La vida tiende al desorden, el hombre a la nada. La
desidia, la dejadez contribuyen para el desorden. Hay intentos por ordenar al
mundo. Una casa descombrada, un inventario son intentos cotidianos para revertir
la tendencia natural hacia el desorden; una Obras
completas, una obra de Arte son intentos para salvar al hombre de la
dispersión y de la nada.
Apenas llega el día feliz y el día pesaroso, el mundo luego se aparta, se aleja. ¡Quién sabe cómo llegamos! ¡Quién sabe hacia dónde vamos!
Si el hombre marcha hacia el polvo y la nada, ¿por qué el universo no habría de dirigirse hacia su destrucción? La teoría científica más aceptada hoy en día para explicar el origen del universo, el Big Bang, “La gran explosión” (no porque ocurriera como tal; este modelo sostiene que el mundo surgió de una singularidad del átomo primitivo seguida de la expansión del propio espacio [Georges Lemaître, 1927]. Si así se le llama fue porque Fred Hoyle, detractor de dicha teoría y a quien le sonaba a mito de la Creación divina dijo en 1949 para minimizarla y mofarse que el modelo descrito era sólo un big bang) no deja de lado aproximaciones de su propia destrucción: el Big Crunch “gran colapso”, la materia se comprimiría en el átomo primitivo; el Big Rip, “el gran desgarramiento”; o “la muerte térmica”, la expansión disminuiría su velocidad pero nunca se detendría. La temperatura del universo podría acercarse al cero absoluto. La destrucción es el destino del universo.
El hombre también deja de expandirse. La criatura favorecida con la conciencia para discernir entre el bien y el mal. La criatura inteligente que puede emprender los proyectos más sublimes pero también los más bajos y descabellados. Ese ser luminoso que pasa como sombra por el mundo se dirige a dispersarse en polvo, a la nada.
¿Qué hay que hacer ante la destrucción, ante la nada?
No hay que desanimarse ni caer en el vacío.
Hay que asomarse a la ventana del Arte donde las pasiones y el destino de los hombres nos hablan ya matizados por la sensibilidad del artista. Hay que saltar la ventana y escapar hacia ese camino del ideal inmenso, la savia de la vida. La obra que se alcanza por sentimiento puro y sincero. La armonía de la materia que sostiene al mundo y que impide que se resquebraje.
Una alma angustiada hizo decir a Fiódor Dostoievski: “La belleza salvará al mundo” (1867). Para el escritor ruso la fuente de la belleza era Cristo y el Evangelio (el amor al prójimo), fuente de aguas cristalinas que debió ser reflejo y estro para que el gran novelista, situado en los rincones más lóbregos y escabrosos de las pasiones humanas, nos dejara grandes obras de la literatura. Si para Dostoievski, Cristo era la fuente del Arte, para Rubén Darío, Cristo y Arte eran agua castalia cuya claridad anima y levanta el espíritu de quien se detiene a mirarse en ella. Apenas un cuarto de siglo después que Dostoievski dijera su frase, Rubén Darío escribió en su poesía inicial de Cantos de vida y esperanza: El Arte puro como Cristo exclama: Ego sum lux et varitas et vita! “Yo soy la luz y la verdad y la vida”.̴
Agosto
31 2014