De niño conoció a
Daniel Pérez. Ya estaba viejo y era tembloroso, vestía manta siempre impecable
y con su paliacate amarrado al cuello. Era colorado y de ojos de color.
Recuerda que aparecía en las calles con un canasto sobre la cabeza vendiendo
pan que él mismo hacía. Era llevado con la gente y se tomaba muy en serio la
llevada. Iba por el camino muy abusado por si alguien le decía algo. De pasada,
de varias cuadras de distancia, alguien le gritaba: “Ñel, fresco!”. Se paraba, dejaba de despachar si era el caso y
contestaba también a voz en cuello: “Hijo de tu puta madre, ve y dile a tu
madre que se bañe porque horita voy a ir a cogerla”. Así era por todo el
camino, despachaba más mentadas de madre que pan. Él lo admiraba, ahora
recuerda, casi era su ídolo. ̴