? ˗me pregunté a mí mismo y sin querer di pie para que aquel hombre me soltara lo que traía entre manos:
˗¿Tú crees que ahí esté Dios?. No, por cierto. Mucho costará la obra, dinero que sale de las limosnas de los feligreses. Si la iglesia repartiera ese dinero…
Trató de acordarse de una cita bíblica para hacer referencia que Dios se encuentra en el lugar más humilde e insospechado, pero no se acordó. Yo, que me sé aquella metáfora: “ves la paja del ojo de tu hermano pero no ves la viga que atraviesa el tuyo”, tampoco me acordé. Luego Añadió:
˗No le veo sentido que vayas a Petatlán. Si buscas a Dios lo puedes encontrar donde tú te encuentres. Pero bueno… cada quien.
No apagábamos los cigarros. Seguimos caminando. Llegamos al mercado y doblamos en la Avenida para regresar por la última calle de la ciudad. El mercado, dos callejones lúgubres de los puestos del oro y la catedral abarcan toda la cuadra. Así es que teníamos que pasar por el otro costado de la iglesia. El sol había declinado y la tarde empezaba a pardear. Enfrente de la puerta lateral del atrio mi acompañante me volvió a asaltar con otra pregunta:
        ˗¿Quién vive ahí? ˗apuntó con la mirada una casona de estilo de los adinerados del viejo Pungarabato: techo de teja a dos aguas, muros elevados, y con portal; dos ventanales y tres puertas de dos hojas de cedro, la puerta principal más alta y ancha que las otras, todo con marcos de cantera. La fachada, pues, anuncia que adentro hay aposentos suntuosos decorados con ajuares de lujo.
˗No sé ˗contesté  y observé cómo unos jóvenes bajaban de una camioneta notable una parrilla para azar y dos charolas de cerveza para meterlas a dicha casa.
˗¿De veras no sabes? Es la casa del señor obispo ˗dijo como para coronar sus ideas, y para rematar añadió: ¿De dónde sale el dinero para vivir con tanto lujo?...
Dos cosas me llamaron la atención de mi interlocutor. La primera es que quien me decía que Dios no se encuentra en la iglesia sino en el hombre de fe y con limpio proceder, lo he visto más de una vez conduciendo piadosamente a su familia dentro del templo. Se asume como católico, pero esto no le impide a ejercer una crítica, y esta será bienvenida siempre porque se aproxima al punto de equilibrio entre el insolente sin miramiento y aquel que le da mucha importancia a las reglas y prácticas exteriores del Evangelio.
Decir que si el clero repartiera su riqueza, que si fundiera todo el oro de sus altares para repartirlo entre los pobres a parte de un lugar común se me hace un despropósito. La desigualdad siempre existirá. Siempre habrá quien tenga oro más que otro. Tengo en mis manos una frase de George Steiner (París. 1929): “La riqueza no debe envidiarse ni condenarse”. Hay otras cosas a que dedicarse: a leer, a caminar por los campos y buscar la virtud. No hay por qué apetecer o vilipendiar, porque como el mismo Steiner ha dicho: “el dinero sí despide un olor. Casi siempre, a muerte” (Canta dinero a la diosa. Letras Libres, 189).
La otra cosa que me llamó la atención fue que el hombre que ve con malos ojos el lujo de la casa del obispo sea un hombre que tiene lo suyo: carros, propiedades, casas, fortuna en el sentido del contador y del banquero. Él puede alegar que todo lo que posee es producto de su esfuerzo y dedicación. Nadie podría descartarlo. Pero los hombres, así los más grandes y ricos no están libres de la Fortuna, esa rueda que da a unos hombres a manos llenas y, a otros, miseria y desdicha. Todo esto no se lo quise contar a mi conocido por temor a caer en la indiscreción con lo que tiene.
Se acabó la calle y apagamos los cigarros. Aunque él no lo creyó, quién sabe si me piensa un creyente dogmático (donde que tengo mis mares bravos de duda y crítica contra los padres que no sacan jugo a sus horas silenciosas de lectura saliendo al encuentro del hombre anquilosado y provocándolo por medio del arte. En nuestro país hemos tenido notables ejemplos de padres que han derivado en grandes artistas y estudiosos. No sé de ningún caso en mi región); pienso que cada quien por su lado llegó, en esencia, a las mismas conclusiones: a veces detrás de la cruz está el Diablo, a veces las cucarachas de los templos pisan con patas de chivo y de gallo. Que Dios está en el tiempo y espacio del hombre que llora de arrepentimiento, está con el que le llama de corazón y en el fulgurante acto de amor al prójimo. Está a la cabecera del catre mudo del enfermo. Puede estar en la habitación oscura y sencilla del pobre pero también en la mansión del rico que sazona sin ostentación sus días con obras pías y caridad. Dios está al lado del desgraciado porque él comprende sus íntimos y profundos dolores. Está al lado del hijo caído que se derrumba al abismo del suicidio y la locura.
˗Cuando entro a una iglesia, me da por admirar la obra del hombre, la creación del artista. Ya después habrá tiempo para pequeñas disertaciones filosóficas y de ética ˗le dije al hombre que veía sin sentido mi viaje a Petatlán, no le cayeron muy bien mis palabras, pero continué˗: Usted mismo cuando viaja a otra ciudad y se encuentra a su paso con iglesias de construcciones majestuosas se saca fotos que luego enseña a sus amigos. Antes de saber si Dios está ahí, hay esa admiración por el ingenio del hombre plasmado en la arquitectura. Además, voy a Petatlán porque me tocó nacer y criarme en este lado del mundo entre hombres pobres y rústicos que reflejan su sensibilidad en danzas y peregrinaciones. Es una práctica inmemorable y letal como llevarle flores a los muertos. Sé, por Las mil y una noches, que quien se precie de ser hijo de Mahoma por lo menos una vez en la vida debe visitar la Meca.
Sentí que no oyó mis palabras. No quiso oírlas. Mala costumbre de los hombres de no escuchar y tratar de entender. Ya era la nochecita, agarré para mi casa y seguí cavilando:
Las construcciones de las iglesias tienen un encanto para mí que pude trasladar en palabras cuando leí el discurso que dio José Vasconcelos en 1922 por la inauguración del edificio que albergó a la Secretaría de Educación: “Tenía una unción como de templo: salas muy amplias para discurrir libremente y techos muy altos para que las ideas puedan expandirse sin estorbo. ¡Solo las razas que no piensan ponen los techos a la altura de la cabeza” (Citado por Enrique Krauze. Vasconcelos: libros, aulas, artes. Letras Libres, Julio 2010).
He leído que el primer pensamiento de todos los desgraciados es dirigirse a la iglesia, dirigirse a Dios, yo también en mis andanzas de peregrino de este mundo me he detenido en el quicio de un templo, y he entrado para descansar mis sueños en el colchón de la esperanza. Más aún un día entré en uno donde había libros, influjo de José Vasconcelos que creyó que la lectura es el motor principal para el desarrollo de los hombres, y ahí no han dejado de discurrir las ideas libremente.͠


Septiembre 30 2014