febrero 19, 2018

Cuando derroté a la Muerte en duelo tan desigual


A Yadira, con amor en este su día.




De mí se puede decir
que tuve un duelo con la muerte
y que la derroté.
Yo estaba muy sentado, muy confiado
cuando llegó a mí.
Descarnada, ávida, con su paso atroz.
No le gané por fuerza ni por ingenio.
Fue algo… una palabra… un algo que se me escapa.
Nueve mil pesos me costó.
Y aunque salvé la vida y todo,
arrancarme tal suma me puso amarillo.
Era una mujer alta, de facciones comunes,
con un vestido color verde pálido.
La acompañaba una muchachita,
de rostro mudo y gesto misterioso,
a quien reprendía por no soltar un celular.
La muerte no da tiempo de nada.
De ninguna palabra, de ningún suspiro.
Yo presentí la mala hora
Pero ¿qué podía hacer?
Era un hervor de sangre.
Mi sangre se alebrestó,
sumisa ante la fatalidad.
Era un mediodía de principios de febrero.
Las cabañuelas se habían atrasado
y el cielo estaba emborregado.
El cielo, como los perros,
saben de las desgracias humanas.
Yo nada más pensé en los nueve mil pesos.
Caminé unas cuadras a una casa de empeño.
La muerte se quedó esperándome.
Después me habrían de decir unos comerciantes
que ella estaba muy parada, muy inmóvil,
pero que ellos se pusieron muy impacientes,
inquietos, como si trajeran el cuerpo lleno de ahuates.
Uno de esos comerciantes,
que sabe que tengo mujer e hijos,
me dijo: “Ya no vuelva a ver a esa mujer,
lo llevará a la ruina”.
Yo creo que me dijo esto
cuando vio que le daba el dinero.
“Rectifíquese”, le alcancé a decir.
Mi sangre era un potro indomable.
Entonces la muerte me vio con lástima,
y regañando a la muchachita del celular,
más que regañándola, diciéndole palabras,
que tenían un eco de estrago y soledad;
se puso a contar el dinero.
No tenía necesidad, pero lo hizo.
Yo he visto los dedos de las cajeras.
Esbeltos y aperfumados.
Vanidosos e indiferentes
Precisos e implacables
¡Benditas casas de empeño!
No quiero recordar qué empeñé,
que aún me voy a poner más amarillo…
Y la Muerte contó el dinero.
Con sus dedos escrutadores.
Con sus uñas descarnadas.
Eran billetes sucios y pringosos.
Y, sin embargo, tronaban,
al pasarlos por sus yemas,
tronaban como los estertores
de los hombres que mueren.
Vi sus dedos largos y ágiles,
ágiles como cuando la ruina y la enfermedad
entran por las hendiduras, que quién sabe,
los hados o la suerte maniobran.
Quise preguntarle que si llegaría a los ochenta,
pero la Muerte se fue, como diciéndome:
“Ya me la pagarás completa”.
La Muerte se fue,
y por delante se llevó a la muchachita.
Esa tarde, ya en mi casa,
cuando hacía conjuros para espantar
a la ruina y lo amarillo de mi cuerpo,
supe que velaban a una adolescente.
Doce años tenía y murió,
atropellada por un carro,
mientras, distraída, miraba su celular.