Sentado
en una silla de ruedas, vestido con ropa ligera de convaleciente; la extremidad
cortada cubierta con algún trapo que deja visible el muñón vendado ante sus
lágrimas silenciosas, deja atrás la pálida y triste habitación del hospital.
Sale ensimismado pero con un semblante tranquilo que poco a poco recuperará el arrebol de la esperanza. Aunque salga sin pierna, aunque el horizonte sea turbio,
la salida de aquella habitación le anuncia íntimamente el encuentro con el
fulgor de los días de sol.
Cuando
sale de su ensimismamiento su semblante es de asombro porque está dispuesto a
reconocer las cosas y los nombres como después de una larga ausencia. Es
afable, en un principio no busca comprensión, sino él empieza a comprender al
mundo.
Sale
del hospital con semblante augusto, propio de la franqueza cuando no hay nada
que fingir, nada que disimular.
Llega
a su cuarto donde una mullida cama lo espera como hacía tiempo no lo esperaba.
El cuarto está descombrado. Apenas con lo indispensable para el convaleciente.
Los primeros días en casa son soporíferos. Los ratos que está despierto sabe
que es de día por el movimiento de sus familiares y por la poca claridad que
entra en su cuarto. De pronto siente que tiene sus dos piernas y, por lo tanto,
que no hay por qué estar tirado, ¡hay que levantarse!, pero recuerda de su
sueño, prende la luz a horas de la madrugada y se desengaña: ve que ha perdido su
pierna para siempre.
Entonces
su mirada, que estará por un tiempo encerrada en cuatro paredes, verá pasar los
recuerdos que le llegan. Los sueños, que son engañosos unas veces; otras,
reveladores, le ayudarán a contemplar más límpidos los recuerdos de sus buenos
tiempos. Se da cuenta que tuvo un paraíso que ha quedado en el pasado,
inalcanzable.
Su
mirada ve hacia lo alto, nada más hasta el cielo raso. Podría mirar el cielo
azul, profundo; pero aún no se anima a salir.
El
amanecer lo encuentra con su mirada resignada porque ya comprendió que a pesar
de la risa y de las cosas buenas que le ocurren al hombre, se termina por
perder. Ese amanecer le susurra que a pesar de su resignación tendrá aún días
de intenso fulgor.
El
recurrente y suave sueño de sentir su pierna cabal lo hace salir al patio de su
casa. Sus vecinos y familiares lejanos empiezan a visitarlo. Llegan apenados,
graves, como se asiste a un duelo; esperan encontrarlo compungido, pero para sorpresa
de ellos los recibe sonriente, casi jubiloso. Si él se atreviera se levantaría
de la silla de ruedas y podría andar, pero el miedo del visitante lo impide,
quien, temeroso del prodigio, corre a su encuentro.
Por
fin llega el fulgor de los días de esperanza y empieza a platicar, a recordar
en voz alta, a reír, a hacer alguna manualidad, a cantar… su rostro de pronto
recobra su color natural y la alegría llega, y una buena tarde, pide que lo
saquen a la banqueta de su casa para ver quién sube y quién baja.
Estará
ahí con su mirada puesta al paisaje. La tarde cae parda y turbia. En un rato
cesa la alegría y se abre en su corazón la rajadura de su tristeza. Entonces el
horizonte se le figura como la visita de un ser amado muerto: vertiginoso,
borroso. Es cuando siente haber perdido su pierna. Su mirada está en lo alto,
baja la cabeza de vez en cuando para responder un saludo de alguien que pasa.
Pero entre más va cayendo la noche él concentra su mirada hacia el cielo. Ve
pasar las parvadas de aves, apacibles en solitario e imponentes en parvada. Ya
triste, quisiera ser un pájaro para volar a otros cielos.
Su
cara larga, cara de palo, su mirada perdida en el abismo de su corazón, su
gesto insensible ya al dolor y a los reveses que le vendrán, recuerdan la
fragilidad del ser humano. La desgracia, el infortunio llegan de repente. ¡Quién
sabe el día en que llegarán! La pose de un amputado melancólico aproxima la
imagen del hombre que está a punto de sucumbir, que no es otra que la de una
ave de bocado codiciado en las cocinas y que solitaria posa en una rama sin
hojas a merced de la puntería de un diestro y acechante cazador.
Ya
es de noche. Vio pasar por el cielo los últimos pájaros de su tristeza. Estos
descansan en las copas de los árboles esperando el canto del amanecer. Él pide
que lo metan a su cuarto y ahí esperará el sueño que le hace sentir que sus
piernas están cabales y también el fulgor de la esperanza de otro día.